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Gnósticos versus jerarquía
ОглавлениеEn casi todos sus escritos, la profesora Elaine Pagels ha intentado demostrar con acopio de datos, partiendo de una base verosímil, que política y religión coinciden en el desarrollo del cristianismo, de modo que la insistencia ortodoxa en un solo Dios daba simultáneamente validez al sistema de gobierno en virtud del cual la Iglesia está regida por un solo obispo. Parece ser que el desarrollo del episcopado monárquico (literalmente “gobernante único”) fue una consecuencia primaria del conflicto con el gnosticismo y otros cismas. Así las cosas, ¿pudieron ciertos movimientos gnósticos representar la resistencia a dicho proceso? ¿Pudieron los gnósticos estar entre los críticos que se oponían al desarrollo de la jerarquía eclesiástica? La evidencia demuestra que así se vieron ellos mismos. El autor del Apocalipsis de Pedro dice: “Otros, ajenos a nuestro grupo, se llaman a sí mismos obispos y también diáconos, como si hubieran recibido su autoridad de Dios. Esta gente son canales sin agua” (Apocalipsis de Pedro, 79, 22-30).
Los seguidores de Valentín compartían una visión religiosa de la naturaleza de Dios lejana y no impositiva, ni coercitiva –negación del infierno y condenación eterna–, que para ellos resultaba incompatible con el gobierno de los obispos y diáconos de la Iglesia católica, organizados por distritos a semejanza de la división de la administración imperial, por lo cual opusieron resistencia al mismo. “A la inversa, las convicciones religiosas de Ireneo coincidían con la estructura de la Iglesia a la que defendía” (E. Pagels, Los evangelios gnósticos, p. 89. Ed. Crítica, Barcelona 1972). Esto confirma el análisis de la profesora Margaret Macdonald cuando dice que el combate contra la falsa doctrina no fue puramente doctrinal, sino que encerraba complejidad de factores sociales relacionados con la posición de la Iglesia en el contexto grecorromano. Qué duda cabe que el conflicto provocó la formación de estructuras estabilizadoras de la vida de la comunidad, reforzando la autoridad de los responsables (cf. M. Y. Macdonald, Las comunidades paulinas, p. 328. Sígueme, Salamanca 1984).
El desarrollo histórico del cristianismo muestra sin lugar a dudas que la evolución del gobierno eclesial desde los tiempos apostólicos es requerido por la verdad misma que está llamado a conservar y transmitir en la unidad de la fe (2 Ti. 2:2). Las diferencias de opinión, las divisiones, las herejías y los cismas, exigen y crean indirectamente una autoridad jerárquica de gobierno y magisterio garante de la doctrina primitiva y de la unidad con los primeros testigos. La jerarquía, por decirlo así, no crea esta o aquella idea de Dios o de la salvación, sino que es creada por ella. De no haber existido un “depósito” (2 Ti. 1:14) que conservar, la “jerarquía” hubiera carecido de sentido. La preocupación última de Pablo, líder carismático donde los haya, es la transmisión incorrupta de la fe. Pablo es el primero, sin embargo, en angustiarse por la conservación del Evangelio, ya que la experiencia le dice que muchos desaprensivos, sin amor al pueblo, levantarán partidos y errores en beneficio propio. Es la existencia de estos personajes mentirosos y sin conciencia, tan presentes en muchas sectas actuales, lo que llevó a las primeras iglesias a cerrar filas en torno a sus pastores. He aquí las palabras de Pablo: “Mirad por vosotros y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la Iglesia del Señor, la cual ganó por su sangre. Porque yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño; y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas, para llevar discípulos tras sí” (Hch. 20:28-30). En la temprana carta de Ignacio a los Esmirnenses, pide que observen bien “a los que sostienen doctrina extraña respecto a la gracia de Jesucristo que vino a vosotros”, pues, entre otras cosas, “no les importa el amor, ni la viuda, ni el huérfano, ni el afligido, ni el preso, ni el hambriento o el sediento” (Padres Apostólicos, Ignacio, Esmir. 6). Esto mismo, casi literalmente, es lo que Ireneo constata en el campo herético. “Juzgará también a los productores de cismas, que están carentes del amor de Dios, mirando su propio provecho más que la unidad de la Iglesia, y que por motivos fútiles desgarran y dividen el grande y glorioso cuerpo de Cristo y en cuanto está de su parte lo matan; hablando de paz y haciendo la guerra, colando en realidad el mosquito y tragándose el camello” (Ad. haer. IV, 33,7).
En la Iglesia, por contra, abundan los carismas y el interés por el bienestar ajeno, los “discípulos auténticos, en nombre de Cristo, después de haber recibido de Él la gracia, obran en provecho de los demás hombres, según el don que cada uno ha recibido. Unos arrojan con firmeza y verdad a los demonios de manera que a menudo aquellos mismos que han sido purificados de los espíritus malignos abrazan la fe y entran en la Iglesia; en cambio otros tienen un conocimiento anticipado del porvenir, visiones y palabras proféticas; otros, en fin, por medio de la imposición de manos curan a los que sufren alguna enfermedad y les devuelven la salud; e incluso, como hemos referido ya, han resucitado algunos muertos que han permanecido con nosotros durante muchos años. ¿Y qué más? No es posible contar el número de carismas que a través del mundo entero la Iglesia ha recibido de Dios y que, en nombre de Jesucristo crucificado bajo Poncio Pilato, pone en acción cada día para el provecho de los gentiles, no engañando ni reclamando ningún dinero de nadie, porque tal como ha recibido ella gratuitamente de Dios, así distribuye también gratuitamente lo que ha recibido” (II, 32,4). “En la Iglesia actúan para bien de los hombres la misericordia, la piedad, la fortaleza y la verdad; y todo ello se realiza no solo sin recompensa y gratuitamente, sino que nosotros mismos damos nuestros bienes para la salvación de los hombres y a veces los enfermos, porque carecen de ello, reciben de nosotros lo que necesitan. En realidad el comportamiento mismo de los herejes prueba que son completamente extraños a la naturaleza divina, a la bondad de Dios y al poder espiritual; están en cambio repletos de toda clase de falsedad, de espíritu de apostasía, de actividad demoníaca y de engaño idolátrico” (II, 31,3).
Hemos empleado el término jerarquía (literalmente “gobierno sagrado”), por seguir el formalismo vigente, pero aplicada a Ireneo y a los primeros siglos del cristianismo hay que precisar que en ellos el episcopado no es esencialmente la Iglesia, sino el portador de la verdad histórica; toda la congregación creyente recibe el Espíritu Santo (Adv. haer. V, 32,2; IV, 36,2; III, 3,2) y pasa a ser el nuevo pueblo santo de reyes y sacerdotes para Dios (V, 34,3; IV, 8,3).
Para Ireneo la Iglesia es el nuevo paraíso en la tierra: La Iglesia ha sido plantada como un huerto en este mundo, donde se ofrece la fruta inmaculada de la Palabra de Dios, complementada con su amor al prójimo y cuidado desinteresado de los necesitados. “Comeréis de todo árbol del jardín, dice el Espíritu de Dios, es decir: Comed de toda Escritura del Señor, pero no comáis del árbol de la autosuficiencia, ni toquéis para nada la disensión de los herejes” (Adv. haer. V, 20,2), pues ellos hacen “violencia a las bellas palabras de las Escrituras, para adaptarlas a sus invenciones criminales y maltratan las Escrituras” (I, 9,3). Y “no contentos con no decirnos nada sano, profieren extravagancias” (I, 30,6). Es decir, la lucha encarnizada entre herejes y ortodoxos no es por el control del poder eclesiástico, sino por la interpretación correcta de la Escritura, sin caer en la fantasía sin fundamento de aquellos que buscan su promoción personal, con la enfermiza pretensión de haber descubierto secretos nunca antes a nadie revelados. ¿No nos suena esto hoy extrañamente familiar?