Читать книгу Fuego bajo las nubes - Aintzane Rodríguez - Страница 15

Julien

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No esperé a que terminara la cena, aunque, tras la discusión, no creí que fuera a durar mucho más. Dejé los platos sobre la mesa, prometiéndole a mi padre que los recogería después —como si no lo hiciera siempre—, y entré en la habitación mientras Arthur me decía que no me preocupara, que ya los limpiaría mi hermana.

Nuestra hermana.

Durante los segundos en los que dudé si era buena idea levantarme de la mesa con el ambiente tan cargado, temí que Oli se hubiera escapado por la ventana como hacía algunas veces en las que Arthur venía a casa y ella no estaba de humor para recibirlo. Aunque, después de peleas como las de esa noche, lo complicado era que tuviera ganas de recibirlo nunca.

La encontré tumbada en la cama, boca arriba, con las manos en ambos costados y los ojos cerrados. Parecería un cadáver de no ser por las lágrimas que empapaban sus mejillas y el subir y bajar de su pecho, descontrolado y rápido. Me dolía mucho verla así, tan indefensa, cuando al mundo se mostraba siempre tan guerrera y luchadora. Prefería mil veces una Oli que estropeara mi futura carrera por ser fuerte, que una Oli que estropeara su propia vida por ser sumisa.

Me senté a su lado y el colchón se hundió un poco bajo mi peso.

—No estoy triste —sollozó, aún con los ojos cerrados y sorbiendo por la nariz.

—No lo parece.

Ella se incorporó, apoyando la espalda contra el cabecero, y me miró. Tenía los ojos hinchados y brillantes.

—Lo siento, Juls. De verdad, lo siento tanto. Lo siento —repitió.

—¿El qué, Oli? No hay nada que sentir —dije agarrándola de la mano. La tenía fría y húmeda de las lágrimas, pero sus dedos delgados parecían haberse creado con el mismo molde que los míos; por y para entrelazarse con mi mano.

—Arthur dice lo que el mundo dice: si no estoy enlazada es porque hay algo en mí que el destino ha visto que era malo. Por eso no me da a nadie con quien emparejarme, para no contagiarle mi desgracia a alguien más. Pero te la he contagiado a ti.

—No lo entiendes, Oli. Si nos creemos esa regla, y vamos a fingir que por un momento nos la creemos, yo tampoco estoy enlazado, así que estoy igual de defectuoso que tú. Igual te he contagiado yo —me burlé, aunque apenas conseguí arrancarle una sonrisa cansada.

—No funciona así, ya lo sabes.

Desgraciadamente. Siempre era culpa de ellas. Esa vez era Oli la que había cargado con todo el peso de no estar enlazados, aunque fuera algo de los dos. Daba igual lo que yo pensara, porque lo importante era lo que pensaba el resto. Y, si no existiera Oli, habría sido culpa de mi madre. Siempre era así.

Para mí no tener el hilo era algo que recordar al ver mi meñique desnudo; para ella era una condena.

Se secó las lágrimas con el puño de la camisa. Tenía el pelo suelto y la cinta del moño anudada en la muñeca y comprendí por qué parecía que le costara respirar: aún llevaba el corsé puesto.

—¿Quieres que te ayude a quitártelo?

Volvió a negar.

—Eso puedo hacerlo sola.

Durante unos instantes, la habitación se convirtió en uno de mis cuadros. En silencio y casi a oscuras, con la tenue luz de la lámpara, y Oli desanudándose el corsé, casi me pude imaginar a la perfección cómo sería la obra finalizada. No necesitaba concentrarme para ver los trazos del pincel, los desperfectos de las acuarelas, el sentimiento de angustia que parecía querer transmitir la pintura.

Eso era lo bonito que tenían momentos como aquel: una vez se rompían, era difícil volver a recuperarlos si no se plasmaban en el arte.

Oli terminó de deshacerse de aquel «invento del demonio», como ella lo llamaba, y respiró hondo un par de veces, como si quisiera asegurarse de que el entramado de tela y ganchos no había cerrado y oprimido sus pulmones de forma irreversible. Suspiró, y pareció que el mero hecho de quitarse el corsé le hubiera aclarado las ideas.

—He sido una tonta por ponerme así, Juls. —Se giró hacia mí, más tranquila—. No me arrepiento de haberlo provocado, de haber dicho lo que he dicho, porque él no puede venir a casa y pretender ponerlo todo a su gusto. Si quiere manipularte y tú lo permites, perfecto, pero yo no quiero que haga lo mismo conmigo. No sé, Julien; quizá no me importe morir sola, quizá no quiera encontrar un hombre que llene los silencios que debería saber llenar yo.

—No creo que a él le guste oír eso. Y yo no dejo que me manipule —me quejé. Eso sí que le sacó una sonrisa socarrona a Oli.

—¿No? Entonces, entiendo que estudiar Medicina es lo que has soñado toda tu vida y que, además, es tu pasión. Adoras ir a la universidad y jamás, jamás —subrayó—, se te pasaría por la cabeza abandonar.

Incluso para mí, que el sarcasmo de Oli a veces se me escapaba, fue demasiado evidente.

Touché.

Oli me rodeó con el brazo, obligándome a apoyar la cabeza sobre su hombro. Odiaba no poder usar mi mirada como un espejo y enseñarle lo que apreciaba de ella. No se daba cuenta de que todo lo que veía bueno en mí, ella también lo tenía.

—Entonces, ¿tan terrible es ser doctor?

Resoplé.

—Ser doctor no tiene nada de terrible; que yo lo sea, sí.

—Tan solo llevas dos semanas, ¿cómo puedes estar tan descontento? Ni siquiera le has dado una oportunidad.

—No me presiones —la interrumpí.

—No era mi intención.

—De verdad que te entiendo, Oli, sé por qué me odias. Pero yo no puedo obligarme a que me guste estar en la universidad, estudiando teoría, cuando moriría por vivir pintando.

Oli se revolvió en la cama, separándose de mí. Me miraba con gravedad, como si acabara de decir algo demasiado brusco.

—No te odio, tú no tienes la culpa. Odio a Arthur y odio a papá y odio a los que han decidido que la vida sea así.

Pero notaba la envidia en la forma en que me miraba, en cómo parecía perderse dentro de ella, buscando defectos donde nadie más los veía. Si no me odiaba, acabaría haciéndolo, y no había nada que me aterrorizara más que la perspectiva de vivir sin su constante presencia a mi lado.

—Lo intentaré, ¿vale? Le daré una oportunidad a Medicina.

Le habría dado una oportunidad a cualquier cosa por ella.

A la mañana siguiente rompí la recién pronunciada promesa al evitar la universidad y dirigirme a la librería del señor Douglas. Me juré que no me quedaría demasiado tiempo, que iría más tarde, que se lo había prometido a Oli y, como todo lo que le prometía, era más importante que casi cualquier otra cosa.

La librería del señor Douglas se había convertido en una escapatoria cada vez que el edificio de la universidad parecía engullirme. Era una tienda alargada, casi como un pasillo, que se ensanchaba en la parte final. Las paredes estaban atestadas de pilas y pilas de libros que se sujetaban precariamente entre ellos, alcanzando el techo y acumulando polvo. Donde la tienda terminaba, el dueño había puesto unos sofás algo roídos y allí pasaba las tardes cuando respirar en el aula de Medicina me parecía imposible.

Lo que más me gustaba era la enorme cantidad de libros de arte que se apilaban en el suelo, abandonados, como si nadie más los quisiera. La gran mayoría de ellos estaban tan gastados por el tiempo que el señor Douglas solo me pedía un chelín por ellos; lo dejaba sobre el mostrador cada vez que él no estaba ahí y me sentaba en una de las butacas. Solo existía el silencio, únicamente roto por el rasgar de las páginas al pasarlas o el sonido del chelín que repiqueteaba contra el cristal de la mesa.

Aquel día el señor Douglas se me acercó y el carrito de hierro oxidado chirrió cuando lo arrastró por el pasillo. Se detuvo al lado de mi butaca y, durante unos instantes, lo ignoré, esperando a que continuara con su trabajo. Pero no se movió y su presencia era más intensa a cada segundo que pasaba, como si con el tiempo fuera a llenar toda la librería.

—¿Sí? —pregunté al fin, cerrando el libro. No me gustaba tener que hablar allí, porque sentía que guardar silencio formaba parte de la esencia de esa librería.

—Toma —se limitó a contestar y me acercó el carro, con algunos libros tambaleándose sobre este.

—¿Qué? —pregunté, sin atreverme a cogerlo.

Él resopló, malhumorado.

—Ya que vas a pasar tanto tiempo aquí y que cobrarte un alquiler es demasiado descarado, he pensado que podrías ser útil de otras maneras.

—¿Perdone?

Por primera vez desde que descubrí la librería, me fijé de verdad en el hombre. Nunca antes le había prestado atención a la figura encorvada que recogía monedas tras el mostrador. Era un anciano menudo y delgado, con unos ojos saltones que destacaban tras unas enormes gafas que su nariz apenas podía sujetar. Él me examinaba como si fuera un pobre animalito, casi un estorbo que le daba demasiado apuro echar de la tienda y dejarlo en el mundo real.

—Ah, lo siento, chico, no sabía que estabas falto de oído.

—No estoy sordo, no he entendido qué es lo que quiere. Yo ya pago lo que cuesta el libro.

—Sí, pero no la cantidad de horas que desperdicias aquí tirado, como un despojo. ¿Es que no tienes vida fuera?

Me ponía muy nervioso su presencia, sentía que, poco a poco, se solapaba con la mía.

—No desperdicio nada, señor —lo rebatí enseñándole la cubierta del libro que estaba ojeando—, estoy aprendiendo arte. Además, creía que los sillones estaban para la gente que quisiera sentarse a leer en ellos. Usted nunca me ha dicho lo contrario; pero, si quiere, me puedo marchar.

El negó con la cabeza, frunciendo el ceño. Tal vez ninguno de los dos estuviéramos comprendiendo al otro.

—No me estás entendiendo, chico. No quiero que te marches, quiero que te quedes y que trabajes para mí.

¿Qué?

—¿A cambio de dinero?

—A cambio de sardinas. —El señor Douglas tensó los labios y arqueé una ceja, confuso. Vi la sonrisa divertida que comenzó a instalarse en su boca—. Claro que es a cambio de dinero, chico. ¿A cambio de qué sueles trabajar tú si no? Aunque, por supuesto, si quieres hacerlo gratis, no seré yo quien te lo impida.

Me quedé callado un momento. Con la perspectiva de ganar dinero, las palabras de Mark volvían a invadir mi cabeza.

«Estás en tu sitio. Entra en la Escuela, Julien».

El dinero podría servir para pagar la Escuela de Artes; la matrícula, el material, la indiferencia de mi padre y la ira de Arthur. La decepción de Oli, tal vez, aunque ninguna fortuna, ninguna cantidad de libras, iba a hacer desaparecer aquello.

Suspiré, rendido. Siempre había sido demasiado soñador.

—¿Qué quiere que haga?

Y, en ese instante, rompí por completo la promesa que le hice a Oli.

Fuego bajo las nubes

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