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Las «persecuciones»
ОглавлениеCuando los cristianos eran detenidos y procesados, sobre todo a partir del siglo II e.c., la pena que se les imponía sistemáticamente era la muerte, e incluso la mors aggravata (cruz, pira o fieras), que castigaba el delito de sedición contra el Estado. Esta grave decisión implica que los magistrados y los cronistas romanos no ignoraban la existencia del cristianismo, sus creencias y el hecho fundamental de que se reconocían seguidores de Jesús, llamado el Mesías, que se había declarado rey de los judíos. Ahora bien, los cristianos de esta época nunca fueron acusados por nadie directamente de actos de sedición. Su adscripción a esta categoría penal se debió únicamente a su reconocimiento de ser seguidores del Mesías, el sedicioso de Judea: eran condenados en virtud del nomen («nombre») de cristianos. Los magistrados y los historiadores tenían por tanto noticia, si no exacta, sí suficiente de Jesús, al que conocían como el Mesías, noticia que solo podría provenir de documentos fehacientes que habían llegado hasta Roma, por ejemplo, las actas regulares que Poncio Pilato debía enviar al emperador sobre las incidencias de su gobierno: Jesús había sido un judío crucificado por el gobernador Poncio Pilato bajo el principado de Tiberio.
Aplicada a los dos primeros siglos, que es la época de constitución del Nuevo Testamento que aquí nos interesa, la denominación de «persecución» es inexacta: hubo procesos contra los cristianos, pero no se decretó contra ellos ninguna persecución, como sí se hizo más adelante a partir del emperador Decio (año 251). Entre mediados del siglo I y mediados del II hubo ciertamente procesos y condenas contra cristianos, en Roma, en Siria y en Asia Menor (aludidos en Mc 4,13; Lc 21,16; 1 Tes 2,15; 1 Pe 3,14; 4,12-5,11), pero no puede hablarse de una persecución sistemática contra los cristianos, sino de casos aislados. Ahora bien, los hechos fueron públicos y notorios, dieron lugar a jurisprudencia y a registro archivístico, e involucró a personajes conocidos. La consecuencia es obvia: los observadores paganos de la época no podían ignorar el hecho del cristianismo ni la figura de Jesús, llamado el Mesías.
La situación reflejada en los escritos cristianos de la época, tanto canónicos como no canónicos, es la presencia sobre los fieles de una permanente amenaza, que no suscita, sin embargo, excesivo temor inmediato. Las comunidades cristianas parecen desenvolverse pacíficamente, y lo más probable es que se beneficiaran del resguardo de los privilegios judíos. Da toda la impresión de que el Imperio pensó —equivocadamente, por cierto— que con el descabezamiento de algunos dirigentes de los grupos cristianos se atajaba cualquier posible daño. En 2 Tes, por ejemplo, el autor trata de consolar a los cristianos perseguidos. No hay noticias concretas de una persecución estrictamente tal, por lo que quizás haya de entenderse —aparte de algunos casos puntuales— como una alusión al ambiente de alienación de la ciudadanía y de su culto, el apartamiento de amigos y familiares que podía significar la aceptación del nombre cristiano. Pero había consuelo: el Nuevo Testamento explicita que la justicia de Dios existe y hará pagar a los que hacen sufrir a la comunidad, mientras que a esta le concederá el premio del paraíso. Naturalmente el premio será otorgado al fin del mundo: habrá un juicio y los que no creyeron en el evangelio serán condenados a una pena eterna. Ser «cristiano» merecía la pena.