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7. Los escritos cristianos posteriores al año 70

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Sabemos por testimonios de textos de finales del siglo I, como la Primera epístola de Clemente, u otros quizás del siglo II, como las cartas comunitarias pseudopaulinas (1/2 Timoteo y Tito), o 2 Pedro, que los paulinos se organizaron rápidamente en varios puntos capitales para la supervivencia. El primero fue el control del mando social y de los medios económicos, que se logró a través de la creación del concepto de «jerarquía» dentro del grupo (obispos, presbíteros, diáconos, simples fieles). La nomenclatura de las jerarquías dependía de su origen: las que se basaban directamente en un origen sinagogal adoptaban el término «presbítero», «anciano»; en cambio, las que tomaban como modelo las asociaciones gremiales grecorromanas, adoptaron su nomenclatura usual de epískopoi y diákonoi, inspectores y ministros o servidores.

La idea de jerarquía se unió a la potente noción de la «sucesión apostólica»: el obispo está siempre legitimado por ser sucesor de los apóstoles, de modo que —según se pretendía— hubo siempre una cadena de dirección de la comunidad que se remontaba a Jesús. Por lo que sabemos, la idea aparece claramente explicitada por vez primera en 1 Clem 42: Dios → Jesucristo → Apóstoles → obispos nombrados por ellos → otros obispos nombrados por sus predecesores conforme a la norma. Las cartas comunitarias no tendrán ya necesidad alguna de ofrecer la historia precisa de la constitución de los cargos eclesiásticos dentro del grupo, sino que los presentan como algo normal para su funcionamiento.

El segundo ámbito organizativo fue el dominio ideológico de los fieles en un doble aspecto: a) Designación de la autoridad competente en la interpretación de las Escrituras sagradas en busca de la unidad y la idea de que ninguna interpretación privada de la Escritura es legítima; esta queda reservada a la autoridad comunitaria (2 Pe 3,16); b) Control de las tradiciones comunes que se consolidó gracias al concepto de la «tradición recta» o «depósito» de la doctrina (1 Tim 6,3.20): el que no piense conforme a lo establecido debe corregirse o abandonar la comunidad. Un tercer ámbito fue sin duda —a tenor de lo que se deduce de Hch 5— el control más refinado de la economía del grupo, es decir, de las aportaciones económicas de los miembros (de las que tenemos testimonio expreso por Tertuliano, Apologético 39) para el funcionamiento del grupo y la asistencia social de sus miembros más débiles.

Es importante, pues, insistir en que tras la muerte de Pablo y la desaparición del templo de Jerusalén, no solo tiende a desaparecer el judeocristianismo, sino que se extingue casi definitivamente el judaísmo como institución política de relieve en el Imperio. Todo lo que viene después del año 70 es nuevo en los ámbitos judío y judeocristiano. Por tanto, el resto de los escritos del Nuevo Testamento aparte del Pablo auténtico —evangelios incluidos— deben adscribirse a la época posterior a la primera guerra contra Roma, dentro del arco cronológico mencionado que se extiende por convención historiográfica hasta el fin de la segunda guerra judía del año 135, golpe de gracia a lo poco que quedaba de nación judía en Palestina (o bien la tercera si se consigna como «segunda» el levantamiento judío de 114-117 en la Cirenaica, Chipre y aledaños en tiempos de Trajano). Así pues, estos libros neotestamentarios proceden de un resto del judeocristianismo y del paganocristianismo de segunda y tercera generaciones. El cambio radical de las circunstancias históricas permite aventurar a priori una mutación sustancial en las perspectivas sociológicas e incluso teológicas de los nuevos escritos.

Los documentos cristianos que se escriben en esta época no gozan de autoría auténtica, o por lo menos indiscutida. Se inscriben generalmente en el género literario de la pseudoepigrafía, en contraste con escritos también cristianos del mismo período que no fueron recibidos en el canon de libros sagrados cristianos y que exhiben autoría reconocida, como Primera carta de Clemente, las cartas de Ignacio de Antioquía y la posterior Carta de Policarpo. Se trata de documentos de distinta índole (narraciones evangélicas, cartas, tratados, revelaciones...), de contenido heterogéneo y con frecuencia polémico. Esta última impostación llevó a unos autores a presentar anónimamente sus obras, como los evangelios de Marcos, Mateo y Lucas, o a la mayoría de ellos a recurrir al procedimiento de refugiarse en la autoridad de los primeros seguidores de Jesús: Pablo mismo, Pedro, Juan, Mateo, Jacobo, Judas... Se trata, pues, salvo el caso de la Revelación —que aparece firmada por un «Juan, presbítero», aunque, de hecho, desconocido— de escritos pseudoepigráficos o, en algún caso, más exactamente, de falsificaciones literarias.

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