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3. El texto del Nuevo Testamento y su edición

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Ninguno de los veintisiete escritos de este conjunto fue compuesto en arameo, ni siquiera los evangelios más primitivos. El análisis crítico ha demostrado que no hay ninguna obra del Nuevo Testamento que fuera redactada en esa lengua, o en hebreo. Todo él fue escrito en griego, incluso el Evangelio de Mateo, aunque la tradición del siglo II afirme que este escribió primero su obra en arameo y que cada uno la tradujo como pudo. Ello nos indica que nuestro corpus no es precisamente un producto directo del bloque judeocristiano primitivo, de lengua aramea —al que pertenecían los apóstoles Pedro y Juan, más Jacobo el hermano de Jesús, grupo que predicaba el acontecimiento de Jesús solamente a los de la circuncisión, a los judíos de Israel ante todo—, sino que se formó en el ámbito de las comunidades helenísticas de lengua griega, unas nacidas antes de la obra de Pablo (Hch 8 y 11,20) pero que sufrieron su influencia después, y otras de cuño netamente paulino surgidas durante su vida o la de sus inmediatos seguidores.

La lengua de los autores del Nuevo Testamento es la llamada «koiné», o idioma común griego, empleado sobre todo en el Mediterráneo oriental en la época que va desde el siglo IV a.e.c. hasta bien entrado el siglo Ve.c., por múltiples pueblos integrados dentro del Imperio romano, de orígenes étnicos diversos. En Roma misma, la lengua griega helenística era de uso común en capas elevadas de su población en el siglo I, por lo que toda persona que se considerara culta debía conocerla suficientemente. El uso de este idioma y no el arameo occidental, por ejemplo, la lengua materna de Jesús sin duda, tiene su importancia para el Nuevo Testamento, porque con el lenguaje va unida una cierta visión del mundo y su interpretación.

No conservamos la versión que salió de la pluma de ninguno de los autores de las veintisiete obras del Nuevo Testamento, sino que el texto griego que traducimos está basado en copias de copias, con las alteraciones que ello supone. Los originales se han perdido, al parecer, irremisiblemente. Pero de esas copias de copias conservamos en su conjunto más de cinco mil, sobre todo en pergamino, y entre ellas hay 129 papiros, algunos muy antiguos.

Estos manuscritos —que muchos denominan «testigos» del Nuevo Testamento— se dividen en unciales, minúsculos y leccionarios. Los unciales están escritos en letras capitales o mayúsculas; suelen presentar un texto seguido, sin separación de palabras, y los signos de puntuación o división de párrafos son muy escasos y arbitrarios. Se designan con una letra mayúscula, romana normalmente, y cuando estas no bastan ya, con números arábigos antecedidos del cero (A B C, etc./01 02 03, etc.). En algunos casos se han utilizado también letras del hebreo o del griego para designarlos. Los unciales suman un total de unos trescientos manuscritos, de los que solo unos pocos provienen de inicios del siglo IV. Los minúsculos están escritos en letra cursiva o minúscula. Casi todos proceden del siglo IX en adelante. Se designan con números arábigos sin el cero delante, y se suelen agrupar en familias (sigla f) para mayor facilidad de manejo. Suman unos 2800. Los leccionarios son textos que contienen una selección de pasajes de la Biblia hebrea y del Nuevo Testamento utilizados para las lecturas en las funciones litúrgicas. Los hay escritos en mayúsculas y en minúsculas, pero no existen para el libro de la Revelación/Apocalipsis. Los leccionarios son unos dos mil.

Muy importantes para reconstruir el texto del Nuevo Testamento son los papiros, casi todos procedentes de Egipto, y van desde los inicios del siglo III hasta el VII. Son casi 130. Hay dos colecciones importantes de ellos. La primera, denominada Chester Beatty por el nombre de su comprador hacia 1930, se halla en el museo Beatty de Dublín. La segunda, denominada Papiros Bodmer, también por el nombre de su comprador, Martin Bodmer, de Coligny, al lado de Ginebra, donde se conservan.

Uno de los bloques más antiguos del Nuevo Testamento son los restos de P45, de la colección Beatty, que tenía unas doscientas veinte páginas y contenía los cuatro evangelios y Hechos de Apóstoles, pero del que solo quedan unas seis páginas de Marcos, siete de Lucas y quince de Hechos. Se cree que procede del primer cuarto del siglo III.

Otro papiro Beatty famoso el es P46, que contenía el corpus paulino, incluido Hebreos y 2 Tesalonicenses. Es quizá más antiguo que el anterior, de en torno al año 200. Desgraciadamente se han perdido grandes porciones de Romanos y 1 Tesalonicenses, y 2 Tesalonicenses se ha perdido en su totalidad. El P47, también de las colección Beatty, es importante porque contiene restos de la Revelación de Juan. Se cree que es posterior cronológicamente a los dos anteriores, quizá del final del siglo III.

El texto más antiguo del Nuevo Testamento es el P52, conservado en la John Rylands Library de Mánchester. Es muy pequeño, como un sello de correos de gran tamaño, con el texto de Jn 18,31-33.37.38, mutilado ciertamente, pero reconocible sin duda y muy parecido al que hoy se reconstruye como original. Se fecha en torno al año 150, lo que significaría una distancia de solo cincuenta años respecto al texto del autor. Por ello es importantísimo a pesar de su pequeñez. Es un indicio de que el texto de los evangelios se fue transmitiendo con exactitud.

Otros de los importantes papiros son el P66 y el P75, ambos de la colección Bodmer, y que ofrecen textos de los evangelios. El primero, del cuarto Evangelio, con un texto que se correponde bastante con los tipos alejandrino y occidental, con algunas lecturas variantes que son únicas y por tanto interesantes. El segundo ofrece solo el texto de Lucas y de Juan, que es muy parecido al del códice Vaticano (=B/03), texto que ha sido denominado «neutro» por algunos estudiosos, desde la edición de Wescott-Hort. Además es muy antiguo, pues suele fecharse entre 175-225.

El total de variantes de este ingente número de testigos textuales suma más de 500000. La mayoría, sin embargo, no son importantes, pues son prácticamente solo variaciones ortográficas, gramaticales, de orden de palabras o de estilo (unas 300000). El resto sí lo son, aunque solo una minoría, que quizás no llegue a las doscientas, puede afectar de algún modo al dogma cristiano. Si se piensa que de variados autores de la Antigüedad grecolatina subsisten solo uno o varios manuscritos, muchos sin llegar a la decena, trabajar con la enorme cantidad de textos antiguos que hay del Nuevo Testamento es tarea ardua, casi imposible. Por ello la crítica textual del Nuevo Testamento —es decir, la disciplina científica que se dedica a estudiar los manuscritos y a establecer en lo posible las lecturas originales de cada autor u obra de este conjunto— ha intentado agrupar esos textos por «familias», a saber, por conjuntos de manuscritos emparentados entre sí, que dependen unos de otros y que tienen un «árbol genealógico» común: proceden de un texto base que se puede reconstruir en líneas generales. Entonces la crítica centra sus ojos en ese manuscrito base y no en sus descendientes. Además de las «familias», la investigación bíblica ha descubierto que hay unos tres o cuatro tipos de textos neotestamentarios —representados por un número suficiente de manuscritos— cuyas lecturas se repiten o son muy parecidas entre sí, y que suelen corresponder a zonas geográficas diferentes.

Como complemento al texto de los manuscritos directos, la crítica textual neotestamentaria tiene a su disposición antiguas traducciones a lenguas de las distintas iglesias de la primera época del cristianismo: versiones al latín (Italia, norte de África, Hispania, Galia), siríaco, copto (Egipto), gótico (tierras germánicas), etíope, etc. Su valor como testigo del texto antiguo varía en razón del manuscrito base del que fueron traducidas y de la antigüedad de la versión misma. Entre las más valiosas destacan la Vetus syra, o traducción siríaca antigua con sus diversas ramificaciones, la Vetus latina o versión latina antigua, la Vulgata (edición de Jerónimo) y la traducción copta o egipcia, con dos variantes principales: el dialecto del sur, o bohaírico, y el del norte, o sahídico.

A este conjunto hay que añadir el inmenso número de citas del Nuevo Testamento que pueden recogerse de las obras de los denominados «Padres de la Iglesia» desde los siglos II al IV/V. Se trata de citas antiguas, muchas veces anteriores a las de los mejores manuscritos, y que proceden de muy diversos lugares de la cristiandad primitiva. Pero a menudo estas citas no valen demasiado para la reconstrucción del texto original neotestamentario porque se nota que fueron hechas de memoria, lo que aumentaría innecesariamente el número de variantes en caso de tenerlas en cuenta.

El formato de estos «testigos» del Nuevo Testamento es muy uniforme. Aunque las copias más antiguas debían de tener el formato de rollo, lo cierto es que no se ha conservado ninguno. Todos los manuscritos descubiertos del Nuevo Testamento, incluso los más antiguos, tienen ya el formato de códice o libro. La inmensa mayoría de los testigos son incompletos. Solo tres unciales o «mayúsculos» (códice Sinaítico: 01/א; códice Alejandrino: A/02; Codex Ephraemi rescriptus: C/03) y 56 «minúsculos» contienen el texto completo del Nuevo Testamento. Dos unciales y unos ciento cincuenta minúsculos no tienen la Revelación. Los evangelios se encuentran en unos 2400 manuscritos; los Hechos de Apóstoles y las llamadas epístolas católicas en unos 660; los que conservan las cartas de Pablo se acercan a los 800, y los de la Revelación solo a los 300. Respecto a su fecha de copia puede decirse que el 65% proceden de los siglos XI al XIV, mientras que menos del 3% procede de los cinco primeros siglos.

En los que se refiere a las ediciones modernas del Nuevo Testamento, la primera edición del texto griego de este corpus, hecha a base del estudio comparado de manuscritos antiguos, fue realizada en Alcalá de Henares (Complutum, en latín) entre 1512 y 1513. En esta obra, el texto del Nuevo Testamento forma parte de la columna griega de una Biblia Políglota (en hebreo, arameo, griego y latín), la Complutense, que contiene también la edición de los Setenta (LXX). El Nuevo Testamento fue terminado el 10 de enero de 1514 como tomo V de la obra completa, pero fue el primero de la edición total, que se terminó de imprimir en 1517.

Ahora bien, esta edición complutense, de tipos griegos muy bellos y claros, y de un texto aceptable a los ojos de hoy, necesitaba el permiso papal para circular, permiso que no llegó hasta marzo de 1520. El editor Johan Froben, de Basilea, que se había enterado entretanto de lo que ocurría con el Nuevo Testamento complutense, y que percibió el interés del producto, decidió pedir al humanista y erudito Erasmo de Róterdam que hiciera a toda prisa una edición de ese texto griego para adelantarse a la hispana en el mercado. Y así fue. Erasmo trabajó a notable velocidad sobre unos cuantos manuscritos griegos que había en aquella ciudad, y el 1 de marzo de 1516 vio la luz pública otra edición del Nuevo Testamento, también con una versión latina. El trabajo se había hecho tan deprisa que el texto contenía múltiples errores; más aún, como de la Revelación solo había en Basilea un único manuscrito al que le faltaba la hoja final, Erasmo tradujo al griego literalmente una pequeña parte de la Vulgata latina.

La edición erasmiana era en sí bastante peor que la Complutense, pero fue poco a poco purgada de errores, y tuvo tal fortuna que un siglo más tarde se había convertido ya en el texto admitido (textus receptus) por todos, e intocable, como si procediera directamente del Espíritu santo. Durante más de trescientos años —y a pesar de que el estudio de los manuscritos griegos del Nuevo Testamento iba progresando enormemente y se hacían múltiples reproducciones del texto erasmiano a las que solo se añadían a pie de página numerosas variantes de muchos manuscritos— no hubo otra edición hasta que Karl Lachmann, en 1831, publicó en Berlín una radicalmente nueva, basada en manuscritos mucho mejores que los utilizados por Erasmo y por la Complutense, y con una selección de lecturas variantes muy técnica y científica. Esta novísima edición en todos los sentidos inició la carrera hacia la publicación de un Nuevo Testamento griego, diferente al erasmiano, que se acomodara a los rigurosos criterios filológicos con los que se editaban críticamente los textos antiguos de los autores grecolatinos.

La siguiente edición, que marcó los estudios de la crítica textual del Nuevo Testamento, fue la editio octava critica maior de L. F. C. von Tischendorf (Leipzig, 1869-1872). Esta tenía un inmenso aparato de lecturas variantes, y por este motivo es una edición que se sigue utilizando hasta hoy día. El hallazgo principal de esta edición fue la utilización de un nuevo manuscrito importantísimo, el Sinaítico (א/01), que el mismo Tischendorf había descubierto en un monasterio griego ortodoxo, el de Santa Catalina del monte Sinaí.

En 1881 B. F. Westcott y F. J. A. Hort publicaron en Cambridge una edición nuevamente revolucionaria del Nuevo Testamento en dos volúmenes (el primero con el texto griego, y el segundo con una introducción y un apéndice en el que se explicaba el método racional de edición de variantes), basada sobre todo en el manuscrito B (03) de la Biblioteca Vaticana y en el códice Sinaítico. Lo más importante de esta edición, aparte del texto en sí, fue la división del mismo en cuatro tipos textuales —sirio, occidental, alejandrino y neutro— que ayudaba enormemente a comprender cómo a partir de un presunto original autógrafo, el neutro, se había ido copiando o desvirtuando el texto en distintas regiones geográficas de un modo diverso. Una vez establecida la historia del desarrollo del texto, podía ayudar a restituir el que se consideraba original.

Hasta hoy día la crítica textual ha caminado por los senderos abiertos por Tischendorf y sobre todo por Westcott-Hort con pocas variaciones esenciales. Otras ediciones refinadas, basadas en la colación de muchos más manuscritos, siguieron a toda velocidad. La más importante fue, sin duda, la de Hermann von Soden (Berlín, 1902-1910), que aportó una nueva concepción de los tipos textuales del Nuevo Testamento mucho más complicada, pero que no encontró el eco suficiente entre los estudiosos, y la realizada por Bernhard Weiss, en 1902-1905, que se fundamentaba en un método distinto: para la selección de variantes utilizaba ante todo el contexto de cada parágrafo, es decir, la denominada «evidencia interna» del texto mismo.

A partir de los trabajos de Tischendorf, Westcott-Hort, Von Soden y Weiss, y contrastando sus resultados, el erudito alemán Eberhard Nestle comenzó a publicar una «edición de bolsillo» del Nuevo Testamento griego (Stuttgart, 1898) basada en un método simple y práctico: dejó de lado la complicada y un tanto idiosincrásica edición de Von Soden, y comparó entre sí las de Tischendorf, Westcott-Hort y Weiss. Cuando había dudas, y dos de estas ediciones estaban de acuerdo, aceptaba la lectura en cuestión. La edición que su hijo, Erwin Nestle, publicó en 1927, basada ya no en la mera comparación de la opinión de estudiosos anteriores, sino también en el estudio del texto en sí con la aportación de nuevos manuscritos, sobre todo papiros, fue la que barrió definitivamente de la escena el textus receptus de Erasmo hasta la fecha. El texto griego de Nestle se ha convertido, en sucesivas ediciones, en el Nuevo Testamento griego, utilizado por todo el mundo científico sin distinción de ideologías. En 1960 el erudito alemán Kurt Aland reelaboró esta edición y la transformó en la que hoy se denomina Nuevo Testamento griego de Nestle-Aland, o N-A simplemente, con sucesivas ediciones.

Nuestra traducción. La versión de los libros del Nuevo Testamento de la presente obra se basa —como se ha dicho— en la edición de Nestle-Aland. Como hemos indicado, se trata de un texto griego resultante de la tarea de estudiosos durante cinco siglos sobre los manuscritos y ediciones. Este texto se designa como «Nestle-Aland, Novum Testamentum graece», edición 28.ª, ha sido publicado por la Deutsche Bibelgesellschaft de Stuttgart en 2012, y está elaborado por un equipo muy numeroso bajo la dirección de Holger Strutwolf. La traducción del texto griego en esta edición varía según los autores de cada obra. Pero puede decirse en general que la labor de Josep Montserrat es menos literalista que las de G. Fontana y A. Piñero. En todo caso se ha tendido a respetar al máximo la idiosincrasia de la lengua castellana, sin forzarla en absoluto.

El trabajo sobre los testigos textuales ha consistido, y consiste en general, en su cuidada lectura y transcripción, en la reunión de todas sus variantes, en el estudio y comparación de ellas —editadas ahora en formato digital y con la ayuda de potentes ordenadores— y en la selección de las que se creen más antiguas y cercanas a los autógrafos, es decir, las que parecen más próximas a los presuntos originales. Las reglas de selección de las lecturas variantes son muy estrictas, y hoy día se aplican casi siempre no por un investigador individual, sino por equipos altamente especializados.

Los criterios de selección de variantes se dividen en extrínsecos e intrínsecos. Los primeros consideran la fecha de los testigos textuales, su distribución geográfica y su posible relación genealógica. Los intrínsecos suelen dividirse en dos ámbitos principales: a) «considerandos sobre las posibilidades de errores en la copia», es decir, estudio de los hábitos de los escribas, tales como errores visuales típicos cuando algunas líneas comienzan o concluyen con la misma palabra; tendencia a sustituir vocablos raros por otros de uso más corriente; reemplazo de expresiones difíciles por otras más fáciles; armonizaciones entre las variantes de los cuatro autores de los evangelios, etc.; y b) «considerandos sobre probabilidades intrínsecas de las variantes», es decir, dilucidación del posible texto original teniendo en cuenta el pensamiento global del autor, por tanto. lo que verosímilmente pudo haber escrito conforme a su estilo, vocabulario, contexto, etcétera.

Los criterios intrínsecos tienen el riesgo de cierta subjetividad en los estudiosos, pero los extrínsecos son de aplicación casi mecánica o estadística. En conjunto se puede afirmar que nos hallamos ante el texto «original» cuando: a) una lección está apoyada por varios testigos de valor; b) la lectura es la más antigua de acuerdo con tal o cual manuscrito; c) una lección está sustentada por manuscritos mejores, aunque sean menores en número. En otros casos, d) suelen preferirse pasajes que difieren de otros paralelos, en concreto, en los evangelios; e) se estima que lecturas más difíciles suelen ser las mejores; f) o que las lecturas más breves son en general las originales; g) suele ser preferible la lectura que pueda considerarse como el origen de otras variantes; h) la lectura que se acomode mejor al contexto suele ser la preferida.

Existe un instituto en la universidad alemana de Münster, denominado Institut für Neutestamentliche Textforschung dedicado exclusivamente al examen de todos los testigos del Nuevo Testamento y a la elaboración de un texto resultante que se acerque lo más posible, con todas las garantías, a lo que pudo salir de la pluma de los diversos autores. La base del trabajo son las ediciones previas de N-A, enriquecidas con datos de nuevos manuscritos y nuevas valoraciones.

Lo normal en esta edición es respetar las decisiones textuales de N-A28, salvo en casos contados que se justificarán en nota. Respecto al texto griego en sí del Nuevo Testamento deben hacerse tres observaciones importantes. En primer lugar, el texto impreso de N-A28 se retrotrae al estado textual que cada una de las obras del Nuevo Testamento podría tener en torno al año 200 e.c., como mucho. Así que entre la fecha de la Primera carta a los tesalonicenses, escrita con casi total seguridad en Corinto por Pablo en el 51 e.c., y el texto que utilizamos median ciento cincuenta años. Y este lapso de tiempo no puede acortarse porque no hay manuscritos de esa carta —que tomamos como la obra más antigua del Nuevo Testamento— copiados antes del 200, fecha en la que creemos que se había constituido ya el núcleo del canon neotestamentario, al menos en la cristiandad del Mediterráneo oriental. Sin duda la canonización en torno a esa fecha contribuyó a que el texto del Nuevo Testamento se fuera fijando rápidamente como casi intocable, pero en verdad no sabemos, ni podemos aventurar —para el lapso de tiempo transcurrido entre la composición de la primera obra de nuestro corpus, la mencionada 1 Tes, y el año 200— qué transformaciones pudo sufrir el tenor textual de las diversas obras. Respecto a los evangelios, sabemos con seguridad que su texto no fue intocable en principio, pues los sucesivos autores (Mateo y Lucas; Juan quizás indirectamente) utilizaron la obra de Marcos manipulándola a su antojo, o conforme a sus necesidades teológico-literarias.

En segundo lugar, el texto reconstruido por N-A28 no se halla tal cual en ninguno de los manuscritos que han llegado a nuestras manos. Con razón ha sido calificado como un mero «conjunto armónico» resultante de la combinación de las variantes de los mejores manuscritos. Es en realidad una resultante ideal realizada a partir de lecturas de diversos manuscritos, que se estima que podría parecerse en alto grado al texto que salió de las manos de nuestros desconocidos autores neotestamentarios. Pero, al fin y al cabo, es una mera reconstrucción.

Y finamente, los manuscritos que poseemos son el resultado del azar histórico, pues sin duda hubo otros, a priori quizás también excelentes, que resultaron destruidos en guerras, incendios u otros percances más o menos accidentales. Ignoramos cómo habría sido la reconstrucción del texto neotestamentario con su aportación.

A pesar de estas advertencias, podemos estar relativamente seguros de que la crítica textual neotestamentaria ha reconstruido un texto bastante parecido al de los originales. Y ello por la razón de que poseemos textos de autores cristianos primitivos cuyas obras citan partes del Nuevo Testamento con un tenor muy parecido al que ofrece la crítica. Autores de este tipo son: Marción (140-160), Justino Mártir (hacia 150-160), Taciano el Sirio (160-170), Ireneo de Lyon (hacia el 180) y Clemente de Alejandría y Tertuliano, en las obras que compusieron antes del 200. Por tanto, en algunas ocasiones. y con ciertas dudas, podemos retrotraer nuestro conocimiento del texto unas décadas, en la dirección que indican los mejores entre los manuscritos utilizados, cuando coinciden con tales citas anteriores al 200.

La obra más antigua que podría ya aludir a la existencia de un incipiente corpus de escritos sagrados cristianos (en concreto los evangelios) es la denominada Primera carta de Clemente (1 Clem), quizás de los años 96-98, de la que algunos comentaristas sostienen que hay claras alusiones a Mateo —por lo menos en 7,4 y 30,3—, y que debió de conocer quizás también Juan y, sin duda igualmente, 1 Corintios y Romanos. Pero como no son citas estrictas, solo valen para garantizar más o menos un texto más antiguo según el sentido, no según la letra exacta. Otro tanto puede decirse de la Didaché o Doctrina de los doce Apóstoles —obra anónima del grupo judeocristiano, no del paulino— compuesta quizás en torno al 110-130, que parece aludir sin citar estrictamente a Mateo. Otro ejemplo podría ser la obra de Ignacio de Antioquía, martirizado según la tradición en época de Trajano (antes del 119), aunque sus cartas fueron manipuladas y glosadas posteriormente. El texto definitivo de sus cartas auténticas —que debió de circular antes del 150— cita, por ejemplo, 1 Corintios con un texto parecido al que puede reconstruirse con seguridad para el año 200.

Por lo tanto, puede presumirse al menos que los escritos de gran importancia para los seguidores de Jesús, que contenían sus palabras, o de Pablo, fueron copiados y transmitidos con cuidado y que la tradición debió de ser fiel en lo sustancial. Pero más allá de esta afirmación general no podemos pasar.

La división en capítulos y versículos del Nuevo Testamento sigue en líneas generales una tradición bastante antigua que comenzó, al parecer, hacia 1226 con la división en grandes secciones del Nuevo Testamento latino (la Vulgata) realizada por el profesor de la Sorbona, y luego arzobispo de Canterbury, Stephen Langton, publicada en París en ese año. La subdivisión en versículos fue popularizada por Robert Estienne, el hijo del famoso humanista e impresor Stephanus, en su edición del Nuevo Testamento griego de 1551, también en París. La edición de Teodoro de Beza de 1565 popularizó el hecho de que la numeración de los versículos, que anteriormente se ponía en el margen, pasara al interior del texto.

Esta segmentación de un texto griego, que no podía ni imaginarse su autor, es en sí un acto de interpretación, y como tal subjetivo, a veces arbitrario y sujeto a crítica. La edición de N-A28 añade a esta división otra más sutil que es la segmentación en párrafos, caracterizados por punto y aparte. Y dentro de ellos una subdivisión ulterior por medio de un espacio doble o triple entre versículos, que suele seguir la segmentación en unidades de sentido establecidas por una suerte de consenso por la filología alemana desde el siglo XIX. Tales segmentaciones son producto de la crítica, y por tanto discutibles.

A pesar de los riesgos, seguimos en nuestra traducción la división ya tradicional, y universalmente admitida, en capítulos y versículos; pero no siempre las subdivisiones en párrafos de N-A28 y menos las ulteriores subdivisiones. Cada traductor de esta edición es responsable de la segmentación del texto, así como de los epígrafes, o de su ausencia. Se ha procurado que los epígrafes —cuando se aconseja su presencia, como en los evangelios, puesto que ayudan a localizar las perícopas— sean meramente descriptivos para que no incluyan ningún juicio hermenéutico previo. En muchas ocasiones se guían por los ladillos de la Vulgata que suelen cumplir este principio.

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