Читать книгу Fuego bajo las nubes - Aintzane Rodríguez - Страница 7

Nasha

Оглавление

Londres tenía para mí olor a alcohol, cigarros y vómito.

—¡Tú, chica! ¡Otro whisky!

Había escuchado eso mismo en tantas ocasiones que ya no estaba segura de si de verdad alguien lo había gritado, o solo era el eco de alguna otra vez que reverberaba en mi cabeza.

En esa ocasión, era real. El hombre me observaba al otro lado de la barra con el cigarro tambaleándose peligrosamente en la comisura de sus labios y un brillo especial en los ojos, resultado de los tres vasos de whisky y las dos cervezas que yo misma recordaba haberle servido.

Miré primero el reloj, con sus manecillas torcidas que había aprendido a interpretar con el tiempo; aunque en el club no tuviéramos ventanas, sabía que estaba amaneciendo fuera. Mientras el esquivo sol de enero bañaba los adoquines de la ciudad, yo seguía atrapada en el mugriento local. Solo tenía que aguantar una hora más.

Sequé uno de los vasos que aún chorreaba sobre el trapo y lo rellené con lo que quedaba en el fondo de la botella. Con suerte, le sentaría mal y no volvería al día siguiente.

—No sé qué haces detrás de esa barra cuando podrías estar en esa otra —susurró, demasiado cerca de mi cara, al aproximarme para servirlo. Señaló con la barbilla el escenario.

No necesitaba girarme para saber qué me encontraría allí, pero, de todas formas, lo hice. Pronto cerraría el club y eso se palpaba en el ambiente, en la viscosidad con la que transcurría el tiempo y en las ansias de las pocas mujeres que aguantaban sobre las tablillas y se pavoneaban. Tenían cincuenta y siete minutos para conseguir un cliente y sacarle el dinero si querían cobrar algo esa noche.

A esas horas de la madrugada solo seguían las más mayores y las menos agraciadas. Con mirarlas, era capaz de calcular cuántas copas habían tomado, invitadas por esos hombres que todavía permanecían, ebrios, al borde del escenario.

Allí estaba mi madre.

Aparté la mirada en cuanto sus ojos se encontraron con los míos. Ya no me incomodaba verla sin camisa, sin falda o enaguas, únicamente cubierta —si se podía llamar «cubierta»— por un vestido transparente. Tenía el maquillaje corrido en las mejillas y eso acentuaba su cansancio. No era la primera vez que la veía acercarse demasiado a un cliente, ni era el primer fajo de billetes que veía cómo recibía para después marcharse escaleras abajo, a una de las habitaciones rojas.

Nada de eso era nuevo para mí, pero mirarla directamente a los ojos me hacía sentir más desnuda de lo que estaba ella.

Solo tenía que aguantar cincuenta minutos más.

Serví otras dos copas y me deslicé por el local para recoger los vasos vacíos. Limpié las mesas con la mirada clavada en las astillas que empezaban a abrirse paso bajo el barniz gastado. Seguía las vetas con los ojos hasta que se perdían y pasaba a la siguiente mesa.

Cuarenta minutos.

El aire cada vez pesaba más a mi alrededor, como si estuviera atravesando algo mucho más sólido. Regresé a la barra justo a tiempo de ver a mi madre escabullirse hacia las escaleras, acompañada del mismo hombre al que había servido minutos antes. Esperaba que fuera rápida, por mi bien, porque no quería enfrentarme a ella.

Diez minutos.

Cuando sacaron al último cliente del local sentí que volvía a respirar tras una noche entera sin aire. En cuanto exhalé el último suspiro, comencé a notar el cansancio en los pies, en la espalda y en la cadera. Las comisuras de los labios me dolían de tanto forzar la sonrisa. Había observado desde detrás de la barra cómo todos los hombres salían, uno a uno, envueltos por el hedor a licor y, de vez en cuando, de la mano de una bailarina.

Una parte de mí rezaba por que mi madre saliera también, por verla desfilar como la desconocida que yo sentía que era. Si pasaba por delante y se iba sin saludar, yo no necesitaría bajar a las habitaciones para sacarla.

Quería llorar y no estaba segura de que la culpa fuera solo del agotamiento.

Cerré el local, pero ella continuaba dentro. Me arrastré escaleras abajo; crucé los dedos para escuchar una puerta abrirse y verla, vestida, sin necesidad de que fuera yo quien la obligara a hacerlo.

Llamé a las habitaciones escarlatas que flanqueaban el pasillo. Mis nudillos crujieron contra la madera y algunas se entornaron, dejando entrever el interior vacío y las camas deshechas. A medida que avanzaba, a mi espalda se abrían más puertas y salían más hombres, mientras ellas se vestían dentro. Ninguno era el mismo con el que mi madre había bajado.

Cuando llegué a una de las últimas habitaciones, supe que allí se encontraba mi madre por el zapato que había fuera. Llamé y retomé mi camino, esperando escuchar el chasquido del cerrojo detrás de mí. Las mujeres salían y me saludaban, bebidas y sonrojadas, antes de volver al piso de arriba. La mayoría de ellas no tenían el hilo, aunque algunas sí que estaban enlazadas.

Terminé la ronda y la puerta de la habitación de mi madre siguió cerrada.

No quería hacerlo.

Saqué las llaves del bolsillo de la falda.

Por favor, sal ya.

Metí la llave en la cerradura y giré. Odiaba mi trabajo.

Respira.

La puerta se deslizó con un suspiro ahogado, lo suficiente para que ellos pararan, pero no lo bastante como para que yo pudiera ver algo.

—Se acabó —ordené desde fuera—. El club ha cerrado, si queréis seguir por vuestra cuenta, tendréis que iros a otro sitio.

Esperé unos minutos en el umbral hasta que el hombre se acercó a la puerta y la abrió por completo.

—Ya me voy. —Levantó ambos brazos en son de paz, con el deseo todavía impregnando cada poro de su piel—. Podríamos haber continuado la fiesta los tres.

Fingí que no había escuchado aquello. Sentí la bilis recorrerme la garganta y cerré los ojos, como si con eso apagara también la mente.

Las paredes de la habitación eran tan rojas que parecían palpitar al mismo tiempo que mi corazón. Apreté la mandíbula y los puños; él me rodeó para escabullirse por el pasillo. Oí las pisadas de sus zapatos en las escaleras y después, el chirrido de la puerta principal al abrirse y cerrarse de golpe. Cuando el silencio volvió a adueñarse del local, me giré hacia mi madre. Se había vestido mientras no le prestaba atención y estaba recostada en la cama con una sonrisa desafiante. Su pelo, rizado y oscuro, al igual que la piel de ambas, se revolvía sobre la almohada.

—No me mires así —la recriminé, cansada—, yo no soy uno de tus clientes. No necesitas conquistarme.

—Ellos, al menos, me quieren.

No pude reprimir una carcajada. Estaba agotada, agotada de ver siempre el lado bueno, de ver siempre su lado bueno. De perdonarla. Pero, por algún motivo, no podía parar de hacerlo.

Porque es familia.

Siempre la misma voz, siempre las mismas palabras.

—¿Quererte? Quieren… —me costaba pronunciarlo— sexo. Como todos.

—¿Qué tiene de malo? Gano más dinero en la cama con uno solo de ellos que tú sirviéndoles a diez. —Se incorporó y me dio miedo mirarla bien, parecerme demasiado a ella—. Deberías aprovechar que eres joven y mujer, y que ya no estás enlazada.

Si el hilo hubiera sido algo más que un filamento de luz amarillenta, algo más físico y tangible y no un mero destello, también habría sido física la tirantez en mi meñique y el dolor en el pecho. Intentaba ignorar que al otro lado no había nadie esperándome. Era lo mejor.

—Estoy bien así.

—Ya te arrepentirás.

Mi madre salió arrastrando el batín por el suelo, descalza. No se giró para mirarme antes de subir las escaleras y yo suspiré aliviada cuando volví a ser la única presencia en las habitaciones.

La seguí al piso de arriba, pero al llegar no había nadie en el club. Sentí el recuerdo de unos brazos a mi alrededor, los dedos hundidos en mi piel, las palabras susurradas en mi oído. No quería eso. No quería nada de lo que mi madre me ofrecía.

Si ellos no iban a parar hasta conseguirlo, yo no iba a parar hasta poder defenderme.

Fuego bajo las nubes

Подняться наверх