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Introducción

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Día a día escuchamos, leemos, nos cuentan, o vivimos de manera directa conflictos o polémicas en los que se ponen en juego ideas y percepciones sobre los riesgos o peligros que representan para el ambiente, la salud o la seguridad de las personas el desarrollo de una gama amplia de actividades humanas. Algunas de estas polémicas llegan a inflamar los ánimos sociales, dividiendo comunidades o incluso familias y amigos con la presentación de argumentos en favor o en contra, muchas veces con la defensa de posiciones contrapuestas, a veces de manera extrema y radicalizada.

Los tiempos que vivimos, por ejemplo, con redes sociales como verdaderos foros encarnizados de debate, son testigos de debates que suelen juntar cuestiones complejas de análisis científico con creencias viscerales de los protagonistas y visiones del mundo que, a veces, son sencillamente irreconciliables. Pensemos en las polémicas actuales en torno al cambio climático y las conductas sociales requeridas para acotar sus efectos, o los debates sobre el consumo de carne y sus efectos tanto respecto del bienestar animal, como para la salud planetaria, ya sea a causa del avance de las fronteras agrícolas, ya sea por los aportes de gases con efecto invernadero.

Recordemos si no las noticias y la información sobre la fractura hidráulica (o fracking) y el encono que se plantea entre sus defensores y detractores. Como también las polémicas en torno a la extracción de los llamados «minerales de conflicto«, tan esenciales para la industria electrónica, como a la vez denostadas por ser el sostén de regímenes corruptos o mafiosos, causa de trabajo esclavo y violaciones seriales de los derechos humanos en estados muchas veces considerados como «fallidos«.

Todos los casos controvertidos señalados tienen en común el entrelazamiento de muchos argumentos basados en la ciencia y en datos de la realidad empírica con otros tantos sustentados en convicciones o sistemas internos de creencias que son muchas veces la consecuencia de concepciones ideológicas o incluso prejuicios de profundo arraigo. Cuando las emociones que subyacen en una creencia o convicción se alinean con los datos empíricos y la ciencia, los conflictos se suelen plantear en otro nivel, el de los intereses y la conveniencia, pero difícilmente se lleven al campo de la disputa judicial o la controversia socio-política que divide una comunidad con base en visiones de mundo tan lejanas como irreconciliables.

En otros casos, sin embargo, las percepciones de riesgo o peligro para el ambiente, las creencias y valores internos transitan por andariveles diferentes de los datos empíricos o los conocimientos científicos que sostienen o justifican ciertas actividades humanas o proyectos. En este tipo de conflictos, en especial cuando se llevan a los estrados judiciales, la tensión entre ciencia y creencias suele ser alta: la Justicia tampoco es ajena a las presiones sociales y la opinión pública, y pocas veces toma decisiones en un vacío absoluto y libre de factores externos que ejercen una influencia innegable.

El juez es también un habitante y ciudadano que reside en la ciudad o pueblo donde se presentan los conflictos, su familia y amigos interactúan con los protagonistas y afectados y, en última instancia, es un ser humano sometido a las presiones externas sociales que el mundo actual hiperconectado nos impone a todos en forma cotidiana.

Estos andariveles por los cuales se dirimen muchas polémicas vinculadas a la salud, el ambiente o el bienestar colectivo —uno, el de los valores y creencias, y otro, el de la ciencia y los datos que la avalan— nos llevan también a un análisis abarcador respecto del marco en el cual se toman decisiones políticas colectivas más amplias, en el que, además, se le añade una dimensión económica más amplia en virtud de las posibilidades que se presentan para el desarrollo social, el crecimiento de la macroeconomía, o incluso aspectos que hacen a estrategias comerciales o geopolíticas.

Ciertamente no es el papel de la Justicia evaluar los costos y beneficios de una determinada política ambiental, ni llevar a buen puerto una ponderación de ventajas y contras, o las evaluaciones de riesgo que deberían acompañar a cualquier formulación de políticas ambientales.

Sin embargo, en los tiempos en que vivimos, de activismo social por redes sociales, de fake news y polémicas desatadas entorno a temas ambientales álgidos, muchas veces le toca a la Justicia intervenir en estas cuestiones con un papel de revisor y garante de la legalidad que requiere incursionar en el campo de la ciencia, la economía y las percepciones sociales, aunque más no sea para garantizar cierto umbral de razonabilidad, parámetro que constituye un piso de legalidad constitucional.

Este papel de la Justicia requiere un cambio de enfoque sustancial de lo que ha sido la mirada clásica del juez, distante y formal, hacia un protagonismo más concreto, pragmático y dispuesto a interactuar con fluidez con diferentes ramas de la ciencia, a fin de que sus pronunciamientos estén legitimados en el sentido común de la vida y en la realidad fáctica, más allá de los tribunales de justicia. Muchas veces, sin embargo, le toca a la Justicia revisar, validar o dejar sin efecto decisiones que las instancias políticas propias no han podido o no han sabido procesar adecuadamente, atendiendo a un equilibrio acertado entre los dos andariveles de las percepciones colectivas y la ciencia.

En este capítulo, seguiremos, a partir de algunos casos emblemáticos de conflictos ambientales, algunos en ambientes urbanos, otros en ambientes rurales, esta relación entre las ciencias, el conocimiento técnico y sus intérpretes, los peritos y expertos, y los pronunciamientos judiciales que han procurado aportar soluciones concretas y razonadas a problemas percibidos muchas veces como inabordables para la Justicia, en lo que se presenta como un verdadero ejercicio de síntesis superador.

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