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INTRODUCCIÓN APOSTOLICIDAD Y UNIDAD DE LA FE

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Ireneo es el teólogo más importante de su siglo. Su libro contra los gnósticos y los marcionitas es una obra imprescindible para los estudiantes de historia y de los primeros siglos del cristianismo. Pero no solo eso. Al tiempo que desenmascara el error ofrece la respuesta, dando lugar así a la exposición de la fe cristiana en la que la Iglesia se reconoce fácilmene todavía hoy. Su obra capital Contra los herejes o herejías merece la pena ser leída por los cristianos de todos los tiempos, al decir de Harold O. J. Brown (Heresies, Baker, Grand Rapids 1984). Ireneo acuñó frases magistrales, que reflejan su honda percepción de la verdadera naturaleza de la fe cristiana: “La gloria de Dios es el hombre que vive” (Adv. haer. IV, 20,7); “Dios no es conocido, sino por Dios”; “siempre es Dios el que enseña, y el hombre quien continuamente está aprendiendo de Él (II, 28,3)”. “Dios es aquello que merece la pena de verse” (IV, 37,3); “no es el hombre para la creación, sino la creación para el hombre (V, 29,1). Después de Pablo es uno de los teólogos que más influyó en la teología posterior.

Ireneo es el hombre prudente que quiso edificar sobre la roca del verdadero testimonio de Cristo dado por sus apóstoles directos e inmediatos. Los herejes de su época, para validar sus afirmaciones, recurrieron al especioso argumento del testimonio secreto de Jesús, confiado a supuestos apóstoles del círculo íntimo.

Es un dato comprobado que todos los herejes han pretendido remontar su doctrina hasta el mismo Cristo. En el siglo II gnósticos, marcionitas y ortodoxos intentaban mostrar su conexión con Cristo por medio de los apóstoles. Es significativo que la primera vez que aparecen los términos que harán historia en teología, “tradición” y “sucesión apostólica”, lo hacen en un autor gnóstico: Carta de Ptolomeo a Flora, 7,9.

Como el recurso a Cristo y a los apóstoles no es siempre fácil de probar se asiste a un proceso de análisis de la noción de apostolicidad. ¿Cuál es la verdadera tradición apostólica? ¿Cuál la verdadera sucesión apostólica, en qué consiste? La conexión tiene que ser necesariamente apostólica; porque es evidente que Cristo no es conocido más que por los apóstoles, de modo que éstos tienen preeminencia en orden al conocimiento de Cristo frente a todos los que vienen después. “Todos los herejes son muy posteriores a los obispos, a los que los apóstoles encomendaron las iglesias” (Adv. haer. V, 20,1). “De aquí en adelante tiene que aducirse contra todas las herejías que lo que ha sido primero, eso es verdad, y lo que es posterior eso es lo adulterado” (Tertuliano, Adv. Prax. 2, 20).

Una vez desaparecidos físicamente los apóstoles es del todo necesario que el testimonio y autoridad de la que gozaron en vida, pase a sus escritos, toda vez que la tradición oral está sujeta a tergiversaciones de uno y otro lado. “No hemos llegado al conocimiento de la economía de nuestra salvación si no es por aquellos por medio de los cuales nos ha sido transmitido el Evangelio. Ellos entonces lo predicaron, y luego, por voluntad de Dios, nos lo entregaron en las Escrituras, para que fuera columna y fundamento de nuestra fe” (Adv. haer. III, 1,1). Así el nuevo problema que se plantea es saber cuáles son exactamente los escritos que representan la auténtica predicación apostólica. Bien pronto se forma una colección que progresivamente llegará a ser conocida por Nuevo Testamento, corte de apelación final en materia doctrinal, aceptado por la generalidad de los cristianos en todo o en parte. “Tan grande es la autoridad que se atribuye a los Evangelios, que los herejes mismos les rinden testimonio y cada uno trata de probar su enseñanza apoyándose en ellos” (Adv. haer. III, 11,7).

Esto es un hecho extraordinario, porque la existencia de una Escritura cristiana aceptada como autoridad última marca un límite entre lo que es reconocido como apostólico, en sentido pleno y normativo, y lo que no lo es, o lo es en categoría inferior. Desde entonces, la apostolicidad ya no es una autoridad vaga e inestable, sino una realidad de contornos definidos, tanto como los libros que la componen, cuya referencia es la norma de la doctrina cristiana.

Se trata de una traditio ab apostolis, tradición desde los apóstoles, distinta de otras tradiciones que proceden de los tiempos apostólicos, pero que no pasan de ser anécdotas comparadas con la tradición que pervive en la Iglesia conservada en las Escrituras. La tradición que interesa a Ireneo es la traditio ab apostolis ad ecclesiam, es decir, la tradición que viene de los apóstoles y es entregada a la Iglesia, unida ministerialmente a los apóstoles por una cadena de obispos ordenados por los mismos apóstoles.

Anclado en la firmeza y unidad de la traditio ab apostolis, cuyo valor todos reconocen, aunque algunos quisieran crearse una tradición apostólica para su uso, apelando a los dichos secretos de Jesús, recurso último para garantizar autoridad a una enseñanza que de otro modo es imposible de mantener, Ireneo resiste firme los asaltos de las herejías e insiste en las propias variaciones y contradicciones del sistema herético para negarles toda presunción de verdad. “Variáis, luego erráis”, podía haber dicho también Ireneo. La verdad es una y pervive en la tradición apostólica mantenida por la Iglesia, la cual, “aunque esparcida por el mundo entero hasta los confines de la tierra, ha recibido de los apóstoles y de sus discípulos la fe en un solo Dios… Por tanto, habiendo recibido este mensaje y esta fe, la Iglesia, aunque esparcida por el mundo entero, lo guarda cuidadosamente como habitando en una sola mansión, y cree de manera idéntica, como no teniendo más que una sola alma y un solo corazón, predicando y enseñando estas cosas al unísono y transmitiendo la tradición como si tuviera una sola voz” (Adv. haer. I, 10,1); “la Iglesia, que tiene de los apóstoles un comienzo consistente, persevera a través del mundo entero en una sola y misma enseñanza sobre Dios y sobre su Hijo” (II, 12,7); “la predicación de la Iglesia presenta por todas partes una inconmovible solidez, manteniéndose idéntica a sí misma y beneficiándose, como lo hemos manifestado, del testimonio de los profetas, de los apóstoles, y de todos sus discípulos” (III, 24,1); mientras que la herejía es múltiple y divisoria, sometida al capricho de cada nuevo maestro, cuyo norte no es la verdad, sino la pretendida originalidad narcisista de una doctrina que se distinga del resto y se proclame a sí misma superior a las demás. “A partir de los que acabamos de nombrar, han surgido múltiples ramificaciones de multitud de sectas, por el hecho de que muchos de ellos, o por mejor decir, todos, quieren ser maestros, abandonando la secta en la que estuvieron y disponiendo una doctrina a partir de otra, después también una tercera a partir de la precedente, se esfuerzan en enseñar de nuevo, presentándose a sí mismos como inventores del sistema que han construido de esa manera” (I, 28,1).

El tema de la unidad, evidente igualmente en el resto de los escritores ortodoxos, orienta el quehacer teológico de Ireneo en todos sus puntos. Solo hay un Dios único en todas las economías o dispensaciones y un único plan de salvación, que parte de la creación, culmina en la encarnación y se completa en los cielos nuevos y en la tierra nueva. La unidad es la clave de la teología ortodoxa frente al espíritu divisionario y cismático siempre enfrentado entre sí, origen de un sinfín de escuelas y sectas, sin ánimo ni voluntad de construir uno sobre el otro, partiendo de la predicación apostólica, ignorando el consejo paulino: “Conforme a la gracia de Dios que me ha sido dada, yo como perito arquitecto puse el fundamento, y otro edifica encima; pero cada uno vea cómo sobreedifica” (1 Co. 3:10).

Desde el punto de vista evangélico se puede adelantar la crítica, extensiva al resto de los Padres de la Iglesia, de la concepción esencialmente legal de la salvación. Para ellos la obra de Cristo es primordialmente la promulgación de una nueva ley divina, superior y más perfecta, en cuanto cumplimiento de la antigua ley del Sinaí. Cristo es asimilado a Moisés en cuanto dador de esa nueva ley. Aunque Ireneo y tantos otros utilizan el lenguaje paulino de la justificación por la fe: “Es la fe en Dios lo que justifica al hombre” (Adv. haer. IV, 5,5): “La prueba de que el hombre no se justificaba por medio de estas prácticas, sino que ellas eran dadas al pueblo como signos, lo prueba el hecho de que el mismo Abrahán, sin circuncisión ni observancia de los sábados creyó en Dios y le fue imputado a justicia, y fue llamado amigo de Dios” (IV, 16,2); “Que en Abrahán estaba también prefigurada nuestra fe, y que fue el patriarca y por así decirlo el profeta de nuestra fe, lo manifiesta el apóstol suficientemente en su carta a los Gálatas, diciendo: “Aquel, pues, que os daba el Espíritu, y obraba maravillas entre vosotros ¿lo hacía por las obras de la ley, o por el oír de la fe? Creyó Abrahán a Dios, y le fue imputado a justicia” (IV, 21,1), su concepción legal neutraliza la radicalidad de la fe a la que se imputa la justicia de la redención. Pues la fe ya no es confianza en la obra de gracia de Dios a favor del hombre, sino aceptación de Cristo y obediencia a sus preceptos. Esta concepción legal lleva a insistir en la libre voluntad y en la salvación condicionada por la propia determinación y obediencia del creyente. Toda la teología de los Padres tiende a limitar el perdón de los pecados al momento del bautismo, después del cual la salvación depende de una vida santa y de las buenas obras. No cabe duda que Ireneo anticipa el catolicismo posterior en su concepción soteriológica.

Obras escogidas de Ireneo de Lyon

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