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5. Aparición de Pablo de Tarso

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Hasta este momento —que debió de durar pocos años tras la muerte de Jesús— hemos visto que ni siquiera el grupo primitivo judeocristiano era uniforme. Y en este panorama un tanto confuso aparece la figura clave de Pablo de Tarso. Desde luego, debió de recibir mucha doctrina del judeocristianismo helenista, pero aportó también mucho, ya que fue el primer gran teólogo que puso bases importantes para el desarrollo de un movimiento que, un par de siglos después de su muerte, sería claramente una religión distinta al judaísmo, el cristianismo.

Es probable que la elección de Pablo por parte de Dios, su mal denominada «conversión», ocurriera antes de que se cumplieran tres años de la muerte de Jesús en abril del 30 o del 33 e.c., probablemente. La aceptación por parte del Apóstol de que sus adversarios —a los que él mismo confiesa haber perseguido (Gal 1,13; 1 Cor 15,9)— tenían razón, a saber, que Jesús de Nazaret era el Mesías y que por tanto se había inaugurado ya el tiempo final de la historia, jamás es denominada «conversión» por él mismo, sino «llamada» personal de Dios (Gal 1,15). Pablo no se convierte a religión nueva alguna, porque no existía otra cosa que el judaísmo «de siempre»; solo que él creyó, con más intensidad aún que sus antiguos perseguidos, que en los tiempos mesiánicos ese judaísmo debía ser vivido de otro modo, según el espíritu del Mesías. Su «llamada» fue experimentada por él como una revelación de Dios en la que este le manifestó la naturaleza de su «hijo» como agente mesiánico, y que lo había elegido a él, Pablo, para que predicara la buena nueva de Jesús a los paganos, a saber, que había llegado al mundo el Salvador no solo de los judíos, sino también de ellos.

Sabemos por Pablo mismo que después de su llamada se retiró durante tres años a la denominada Arabia Felix (Gal 1,17). Pero en realidad no conocemos qué pasó allí. ¿Se entregó a una tarea misionera? ¿Tenía contactos con misiones precedentes de los seguidores de Jesús, helenistas paganocristianos, que habían predicado también al Mesías en Arabia y que habían provocado problemas como sugiere el intento de asesinato por parte del etnarca de Aretas (2 Cor 11,32) ¿Es quizás esta estancia una suerte de metáfora literaria para indicar que se retiró a estudiar las Escrituras? Pero si fue conducido a este viaje por un temprano impulso misionero, hubo de ser sin duda el conjunto de motivos arriba mencionado el fundamento de tal impulso, sobre todo la teología de la restauración de Israel que él admitía con agrado.

A la noción de la restauración de Israel añadió Pablo algo importante que sus antecesores no habían puesto de relieve convenientemente: aunque había llegado el tiempo final, aún no se había cumplido plenamente la compleja promesa de Dios a Abrahán, el padre de Israel. Esta promesa constaba de tres partes: «Tu descendencia será numerosa como las estrellas del cielo» (Gn 15,5); «Te daré a ti y a tu posteridad la tierra en que andas como peregrino, todo el país de Canaán, en posesión perpetua» (Gn 17,5), y «He aquí mi alianza contigo: serás padre de una muchedumbre de pueblos» (Gn 17,4). Las dos primeras partes de la Promesa se habían cumplido ya, pero no la tercera. Era, pues, necesario que al menos al final de los días tuviera lugar el que los gentiles se convirtieran al Dios de Israel, y que se hicieran hijos de Abrahán —adoptivos naturalmente, según él, porque los naturales eran los judíos, el pueblo elegido— y formaran esos «numerosos pueblos» de los que hablaba la Promesa. Pero a la vez tenían que seguir siendo gentiles, naturalmente, tras su conversión, porque de ese modo el patriarca sería el padre de muchas otras gentes diferentes de Israel. Pablo pasó de una escatología incondicional, a una condicional: la culminación de los tiempos habría de aguardar la conversión de los pueblos. Solo entonces llegaría la parusía.

Esta fue una de las grandes aportaciones teológicas de Pablo: el tiempo mesiánico era el tiempo de la salvación también para los paganos. Por un lado, los judíos que creyeran en Jesús como el Mesías debían bautizarse en su nombre para pasar a ser su propiedad. Ahora bien, debían seguir siendo judíos, pues el ser miembro natural de la alianza de Dios con Abrahán era irrevocable. Por otro, los gentiles que creyeran en ese mismo Jesús se salvarían de igual manera, pero obrando en consecuencia: debían apartarse de los falsos dioses, volverse al Dios verdadero y bautizarse igualmente en el nombre de Jesús. Pero debían seguir siendo gentiles, porque si se les obligaba a circuncidarse, se convertirían en judíos y jamás sería Abrahán padre de «numerosos pueblos». La nueva familia de Dios del final de los tiempos estaría compuesta necesariamente de judíos creyentes en el Mesías, y de paganos creyentes en el mismo Mesías, unidos en esa misma fe, pero no mezclados como pueblos. Que esto era así lo dice Pablo con claridad en 1 Cor 7,19-21. El obstáculo que impedía que se desencadenara todo el proceso escatológico es que la predicación entre los gentiles no se había llevado a término.

El hincapié en esta idea suponía para Pablo que Dios le había revelado que, dada la escasez de tiempo para el final («El tiempo se ha acortado»: 1 Cor 7,29), su designio era que hubiera un camino de salvación más fácil para los gentiles. Él insistía una y otra vez en que debía ser así porque, según los profetas, la incorporación de paganos a Israel era necesaria para que llegara el tiempo de la consumación. Este presupuesto lo condujo a descubrir otra realidad importante relacionada con la salvación de los paganos, y cuyo conocimiento interpretó también como inspiración divina: que la Ley estaba en realidad compuesta de dos partes desiguales, y que su cumplimiento debía cambiar un tanto en época mesiánica por la acción del Mesías. La primera parte de la Ley era universal y eterna, justo la que regula la relación de todos los hombres con la divinidad y las relaciones de unos seres humanos con otros. Su código es el Decálogo, salvo las normas de él que afecten a la relación del pueblo elegido con la divinidad, como el cumplimiento del sábado. Esta ley es universal y eterna porque ha de cumplirse siempre y por todos, judíos y gentiles, incluso después de la venida del Mesías. Pero, siempre según Pablo, había otra parte de la Ley que era específica para los judíos como pueblo escogido, y temporal, puesto que cuando llegara el Mesías, su cumplimiento sería solo obligatorio para los hijos naturales de la Alianza, los judíos, pero no para los paganos convertidos a Jesús. Sería temporal también en cuanto que con la llegada del Mesías los judíos debían verla desde una perspectiva mesiánica, a saber, como la «ley del Mesías», «ley del amor» o «ley de la fe», que estaba por encima en ciertos casos del cumplimiento de algunos preceptos de la Ley comprendida al modo antiguo. Esa ley se halla en las secciones de la normativa mosaica que afectan a la circuncisión, a los alimentos y a los preceptos de la pureza ritual.

Con semejantes ideas fue Pablo perseguido por sus correligionarios, muchos de los cuales no podían aceptar que se concibiera la Ley de esa manera, relativizando una parte, y que, además, en la nueva familia de Dios hubiera paganos, que no eran hijos de Abrahán, aunque con una promesa idéntica de redención por parte divina y de igual nivel que la del pueblo elegido. Para muchos judíos, el que los gentiles lograran una salvación de primera clase como ellos era una idea abominable. Igualmente detestable era la pérdida clara de sus prerrogativas. Pero era así, según Pablo: los conversos desde el paganismo quedaban injertados como ramas nuevas de oleastro en el olivo verdadero, que era Israel, aunque no tuvieran que cumplir la ley completa de Moisés.

Pablo, desde luego, sostenía que la ley mosaica completa seguía vigente para los miembros naturales de la Alianza, los judíos. Pero con la nueva ideología se rompían en apariencia todas las barreras que habían separado a los judíos de los gentiles. Los primeros perdían en apariencia su identidad absolutamente separada y privilegiada como grupo. Aunque su proclama de tal interpretación de la ley mosaica concitara un amplio rechazo entre sus connacionales, no parece que Pablo fuera nunca atacado ni perseguido por idea alguna novedosa acerca de la naturaleza semidivina del Mesías, es decir, por poner en peligro el monoteísmo judío. Fue la ruptura de los muros de separación entre judíos y gentiles, con su nueva comprensión de que —según le había sido presuntamente revelado por la divinidad— la Ley había de verse de otro modo radicalmente distinto en tiempos del Mesías, lo que le acarreó amarguísimos sinsabores y quizás la muerte. Para Pablo, la ley de Moisés cambia de algún modo en época mesiánica y no le importó que tal concepto enardeciera en extremo a sus enemigos.

El resto de la potente teología paulina —el sentido de la muerte del Mesías; la verdadera entidad y naturaleza de ese mesías como un ser humano pero a la vez hijo adoptado de Dios y sentado en los cielos como un ente divino al lado de este, aunque subordinado al Padre; la «justificación por la fe»; la unión con el Mesías en el bautismo y en la eucaristía; su discutida noción del cuerpo místico; su teología política; su nueva idea sobre la escatología y reino de Dios, su religiosidad, etc.— no es más que una consecuencia de este principio fundamental de la incorporación de los gentiles al Israel de los últimos días por medio del Mesías y del cambio que supone la nueva concepción de la ley mosaica que lo facilitaba e impulsaba. Todas estas ideas de Pablo tendrán su reflejo, con mayor o menor claridad, en los libros del Nuevo Testamento posteriores a él, incluidos los evangelios.

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