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III. LA ILUSTRACIÓN Y LAS CODIFICACIONES

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Los excesos y los vicios de la justicia penal eran obvios y escandalosos y contra ellos se revelaron los filósofos reformadores. El milanés César Bonnesana, Marqués de Beccaría, publicó en 1764, sin pie de imprenta ni nombre del autor, un pequeño libro titulado «Dei delitti e della ponea», que aplicó a la crítica del sistema penal los principios del enciclopedismo francés y tuvo una enorme influencia posterior. Combate el libro el rigor excesivo de las penas, su desproporción con los delitos, la desmesurada extensión del arbitrio judicial, las acusaciones secretas, el tormento, los privilegios de los nobles, las confiscaciones, la pena de muerte –que admite en casos excepcionales–, las sanciones a los suicidas, etc.; funda el derecho penal en el contrato social y en la necesidad, y sólo es necesaria la pena en cuanto medio para prevenir nuevos delitos; considera más eficaz que la pena cruel la pronta, segura y proporcionada al hecho cometido19.

Lo cierto es que la mayoría de sus propuestas pasaron a las legislaciones posteriores y muchas perduran en la actualidad. Así, José II de Austria suprimió la pena de muerte, excepto para los delitos militares; Federico “El Grande” de Alemania suprimió la tortura, y Catalina de Austria dio a la Comisión para la reforma de las leyes penales unas instrucciones inspiradas en el mismo espíritu que evocaba el libro de Beccaría. En todo caso, donde los principios de la reforma penal mejor encarnaron y alcanzaron mayor difusión fue en la Declaración de Derechos de Hombre y del Ciudadano y en los Códigos de la Revolución Francesa y, así, el Código Penal francés de 1810 ejerció una gran influencia sobre toda la legislación penal del siglo XIX.

Otro autor cuya obra “The state of prisions in Ingland and Wales“, publicada en 1777, tuvo gran trascendencia fue el inglés John Howard (1726– 1790)20, obra en donde establece las bases de un sistema penitenciario que él cree más justo: educación religiosa, moralización por el trabajo, régimen higiénico y alimenticio humanos, aislamiento individual; por inspiración de su libro se crea en Filadelfia la «Sociedad para alivio de las miserias de las prisiones públicas», que inspiró las reformas habidas en las prisiones de Pensilvania primero, imitadas posteriormente en todo el mundo.

Las ideas de los filósofos de la Ilustración influyeron en alguno de los monarcas del despotismo ilustrado. Así, Pedro Leopoldo de Lorena (1765– 1790), Gran Duque de Toscana, dictó una ley en 1786 (30 de noviembre) que alteró hasta sus cimientos el sistema penal hasta entonces imperante en su reino: abolió la pena de muerte21, estableció una graduación de las penas en proporción a los hechos punibles cometidos, limitó el arbitrio de los jueces, instauró la igualdad de todos ante la ley penal, suprimió el tormento y simplificó los juicios. José II de Austria también abolió la pena de muerte para los delitos no militares. Federico II de Prusia abolió la tortura. Catalina II de Rusia inspiró en Beccaria –se reitera– sus Instrucciones a una Comisión encargada de la reforma de las prisiones y del sistema penal en general.

En suma, fue en S XVIII, con la Ilustración, se intenta racionalizar la imposición de las penas, superar la venganza privada y de la composición, asunción por el poder político de la potestad sancionadora y progresivo sometimiento de la potestad sancionadora a la norma jurídica (principio de legalidad), con el afianzamiento, en suma, del estado de derecho, que intenta –con su declarada finalidad de “disipar las tinieblas de la Humanidad mediante las luces de la razón“– superar la barbarie de los siglos anteriores y conseguir la “humanización“de las penas. Y lo fue, fundamentalmente, a través de las obras del Marqués de Becaría, de Betham, de John Howard, de Monstesquieu, de Voltaire; en España, de Manuel de Lardizábal y ya, posteriormente, Concepción Arenal son ilustrativas de estas finalidades de humanización de las penas. Se consideraba que la pena no tenía como finalidad última la aniquilación del delincuente, fuese física –a través de la pena de muerte– o fuese a lo largo del tiempo –con la pena de argolla, de galeras, etc. – sino la rehabilitación y reintegración del delincuente en la sociedad; esto es, una finalidad de reeducación del delincuente para que, cumplida su pena, se reintegrase a la sociedad como hombre libre, “ya curado” del delito y “limpio” para vivir libremente en sociedad. Esta época culminó con la Revolución Francesa de 1789 y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano –y su antecedente la Declaración de Derechos de Virginia o de Independencia de EE.UU, de 1776– que supuso tantos cambios en la sociedad que, de hecho, marca la distinción entre el Antiguo Régimen y la Edad Moderna.

Y es que todos estos nuevos principios de la Ilustración fueron recogidos en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: la Ley no tiene el derecho de prohibir más que las acciones perjudiciales a la sociedad, ni establecer más penas de las estrictamente necesarias; nadie puede ser sancionado sino en virtud de una ley establecida y promulgada con anterioridad al delito y legalmente aplicada; la ley debe ser la misma para todos, sea que proteja, sea que castigue.

La Ilustración supuso, pues, un cambio verdaderamente importante en las penas a imponer al delincuente: ya no era la pena capital la pena básica –si bien se reservó para los delitos más graves–, sino que se desplazó ésta a la pena de prisión, primero con penurias físicas –argolla, azotes, hambre– para, progresivamente, ser meramente de reclusión, sin padecimiento físico alguno para el penado, como ocurre hoy en día.

Empezaba así una nueva etapa para el hombre en general y, en lo que nos ocupa, la época de las Codificaciones que dura hasta nuestros días, pero que en el S XIX tuvo un verdadero frenesí y no sólo en España, sino en toda Europa.

El siglo XIX puede ser llamado siglo de la codificación. Se abre con dos textos fundamentales, el Código Penal de Austria y el Código Civil de Francia, promulgados con meses de diferencia, el uno por el emperador Francisco II en 1803, y el otro, por Napoleón en 180422. Cierran la centuria otros dos códigos, en cierto modo epigonales, promulgados también con una distancia de poco tiempo: el Código Civil de Brasil en 1916 y el Codex iuris canonici de 1917, ambos de larga vigencia, el primero hasta 1994 y el otro hasta 1983.

En efecto, todos los países de nuestro entorno, incluido el nuestro, empiezan una labor frenética de codificación –refiriéndonos siempre al ámbito penal–, donde se recogen aquellas ideas de la Ilustración –luego plasmadas en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano– de separación de poderes, de racionalidad, de imposición de penas por el Estado, por la ley y no por el Rey; justicia penal pública y con distinción entre delito y pecado; proceso público y con pruebas claras y racionales; abolición de la tortura, mantenimiento de la pena de muerte pero sólo para los delitos más atroces; igualdad ante la ley; estricta proporcionalidad entre delitos y las penas, pena necesaria y lo menos rigurosa posible, etc. En suma:

○ Racionalización de las penas.

○ Superación de la venganza privada y de la composición.

○ Asunción por el poder político de la potestad sancionadora.

○ Progresivo sometimiento de la potestad sancionadora a la norma jurídica (principio de legalidad). Y

○ Afianzamiento del estado de derecho.

En definitiva, se tiende a la humanización de las penas, suprimiéndose las penas corporales (torturas, azotes, mutilaciones, etc.) y erigiéndose en nuevo centro del sistema punitivo la pena de privación de libertad, la prisión.

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