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Tendencia hacia el legalismo

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Desde la primera comunidad escatológica de Jerusalén a la iglesia de 2 Pe (hacia el 130/135) se percibe una cierta tendencia del grupo mayoritario cristiano, el paulino, hacia un mayor legalismo, que se plasma, en primer lugar, en el paso del concepto de la salvación como algo ya incoado en el presente y muy dependiente de la fe (en Pablo, y sobre todo en Juan, con su «escatología realizada»), hacia otro concepto de salvación concebida como un acto que se llevará a cabo en el futuro tras el juicio particular a cada uno, por parte de Dios y después de la muerte, dependiente ante todo de las obras realizadas en la tierra.

La vida presente siguió siendo concebida como un interludio, un espacio intermedio hasta la llegada de la muerte (1 Pe 1,1), pero se fue pasando de una teología de la pura gracia y de la fe, proclamadas por Pablo —que desembocaba en el precepto casi único del amor a Jesús y al prójimo, y de una casi ausencia de menciones a la ley de Moisés, que se comprimía en la fe en el Revelador y en el precepto del amor en Juan y Cartas joánicas— a un nuevo legalismo: el ser humano adquiere la salvación gracias al cumplimiento, ayudado por la gracia divina ciertamente, de unos preceptos concretos determinados por la Iglesia. Hay una nueva ley, la antigua desde luego, aunque reinterpretada por Jesús, a la que se añaden las leyes particulares de la Iglesia. La tendencia al legalismo se percibe claramente en la aceptación en el canon neotestamentario de la Epístola de Jacobo, en la que se sostiene, contra Pablo, que el cristiano no se justifica solo por la fe, sino que debe sujetarse al cumplimiento de normas: la ley mosaica transformada en «ley de la libertad» por Jesús (2,12). Para la exégesis protestante esta epístola supone dentro del cristianismo naciente la victoria del espíritu moralista y legalista de la sinagoga helenística.

La evolución de la tendencia legalista condujo a la confirmación de algo que había hecho ya Pablo con la vista puesta en sus conversos desde la gentilidad, a saber, aceptar plenamente unos códigos morales que gozaban ya de prestigio y que habían consolidado su éxito en lo mejor del mundo circundante: normas de comportamiento provenientes de la filosofía helenística y romana, especialmente del estoicismo, los «cuadros de deberes» (domésticos, cívicos; comportamientos dentro de la comunidad: Col 3,18s, etc., y 1 Tim 2,8-15; 3,2s; Tit 1,5). Es sabido que la vía de penetración de tales códigos en las obras del Nuevo Testamento no fue probablemente directa, sino a través de la sinagoga helenística, que previamente había asumido en su ideario de perfección moral estas exigencias éticas relativamente universales. Ese hecho constituía una solución ideal para la claridad de las normas morales del día a día.

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