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La doctrina cristiana como algo unitario e inmutable

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El grupo cristiano en su conjunto no cayó en la cuenta al parecer de que el proceso de institucionalización, a saber, el cambio de comunidad escatológica a iglesia como institución, requirió bastantes modificaciones doctrinales. Para el autor de la Carta de Judas (v. 3) —compuesta antes de 2 Pedro, quizás hacia la misma época que las cartas comunitarias, que se enfrenta a unos adversarios muy parecidos a los de Pablo en 1 Corintios, aunque no los nombre—, no ha habido ninguna evolución en la doctrina, sino que esta «ha sido transmitida a los ‘santos’ (los cristianos fieles) de una vez para siempre», por primera vez probablemente por ese mismo apóstol Pablo. Algo muy parecido, respecto a la nula evolución de las doctrinas cristianas, opina el autor de Hechos, como se deduce del tono general de su obra.

Sin embargo, la abundancia de doctrinas dispares y hasta contradictorias dentro del seno del cristianismo del siglo I debió de ser en realidad bastante grande. Este hecho, observable en el análisis del pensamiento de los diversos autores neotestamentarios de esta época, tiene una explicación relativamente fácil si se piensa una vez más que la teología cristiana es reinterpretación escrituraria y teológica de la vida y figura de Jesús, o dicho de otra manera, es el fruto del conjunto de las mejoras e idealizaciones imparables que los creyentes fueron construyendo sobre el Resucitado. Allí donde se reunía un grupo con la suficiente masa crítica de miembros con más o menos la misma interpretación del Maestro, nacía un tipo de cristianismo. No existía ninguna instancia reguladora que velase por la pureza de la doctrina. Muchas ideas teológicas —de la ética interina y apocalíptica de Jesús, o el milenarismo— fueron en un principio tan aceptadas como otras, aunque más tarde serían tenidas por heréticas y acabarían siendo abandonadas (por ejemplo, en el ámbito de la cristología, el subordinacionismo de un Jesús divino al Padre). La mariología, por ejemplo, no habría de nacer sino con las narraciones tardías de la infancia de Jesús (Mt 1-2; Lc 1-2), y su primer desarrollo no se produce hasta bien entrado el siglo II. Así, la virginidad de María antes y después del parto se defiende con claridad por vez primera en el Protoevangelio de Jacobo, hacia el 150, y en la piedad popular de los apócrifos Hechos de los Apóstoles de los siglos II y III brilla totalmente por su ausencia la piedad mariana.

Al mismo tiempo, y aunque parezca contradictorio, había cierta unidad doctrinal entre los grupos más importantes de cristianos, que son las comunidades de las que hemos conservado textos y que acabaron por fusionarse adoptando finalmente una lectura niveladora y concordista de las obras que circulaban entre ellos. Tales grupos eran fundamentalmente paulinos, devenidos mayoritarios no solo por sus atractivas doctrinas para los numerosos «temerosos de Dios», que formaban el caladero principal de donde procedía la mayoría de los conversos desde el paganismo, sino también por los avatares de la historia arriba indicados que diezmaron a los judeocristianos. Esta unidad en líneas generales hará posible más tarde la formulación de una «regla de fe» bastante firme y la constitución de un canon único de Escrituras, a pesar de algunos titubeos. Es muy probable que la unidad se lograra por la irradiación de ideas, por los continuos contactos de personas y doctrinas gracias a los intercambios debidos a las relaciones comerciales entre los grupos más importantes de los seguidores de Jesús, fundamentalmente paulinos: Éfeso, Roma, la Alejandría del siglo II, Antioquía, Corinto, etc. Los componentes de grupos más pequeños de ciudades menos importantes debieron de mirar y tomar como guía lo que se pensaba y enseñaba en las comunidades más numerosas. Y poco a poco, a finales del siglo I, se produce el fenómeno de que llega a creerse sin más que la doctrina cristiana fue una y siempre la misma. La fe deja de ser algo dinámico y se convierte en una serie de verdades bien concatenadas que se transmiten tal cual por la tradición (cartas comunitarias; Jds y 2 Pe). Es un «depósito» (1 Tim 6,20) que se debe cuidar y al que se debe ser fiel. Como consecuencia, se defiende sin necesidad de prueba especial alguna que ese depósito o «fe» nunca cambió y que siempre fue el mismo desde el principio.

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