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Prólogo

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–La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.

Miguel de Cervantes, Don Quijote de La Mancha,

Segunda parte, Capítulo LVIII

Las sabias y humanistas palabras y reflexión que Cervantes pone en boca de Don Quijote en diálogo con Sancho mientras caminan por los caminos de una España de siempre, no es pura retórica, ni mera licencia poética, sino una realidad que el escritor que había padecido prisión en los Baños de Argel y que tendría que vérselas con oidores, veedores, alguaciles y burócratas por un oscuro asunto de dación de cuentas en su encomienda oficial, conecta con su magistral mezcla de pragmatismo e idealismo, su costumbrismo pegado la terreno y su ojo avezado de observador de los mediados negocios de los seres humanos.

La libertad es un precioso don porque sin ella el ser humano no es. Por ello la carencia impuesta de libertad remite siempre a la tiranía, a la imposición del otro, a la ejecución de un mandato de fuerza, a la negación de la dignidad y a la individualidad. Tan es así que se tornan borrosos y peligrosos los linderos y atajos que la circunvalan. Acordado el Contrato social, el vivir con otros y en comunidad, surgen las restricciones, los condicionantes de esa convivencia, siempre interpretables con rigidez ni analógica ni amplia porque de lo contrario se pierde la perspectiva de la esencialidad de ese derecho fundamentador del ser humano. Es ahí donde la regulación nace y nace controvertidamente. El imperio de la ley, el Estado de Derecho, nace y se justifica en cuanto de un modo liberal y lo menos autoritariamente posible regula los conflictos de convivencia entre derechos y deberes. Ello nos lleva casi a un concepto de aporía a la hora de explicar cómo regular los límites de la libertad, de cualquier libertad porque debe pensarse que si en primer término cuando pensamos en libertad y en su privación, pensamos en la prisión, en sus límites penales, no es menos cierto que las sociedades democráticamente avanzadas deben meditar en las restricciones no menos gravosas para la libertad en campos como el del pensamiento y opinión, la libertad de expresión, el derecho a una información veraz, el del habeas data, el de reunirse y asociarse y manifestarse. Y todo ello porque la libertad afecta al cuerpo y a la mente, es indivisible del ser humano y de su dignidad e individualidad como tal. O como proclama Fernando Savater:

“En democracia la diferencia es que pueden expresarse y elegir lo que prefieren: quizás no sean más felices que otros vasallos, pero al menos son tratados como real-mente humanos. No se les reconoce sus virtudes sino su dignidad. La democracia no es, ante todo, el asilo de la lucidez, la solidaridad, el buen gusto o la creación artística, sino que es sino que es, ‘la tierra de los libres’ como dice el himno de los Estados Unidos“.

Isaiah Berlín, el irreductible y gran pensador liberal, explica esas limitaciones a la libertad deducibles de un Estado de Derecho no invasivo pero real,

“El pájaro puede pensar que en el vacío va a volar más libremente; pero no, va a caer. Sin cierta autoridad no hay sociedad y eso limita la libertad”.

Un eterno debate nunca concluido pero que mide siempre la salud de la convivencia, la libertad de las comunidades, el encubrimiento de las tiranías. Por ello debe rechazarse como argumento ad maiorem el concepto de alarma social que durante años justificó argumentalmente, hasta que recibió la censura del Tribunal Constitucional, la pérdida de libertad a fuer de la prisión provisional en nuestro sistema de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, pero es inútil que ignoremos ese factor a la hora de construir una convivencia de derechos y deberes tabulados además en un Código Penal.

Es bueno recordar aquí la sabia reflexión de Felix Frankfurter en su voto disidente en la sentencia de la Corte Suprema USA que decidía el caso Rabinovitch vs. USA,

“La salvaguardia de la libertad han sido frecuentemente forjadas en controversias que afectan a gente no muy agradable”.

En todo caso, y los tiempos de pandemia que padecemos han permitido demasiadas osadas excursiones normativas y dialécticas en el campo del respeto constitucional a la legalidad y al imperio de la ley, conviene recordar que no hay lugares intermedios entre la libertad y sus restricciones como muy acertadamente advirtió el Tribunal Constitucional en la seminal sentencia 341/93, ratificada, entre otras, por la STC 98/86, lo que equivale a un juicio permanente de revisión tensionada entre los arts. 503 y ss. LECR y el faro constitucional del art. 17 CE.

Pero la realidad lleva siempre la ley a la vida y sus orteguianas circunstancias y los principios suelen embarrarse en la cotidianeidad de las decisiones de los tribunales de justicia. Como se pueden imaginar no comparto y en algunos casos disiento de los análisis y conclusiones que los autores de este libro escriben sobre casos muy concretos y de gran actualidad en los que el conflicto entre libertad y prisión provisional han dado lugar a controvertidas resoluciones judiciales, lo que no me impide resaltar la utilidad de cualquier debate público que implique el contraste democrático, y no vociferador ni fanático de supuestas convicciones, de ideas, el mercado de las ideas, del que en clave liberal hablaba Oliver Wendell Holmes y, por supuesto, en la crítica o alabanza de resoluciones judiciales siempre que ello no comporte una torcida deslegitimación, apoyada en cualquier falsa filosofía tendenciosa construida con el propósito de llevar el agua hacia el molino de la destrucción de una convivencia pacífica alrededor del imperio de la ley.

O como se atribuye a Voltaire, “no estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo“.

Eduardo Torres-Dulce Lifante

Abogado

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