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4. Las comunidades helenísticas

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Las comunidades helenísticas de judeocristianos de allende las fronteras de Israel, que albergaban esta mentalidad relativamente novedosa, se fundaron gracias a la dispersión del grupo de helenistas, expulsados a la fuerza de Jerusalén por las autoridades religiosas de la ciudad según Hch 8,1-2. Su lengua era exclusivamente el griego, y toda la tradición sobre Jesús recogida al principio en arameo fue de inmediato vertida a la lengua helénica, la común de la época en todo el Mediterráneo, sobre todo el oriental. No cabe duda de que el cambio de idioma supuso una mutación de mentalidad y de conceptos, que derivaron en alteraciones en la tradición misma sobre Jesús transmitida solamente en arameo hasta el momento.

Unido a estas circunstancias aparece un cambio singular en las tendencias del movimiento que el autor de Hch 11,19-21 atribuye a los helenistas sin dar directamente razón alguna de él: «Los que se habían dispersado cuando la tribulación originada a la muerte de Esteban, llegaron en su recorrido hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, sin predicar la Palabra a nadie más que a los judíos. Pero había entre ellos algunos chipriotas y cirenenses que, venidos a Antioquía, hablaban también a los griegos y les anunciaban la buena nueva del señor Jesús. La mano del Señor estaba con ellos, y un crecido número (de paganos) recibió la fe y se convirtió al Señor». Y los Hechos dicen también que uno del grupo de los helenistas de Jerusalén, Felipe, había ya predicado el evangelio a un «temeroso de Dios», un etíope, y lo había convertido y bautizado (Hch 8). Este Felipe aparece en 21,8 como «evangelista» en la región pagana de Cesarea de Filipo.

Los Hechos son muy confusos, o más bien contradictorios, al hablar de este cambio importante, porque en el capítulo 10 —donde se narra una visión de Pedro y la conversión del centurión Cornelio a la fe en Jesús— se intenta mostrar que fue Pedro el iniciador de la misión a los gentiles. Señalan por tanto que la iniciativa había partido de un miembro destacado del grupo de los «hebreos» de Jerusalén, no de los «helenistas». Sin embargo, parece más probable que los primeros pasos fueran dados por estos helenistas por dos razones: primero porque por el resto del Nuevo Testamento, en especial Gal 2, sospechamos que Pedro no albergaba una mentalidad que generara este cambio, y segundo porque los «helenistas» procedían de la diáspora y tenían una predisposición espontánea, ausente entre los jerosolimitanos, hacia el contacto con los gentiles. Sabemos que ya antes de hacerse seguidores de Jesús estaban muy acostumbrados a recibir a paganos como huéspedes en los oficios sinagogales de los sábados. Además, antes de los inicios del grupo judeocristiano, el judaísmo helenístico había sido un movimiento misionero, aunque la mayoría de las veces sin pretenderlo directamente.

En efecto, en las ciudades del mundo helenístico, donde existía una comunidad judía floreciente, solía haber junto a ella una serie de paganos que se sentían atraídos por el monoteísmo judío, por sus normas morales, por la fidelidad que mostraban a sus tradiciones y leyes ancestrales, y por el sistema de ayuda social mutua dentro de la comunidad por la que sus miembros se protegían unos a otros. El número de admiradores del judaísmo debía de ser relevante, ya que por los mismos Hechos (10,22; 13,26) sabemos que los judíos tenían una designación específica para ellos: los llamaban los «temerosos de Dios» (lat. metuentes). En general, estos admiradores del judaísmo no acababan de hacerse judíos, pues no se animaban a dar el paso de aceptar la circuncisión y de someterse a las minuciosas leyes alimentarias y de la pureza ritual que exigía esa religión. Al parecer, tales temerosos de Dios fueron el mejor vivero de conversos a la nueva secta judeocristiana que quizás, ya antes de Pablo, no exigiera la circuncisión (¿?) ni tampoco la observancia de las estrictas leyes dietéticas y de pureza ritual judías, salvo un cierto respeto por las normas de convivencia, por ejemplo, en el ámbito de los alimentos (Hch 15,28-29: «abstenerse de las carnes inmoladas a los ídolos, de la sangre, de lo ahogado y de la fornicación»). De cualquier modo, esta fusión de judeocristianos y conversos procedentes del paganismo hizo que dentro del grupo de seguidores de Jesús hubiera mayores posibilidades de desarrollo de ideas teológicas integradoras entre judíos y gentiles. Esto iba a suponer un fermento nuevo para la teología, como se verá en los textos de sesgo judeocristiano del Nuevo Testamento (Mt, Jds, Jac, Rev).

Hay que hacer hincapié en que no sabemos con seguridad el motivo o fundamento teológico por el cual un grupito judío de recias esperanzas escatológicas se lanzó a predicar el mensaje de salvación también a los gentiles. Jesús, como mesías, muerto y resucitado por Dios, era sin duda el objeto principal de su predicación; pero ¿por qué un mesías judío podía ser fuente de salvación para gentes que nada tenían que ver étnicamente con el pueblo elegido? Unos estudiosos opinan que fue este un cambio casi espontáneo en algunos judeocristianos helenistas —de espíritu ciertamente escatológico pero de mentalidad diferente a la de otros coetáneos, como se ha señalado— al considerar cómo los profetas, en especial Is 42, anunciaban que en tiempo mesiánico Israel sería la luz que atraería a los gentiles hacia Yahvé, y cómo Za 14,16-21 y Am 9,11-12 mostraban que, antes de «el día de Yahvé», es decir, la visita de Dios a la tierra para el juicio final, habría también una llamada a la participación de los gentiles en el culto divino, y su consecuente salvación si se acercaban a la fe de Israel.

Otra posible solución a este problema podría hallarse en una cierta continuidad con una parte del pensamiento de Jesús, quien sostenía la idea de la restauración del Israel truncado desde el primer exilio a Babilonia (caída de Samaria ante Salmanasar en 721; exilio y desaparición de diez de las doce tribus). Como el conjunto de las tribus formaba parte del imaginario mítico-religioso israelita, se pensaba que al final de los tiempos Dios traería a Israel al resto de esas diez tribus perdidas y restauraría al completo el pueblo elegido. Los doce discípulos selectos de Jesús representarían simbólicamente a ese Israel restaurado. Israel sería luego el centro de la tierra; y las demás naciones, las que quedaran después de la aniquilación general de las rebeldes por parte de la divinidad, servirían a Israel y de algún modo serían adoradoras a distancia de Yahvé. La promesa profética, sobre todo del tercer Isaías (caps. 56-66), incluía la idea de que, dentro de ese final, un cierto número de gentiles se incorporaría a la fe judía momentos antes de la plenitud de la restauración: algunos gentiles participarían directamente de la gloria futura del Israel mesiánico.

Los principales textos proféticos que anuncian esa conversión de los paganos en los últimos tiempos son: Is 58,1-8; 60,3-7.10-14; 66,18-24 y Mi 4. La idea, pues, que pudo quizás motivar a los helenistas a predicar la «Palabra» sobre Jesús también a los gentiles sería esta: «El mesías ha llegado; todo el pueblo de Dios, los judíos principalmente, pero también algunos gentiles convertidos, está siendo reunido. El fin está cerca». Y si a los nuevos conversos no se les exigía cumplir totalmente la ley de Moisés, sino solo lo fundamental, el Decálogo y algunos pocos preceptos más —denominados «noáquicos» (derivados de Noé) siglos después—, como parecen indicar Hch 15,29, se explicaría mejor el éxito de este cambio. Al parecer, Pablo fue el heredero de esta idea. Él habría de dar forma, peso y consistencia teológica al principio de la no necesidad de la observancia completa de la ley de Moisés como vía única de salvación para los gentiles creyentes en Jesús, pero los fundamentos estaban colocados antes que él y, al parecer, no precisamente por Pedro.

Al principio, los judeocristianos que habitaban fuera del territorio de Israel frecuentaban las sinagogas en común con el resto de los judíos de la diáspora. No sabemos con exactitud cuándo se iniciaron las reuniones separadas del resto de sus connacionales al día siguiente del sábado, que bautizaron como «día del Señor» (lat. dies dominica, que dará el español «domingo»). Pero en los primeros momentos no eran más que un complemento al culto sinagogal sabatino. Gracias a estas reuniones particulares, el proceso de desarrollo y asentamiento de las doctrinas propias del grupo judeocristiano helenístico, que se plasmará posteriormente en los libros del Nuevo Testamento, puede imaginarse también como ligado a la evolución de la liturgia o la organización de las asambleas comunitarias. Los libros neotestamentarios indican claramente que al principio la fe se concretaba en una nítida esperanza escatológica y que esta se vivía en asambleas propias, que abundaban en aclamaciones y deseos de la venida del Señor, y donde se celebraban comidas en común («la fracción del pan»). No es de extrañar que en ellas se proclamaran también fórmulas de confesión de fe en Jesús y explicaciones relativas al bautismo que se impartía a los convertidos en su nombre.

Luego, en poco tiempo, se debieron de establecer acciones litúrgicas más complicadas donde se narraban y comentaban «palabras del Señor», se añadían exhortaciones de los maestros y profetas (los que presidían la comunidad) que aclaraban el sentido de las acciones litúrgicas, o se trataban desde el punto de vista de una teología nueva en las homilías cuestiones candentes del momento. Simultáneamente debían de existir grupos —quizá con el paso del tiempo organizados en «escuelas»— de catequistas y escribas cristianos, como institución paralela a la del judaísmo normativo o mayoritario, que dedicaban su tiempo al estudio de las Escrituras desde el punto de vista de su cumplimiento en la figura y el mensaje de Jesús. Estos grupos de doctos debieron de tomar como tarea la transmisión y difusión de los dichos del maestro y su aclaración.

Se puede pensar con verosimilitud que la reflexión teológica se debió en los primeros momentos (y también en Pablo) a la necesidad de explicar el «escándalo de la cruz» y de aclarar con mayor precisión qué había significado la vida y figura de Jesús como mesías redentor. Más tarde influyó sin duda el incumplimiento de las expectativas escatológicas ligadas a la «parusía», es decir, a la venida de aquel como juez desde su trono en el cielo para instaurar definitivamente el reino de Dios. Debido a este retraso, las palabras de Jesús debieron de ser reinterpretadas y actualizadas, lo que conllevó, como es de suponer, la generación de un buen número de nuevas ideas teológicas, al menos parciales. Luego debieron de influir otros problemas del momento como la relación entre los judíos y los paganos convertidos, y el enfrentamiento a otros fenómenos importantes de la religiosidad del entorno, como la discusión o diálogo con los adeptos de las religiones de misterios, cuestiones acerca del culto al emperador como manifestación de la divinidad en la tierra, a lo que se contraponía el señorío absoluto de Jesús como Mesías, temas espirituales de unión con Dios, etcétera.

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