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Paganización del cristianismo
ОглавлениеForman un ejército los que acusan a los primeros cristianos de haberse dejado llevar por la metafísica griega hasta el punto de desfigurar el cristianismo de Cristo, nacido en seno de la comunidad judía y del pensamiento hebreo; ajeno, por tanto, al modo e ideas de la filosofía helénica. Esta acusación ignora muchas cosas. En primer lugar, que no existe un supuesto pensamiento hebreo puro, impermeable a las ideas de la época, no solo helénicas, sino, principalmente persas. Muy pocos, si algunos, se han detenido en este aspecto de la tremenda influencia de la religión persa en el judaísmo postexílico, pese a ser un dato de primer orden en historia de las civilizaciones. Los judíos deportados por los asirios recibieron un poderoso impacto en su conciencia religiosa de parte de los iranios, a la vez que el culto judío influenció en sus vencederoes asirios. “Hacia el siglo II a.C. la interpretación mutua del judaísmo y del zoroastrismo había ido tan lejos que nuestros modernos investigadores occidentales encuentran las mayores dificultades en determinar y distinguir las respectivas contribuciones hechas por estas dos fuentes a la corriente alimentada por sus aguas unidas (Plotino, Enéadas, 11, 9, 15).
En segundo lugar, que los llamados Padres de la Iglesia fueron muy cuidadosos en no permitir en sus escritos especulaciones ni ideas que no tuvieran base escritural. No es fruto de la escolástica medieval, sino de los teólogos del siglo II la utilización de la filosofía como ancilla, sierva de la teología, o por mejor decir, de la doctrina apostólica. Allí donde perciben la menor discrepancia entre filosofía y Escritura, optan sin dudarlo por la segunda. Su adhesión a la auoridad bíblica no conoce fisuras. Es un hecho fácilmente comprobable repasando sus escritos. Gregorio de Nisa, que había nacido en Cesarea de Capadocia alrededor del 355, y que es uno de los Padres griegos más instruidos, resume el modo cristiano de relacionarse con la filosofía y cultura clásica en general. Para él es correcto emplear la especulación humana y el razonamiento filosófico a propósito del dogma cristiano, pero las conclusiones no serán válidas a menos que estén de acuerdo con las Escrituras (Gregorio, Contra Eunomio, 45). Además, para apurar el dato histórico, hay que señalar que la idea de emplear la filosofía como sierva de la doctrina revelada se remonta al judío alejandrino Filón.
En tercer lugar, y no se ha reparado bastante en ello, fueron los escritores rechazados por la Iglesia como herejes los que verdaderamente hicieron una lectura metafísica y hasta paganizante del Evangelio, hasta el punto que, de haber triunfado, el cristianismo habría venido a nada, es decir, a nada reconocible en la enseñanza original del Jesús de Nazaret. Lo que ocure es que se ha rodeado a todo lo herético de los primeros siglos, a lo rechazado por la Iglesia de la época, de un halo de seriedad y veracidad superior a la supuesta jerarquía manipuladora y totalitaria. Se trata, indudablemene, de leer en la antigüedad un prejuicio moderno. Querer ver en los gnósticos una versión original y fiel del cristianismo suprimida por la jerarquía de la Iglesia es simplemente un desvarío y un prejuicio que equipara autoridad a poder y poder a corrupción. Dejados a sí mismos los gnósticos hubieran acabado con el cristianismo y éste no sería hoy ni sombra de lo que es. Su paganización del cristianismo es tan completa que no extraña ver la reacción de los escritores ortodoxos contra ellos, para quienes, como Ireneo, no fue demasiado difícil confrontrar doctrinalmente, dada la cantidad de fábulas y fantasías coloreadas con un lenguaje cristiano sin contenido ni fundamento bíblico ni lógico.
Ireneo acusa al gnóstico Valentín de plagiar las fábulas de Aristófanes en su Teogonía sobre la creación y el nacimiento de los dioses (II, 14,1). Los profundos e inenarrables misteriores gnósticos no hacen sino repetir con una jerga artificiosa lo dicho en los poemos de Hesíodo y Píndaro. “Los herejes no hacen más que repetir los dichos de los poetas y son de la misma raza y del mismo espíritu que ellos” (II, 21,2).
El descubrimiento de la biblioteca de Nag Hammadi nos ha puesto al alcance de la mano los mismos libros de los herejes que Ireneo tuvo en la suya, y cualquiera que esté un poco familiarizado con la lectura del Nuevo Testamento observará a primera vista la gran diferencia que existe entre los Evangelios canónicos y los apócrifos, en los que la persona histórica de Jesús de Nazaret no significa nada. Sorprende que se pueda afirmar con seriedad que la Iglesia primitiva manipuló una y otra vez los dichos de Jesús, mientras que los Evangelios gnósticos se encargaron de conservarlos (Marwin W. Meyer, Las enseñanzas secretas de Jesús, p. 17. Ed. Crítica, Barcelona 2000).
Es una ironía de la historia que los que más critican la contaminación del pensamiento filosófico en áreas tan puntuales como la Trinidad, la divinidad de Jesús, la inmortalidad del alma, son los primeros en dejarse arrastrar por corrientes de pensamiento contrarias a la enseñanza primitiva del cristianismo. Sorprende que conceptos como el “matrimonio celestial” reaparezca siglos después en sectas como la Iglesia de Jesucristo de los Últimos Días.
Harnack llamó a los gnósticos los “primeros teólogos del cristianismo”, definición muy discutida y negada por los especialistas; más correcto me parece la comparación que hace de ellos Elémire Zolla con el zen: “Los gnósticos son a los cristianos lo que al budismo el zen” (Los místicos de Occidente, vol. I. Paidós, Barcelona 2000). No hay duda, como hizo notar R. Seeberg en su día, que los gnósticos manifiestan un evidente entusiasmo por las formas religiosas de Oriente. Más agudo, Hans Jonás compara el pathos gnóstico al nihilismo de Nietzsche y al existencialismo moderno (El principio vida, cap. “Gnosticismo, existencialismo y nihilismo”, Trotta, Madrid 2000).
Ireneo no se enfrenta a los gnósticos por el recurso que hacen a la enseñanza “secreta” de Jesús, verdadero cajón de sastre donde caben todas las cosas, sino porque esa enseñanza, secreta o manifiesta, no guarda ni el mínimo parecido con el testimonio apostólico, digno de mayor crédito en cuanto a cercanía a la persona de Jesús. Por el contrario, refleja una transvaloración de hechos y creencias empeñada en hacer creer que las cosas no son como fueron: Cristo y Jesús son dos personas distintas; no hubo pasión, muerte y resurrección del Salvador; todo en la vida de Jesús fue apariencia, hacer como si se cansara, llorara, ignorase… A la figura de Cristo Jesús se le somete a un proceso de mitologización anacrónico, ya llevaba años condenado a la muerte, mientras que el Jesús del escándalo y la locura de la cruz irrumpía como una promesa de vida nueva nunca antes conocida. De alguna forma los gnósticos intentaron salvar el odre decadente del paganismo mediante el vino nuevo del Evangelio, que rompió todas sus costuras. “La doctrina que introducen es nueva –escribe Ireneo–, en cuanto que ha sido elaborada ahora con un arte nuevo, pero es antigua e inservible, puesto que ha sido extraída de antiguas creencias que no exhalan más que ignorancia y negación de Dios” (Adv. haer. II, 14,2). Y cita a poetas y filósofos en cuyos textos se basan los gnósticos para elaborar sus teorías: Teófanes, Homero, Hesíodo, Tales de Mileto, Anaxágoras, Demócrito, Epicuro, Demócrito, Platón, Empédocles, Pitágoras, Aristóteles.
Los gnósticos son condenados, pues, por su paganización del cristianismo, por su desbocada fantasía, no porque representen una supuesta tradición más pura y auténtica del verdadero Jesús que supuestamente la jerarquía eclesial tenía interés en ocultar.
Uno de los efectos más lamentables del gnosticismo, como observa Frederick Copleston, fue suscitar una decidida batalla contra la filosofía helenística por parte de aquellos escritores cristianos que exageraban las conexiones entre gnosticismo y filosofía griega, a la que consideraban como el semillero de las herejías, sin querer distinguir las “vanas filosofías-gnosticismo”, de los escritos canónicos, de la auténtica filosofía (F. Copleston, Historia de la filosofía, vol. 2, p. 36. Ariel, Barcelona 2000, 4ª ed. Cf. A. Ropero, Filosofía y cristianismo, cap. 2, CLIE, Terrassa 1997).