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Recapitulación o unión de todas las cosas en Cristo

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La anakephaloisis o recapitulación da sentido a toda la historia de la salvación, desde la creación del mundo hasta su consumación final. Teología de la encarnación, el Hijo de Dios se hace presente en el mundo para que el hijo del hombre llegue a ser hijo de Dios. “El hombre divino se hizo hijo de los hombres para que nosotros recibiéramos por medio de la adopción el estado de hijos” (Adv. haer. III, 16,3). Cristo abarca, compendia, la raza humana y toda la creación. “Cuando Él se encarnó y se hizo hombre, recapituló en sí mismo la larga línea de la raza humana entera y nos concedió en compendio nuestra salvación (in compedio nobis salutem praestans), de forma que lo que perdimos en Adán, lo recibiéramos en Jesucristo” (III, 18,1).

El hombre, creado niño al principio, llegará a la plenitud (pleroma) de su divinidad no por el camino equivocado de la desobediencia, sino por el camino de la fe en obediencia al Redentor y por el don del Espíritu Santo, de manera que Cristo, mediante la recapitulación, no solo restaura en el hombre la vida que había perdido en Adán, sino que mejora al hombre, divinizándolo por la acción del Espíritu. “Por esta razón el Señor prometió que enviaría al Paráclito que nos hiciese conformes con Dios” (III, 17,2). “Divinización” o theosis que será el concepto clave de la soteriología de los cristianos orientales.

Desde el principio el hombre estuvo destinado a poseer la inmortalidad bienaventurada, privilegio esencialmente divino y que una vez perdido por el pecado solo era posible recuperar mediante la fe y unión en Cristo. “No podríamos haber recibido la incorruptibilidad y la inmortalidad de otra manera que por la unión con la incorruptibilidad y la inmortalidad” (III, 19,1). La unión del hombre con Dios tiene lugar mediante el Espíritu de Dios, por el cual Dios desciende a nosotros y nosotros ascendemos a Él (V, 20,2). Ireneo concede una gran importancia a la doctrina del Espíritu Santo en el plan de la salvación. Él trae la fe y produce frutos en el hombre, santifica sus obras y lo hace espiritual. Solo mediante la infusión (infusio) del Espíritu podemos agradar a Dios. Cristo nos ha liberado del dominio del pecado y del poder del diablo, pero la comunión con Dios es concedida por el Espíritu que inicia en nosotros una vida nueva en obras santas.

Por último, Ireneo entiende la visión de Dios, o estado de beatitud eterna, de modo dinámico, progresivo, no estático, es la meta hacia la que tiende el hombre. Incluso en el cielo habrá progreso en el conocimiento de Dios (Adv. haer. V, 36). Un estado estático, dirá posteriormente Gregorio de Nisa, significaría saciedad y muerte, la vida espiritual creada por Dios exige progreso constante y la naturaleza de la trascendencia divina impone el mismo progreso, puesto que la mente humana nunca puede comprender a Dios.

El hombre fue creado niño pequeño, y en cuanto niño no estaba ejercitado ni habituado a la conducta perfecta. “Dios pudo ofrecer al hombre desde el principio la perfección, pero el hombre era incapaz de recibirla, porque era todavía un niño pequeño. Y por eso también nuestro Señor en los últimos tiempos, recapitulando en sí todas las cosas, vino a nosotros, no como podía hacerlo, sino tal como podíamos verle nosotros. Él podía haber venido a nosotros en su gloria inenarrable, pero nosotros no hubiéramos podido soportar la grandeza de su gloria. Y por eso, como a niños pequeños, el que era el Pan perfecto del Padre se nos ofreció como leche, para que criados al pecho y habituados por una tal lactancia a comer y beber al Verbo de Dios podamos guardar en nosotros mismos el Pan de la inmortalidad, que es el Espíritu del Padre” (Adv. haer. IV, 38,1).

“A fin de que el hombre no tuviera pensamientos de soberbia y cayera en orgullo, como si por la autoridad que le había sido concedida y por su libertad de trato con Dios ya no tuviera Señor alguno, y a fin de que no cayese en el error de ir más allá de sus propios límites y de que al complacerse en sí mismo no concibiera pensamientos de orgullo contra Dios, le fue dada por Dios una ley por la que reconociera que tenía como Señor al que era Señor de todas las cosas. Y Dios le impuso ciertos límites, de suerte que si observaba el mandato divino permanecería como era entonces, es decir, inmortal; pero si no lo observaba, se convertiría en mortal y se disolvería en la tierra de la que había sido tomada su carne al ser modelada… Pero el hombre no observó este mandato, sino que desobedeció a Dios. Fue el ángel quien le hizo perder el sentido, a causa de los celos y la envidia que sentía con respecto al hombre, por los múltiples dones que Dios le había otorgado; así provocó su propia ruina, e hizo del hombre un pecador, induciéndole a desobedecer el mandato de Dios” (Epideixis, 14-16).

Cristo se encarna para salvar al hombre, para reunirle con Dios, vuelto a la inocencia primaria que proclama el Evangelio, que es la madurez absoluta en el crecimiento a la imagen de Cristo. Ireneo, pues, es el primero en relacionar la creación con la redención y en orientarla cristológicamente, pues “la creación es empleada en beneficio del hombre: porque no es el hombre quien ha sido hecho para la creación, sino la creación para el hombre” (Adv. haer. V, 29,1). La economía de la redención realiza el designio primordial de Dios para la creación. Dios permitió el pecado para que sobreabundara la gracia, de modo que la imagen de Dios en el hombre destruida por el pecado sea restaurada mucho más gloriosa. Pecado y gracia vienen a componer una síntesis armoniosa (H. Rondent).

Obras escogidas de Ireneo de Lyon

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