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3. TRAYECTORIA Y LEGADO

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Desde el primer momento en que Julián Besteiro se incorporó al PSOE y entabló amistad con Pablo Iglesias, pasa a desempeñar importantes funciones de responsabilidad, primero en la UGT y posteriormente en el PSOE. Pablo Iglesias entendía que el futuro del socialismo español requería la implicación de diversos sectores sociales, especialmente los intelectuales. Lo que Pablo Iglesias veía en Julián Besteiro era a un intelectual honesto, congruente políticamente, que podía representar la imagen de un socialista capaz de ser aceptado y hacerse aceptar entre amplios conjuntos de la sociedad. Por eso Julián Besteiro es el líder socialista que obtiene más respaldo en las urnas en las elecciones a las que concurre, incluso en las de 1936, cuando ya se encuentra en minoría en el PSOE.

Resulta curioso que el fiscal que acusó a Julián Besteiro en el juicio sumarísimo, al que se le sometió después de ser detenido en Madrid por las fuerzas rebeldes, puso especial énfasis en acusar a Besteiro de intentar presentar —y son palabras de la acusación— «una imagen elegante, respetable e intelectual del socialismo, que podía ser aceptable por las clases medias».

El alegato sentido —y a veces dolorido— que hace en este libro quien fue su mejor y más directo colaborador político —Andrés Saborit— es un testimonio útil para objetivar, y para poder entender mejor, muchos de los acontecimientos políticos que se vivieron en el PSOE durante los años de la Segunda República y de la Guerra Civil.

Una de las paradojas de este periodo fue, precisamente, que el sucesor natural —y señalado— de Pablo Iglesias fuera preterido y desplazado. Y, como resalta Saborit, «mal comprendido» e incluso vilipendiado. Y, en ocasiones, denigrado y calumniado desde sus propias filas. Lo cual es posiblemente lo peor —y lo más doloroso— que le puede ocurrir a un líder político.

De ahí el esfuerzo realizado por Andrés Saborit en este libro para intentar recuperar su figura y su valor como hombre honesto y cabal, siempre fiel a su partido y a su compromiso, como militante solidario, cercano y modesto, un político honesto y congruente, que no busca —ni acepta— el aplauso fácil, ni practica la demagogia. Un demócrata convencido y, en definitiva, el gran hombre de Estado que España habría necesitado en momentos tan graves y difíciles. Un líder que defendía posiciones meditadas, siempre matizadas, e inequívocamente leales y disciplinadas.

Por eso Andrés Saborit le sitúa entre las tres grandes figuras de la regeneración y la modernización que tanto necesitaba la España de la época, junto a Francisco Giner de los Ríos, fundador e impulsor de la Institución Libre de Enseñanza, y a Pablo Iglesias, fundador del PSOE. Esa tercera gran figura —«santos laicos», como decían algunos— era un hombre, como resalta Saborit en estas páginas, al que «le importaba la libertad, la democracia, la República; más todo ello —añade— impregnado de fuerte contenido social».

Esas tres grandes figuras —recuerda Saborit— sufrieron persecución y encarcelamiento, pero Besteiro fue el único que llegó a morir en la cárcel en condiciones penosas.

Los meses finales de vida de Julián Besteiro constituyen todo un ejemplo de la grandeza humana y ética de su figura y del destino trágico de su trayectoria política.

Besteiro no solo fue una persona entregada a la causa del socialismo, sino que fue sobre todo un líder para los momentos difíciles. Por ello, cuando los Ejércitos de la República se encontraban derrotados, cuando sus Instituciones básicas estaban dispersas y en crisis y cuando el Gobierno republicano y algunos altos dirigentes habían empezado a abandonar Madrid, la voz ya anciana de Julián Besteiro se escuchó por la radio proclamando una esperanza, una posibilidad de evitar mayores derramamientos de sangre, intentando poner fin a una guerra civil que Besteiro siempre quiso evitar, de la misma manera que siempre se opuso a cualquier violencia o tensionamiento peligroso.

Aun en el último momento Besteiro creyó que era posible la racionalidad, que era posible poner fin a aquella guerra civil con una paz honrosa y razonable. Y se equivocó. Los vencedores no querían la paz. «Nos continúan haciendo la guerra porque deseamos la paz», se decía en el último número de El Socialista editado en el Madrid republicano.

Cuando todo estaba perdido, Besteiro se negó a abandonar Madrid. «Me quedo con los míos» —dijo— «Correré la misma suerte que este pueblo sin igual, tan grande en el sacrificio»… «la gran mayoría, las masas numerosas no podrán salir, y yo, que he vivido siempre con los obreros, con ellos seguiré y con ellos me quedo. Lo que sea de ellos, será de mí.»5

Detenido en la sede del Consejo de Defensa de Madrid, el hombre que siempre se opuso a cualquier forma de violencia o de guerra, fue sometido a un juicio militar sumarísimo y condenado a cadena perpetua.

Los últimos meses de su vida fueron un triste exponente de la crueldad y el sin sentido humano. Encerrado en la cárcel de Porlier y luego en la de la calle del Cisne de Madrid, fue trasladado a la prisión de Dueñas (Palencia) y más tarde a la de Carmona (Sevilla). Su traslado desde Dueñas hasta Carmona, junto a una veintena de curas vascos, haciendo parte del trayecto en camiones abiertos, como ganado, constituyó un despropósito incalificable.

En la prisión de Carmona, el que fue durante años máxima figura del socialismo español y Presidente de las Cortes Republicanas, se vio obligado a dormir en el suelo, sobre una piel de cordero, y a comer poco y mal (en algunas de sus cartas relata que permanecía el día tumbado, apenas sin moverse, para no consumir energías).

Gravemente enfermo, no se le proporcionó la atención médica necesaria, muriendo en total abandono. Incluso después de muerto se negó el permiso para trasladarlo a Madrid. Y hasta el año 1960, en el que se autorizó su entierro en el cementerio civil de Madrid, junto a Pablo Iglesias y sus viejos maestros de la Institución Libre de Enseñanza, sus restos quedaron depositados en un patio desolado y lleno de escombros que hacía las veces de cementerio civil en Carmona. Allí llegaron sus restos acompañados de diez o doce personas, atravesando a media noche las calles de una ciudad desierta y paralizada aun por el ambiente de terror de la postguerra.

El propio Serrano Suñer bastantes años más tarde diría en sus Memorias : «Hemos de reconocer que dejarle morir en prisión fue por nuestra parte un acto torpe y desconsiderado.»6

En defensa de Julián Besteiro, socialista

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