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III. EL NUEVO TESTAMENTO COMO LIBRO SAGRADO

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La historia general de las religiones configura el tipo específico de «religión del libro», al cual pertenecen principalmente el hinduismo, el judaísmo, el cristianismo y el islam. El «libro» es, en estas religiones, el elemento especificador. Puede afirmarse que la evolución que lleva a un grupo religioso a convertirse en verdadera religión solo se produce cuando tal grupo posee un libro sacro, unos textos sagrados en los que apoyarse sólidamente. En el cristianismo este proceso se efectúa durante todo el siglo II y se acentúa en los últimos treinta años para consolidarse en el siglo siguiente, el III. En el Nuevo Testamento mismo se perciben los inicios de este proceso, tanto por la alegorización de material sinóptico en el cuarto Evangelio como en 2 Pe 3,16, donde se advierte que las cartas de Pablo son ya Escritura. El único libro sagrado de los cristianos hasta mediados del siglo II era la Biblia judía. Y no como reminiscencia de un pasado declinante, sino como fuente viva de inspiración religiosa. Por lo tanto, desde el punto de vista de la historia general de las religiones, el cristianismo de esta época debe ser considerado como una rama o secta del judaísmo. Los cristianos se sirvieron casi siempre de la versión griega de los Setenta (Septuaginta, LXX), la única completa existente en este período. No consta que alguno de los autores de los escritos cristianos recogidos en el Nuevo Testamento usara la Biblia hebrea de modo sistemático. Pero, en resumidas cuentas, el joven «cristianismo» nunca estuvo sin una Escritura sagrada.

Jesús y sus seguidores habían heredado un canon judío de las Escrituras que constaba de la Ley, los Profetas y ciertos «Escritos», es decir, historias, libros sapienciales y salmos. Este canon, sin embargo, aún no estaba totalmente cerrado, pues su formación era relativamente reciente y las autoridades religiosas judías no se habían pronunciado sobre qué libros lo componían exactamente. Casi todo el mundo en el Israel de Jesús reconocía como canónicos la «Ley y los Profetas», más los Salmos, aunque algún grupo, como el de los saduceos, no aceptaba estos dos últimos bloques. El conjunto de obras llamado los «Escritos» era considerado por muchos también como sagrado aunque no tan ampliamente aceptado. Además iba unido a otras obras, como el Libro de Henoc, Jubileos, Testamento de Moisés, etc., que solo más tarde fueron declarados apócrifos. Por tanto, el sentido de «libros canónicos» era aún fluido y no absolutamente determinado durante la vida de Jesús y del primer cristianismo.

Al final del siglo I de nuestra era —después del fracaso de la primera guerra judía (70 e.c.)— comienza, sin embargo, un proceso claro de canonización expresa de las Escrituras por parte de las autoridades religiosas judías. Esto lo sabemos por Flavio Josefo, quien, en su obra Contra Apión I (compuesta hacia el 93 e.c.), argumenta ya a partir de un grupo bien constituido, o «canon», de Escrituras. Según el Talmud —aunque sus datos sean muy cuestionados por autores judíos de nuestro siglo—, este desarrollo comenzó con unas reuniones de rabinos de esta época congregados en la ciudad de Yabne/Yamnia, hacia el 85/90 e.c., donde se vio claro que si el judaísmo quería sobrevivir, debía tener un corpus claro de Escrituras sagradas.

Todo apunta a que —si hubo tales reuniones— ellas supusieron solo el comienzo de un proceso que se fue completando durante los siglos II y III, en el que ya quedó prácticamente cerrado el canon de la Biblia hebrea. Este englobaba veintidós obras que abarcaban la Ley, los Profetas y los Escritos. La postura de los antiguos saduceos quedó totalmente derrotada y se eliminaron de la lista de libros sagrados otros escritos que, en el siglo I, sí lo habían sido.

Los primeros seguidores de Jesús, judeocristianos, se comportaron respecto a la Biblia judía de un modo que refleja este estatus de corpus aún no totalmente cerrado. Ello se trasluce en su manera de utilizarla, pues citan como texto sagrado las tres partes y algunos apócrifos. No entendían la Ley (Pentateuco) como más sagrada que los Profetas, y así, citaban textos luego no reconocidos y admitían la teología de los targumim, es decir, las traducciones parafrásticas arameas de la Biblia hebrea (1 Cor 2,9; 10,4; Lc 11,49; Jn 7,38; Jac 4,5; Jds 14). En el Nuevo Testamento, la lista de alusiones más o menos implícitas de obras que más tarde serían apócrifas recoge unos cien casos. Pero los cristianos no se interesaron por la Biblia judía como objeto de estudio en sí, es decir, no se preocuparon de investigar cuál era el sentido histórico de los diversos libros, o secciones de ellos, sino que consideraron fundamentalmente las Escrituras como un testimonio sobre Jesús, el Mesías. Veían su Biblia como una confirmación de la verdad de este, siguiendo el esquema de «promesa» (Escrituras)-«cumplimiento» (vida y hechos de Jesús). Como el texto citado por los autores del Nuevo Testamento no era el hebreo, sino el griego de los Setenta, es posible que no lo consideraran rígidamente sagrado, sino como caracterizado por una cierta fluidez, pues su tenor literal no era sacrosanto. Se buscaba el sentido del texto sagrado, pero su letra podía acomodarse a las circunstancias, por ejemplo, de una discusión teológica.

El cristianismo primitivo no se hizo problemas expresamente sobre la extensión del canon veterotestamentario, es decir, el número exacto de libros que lo componían. Solamente cuando el Nuevo Testamento estaba ya prácticamente formado —después del 200—, encontramos algunas consideraciones similares respecto al que entonces pasó a denominarse el «Antiguo Testamento» (en Tertuliano, Nuevo y Antiguo «Instrumento»). Los cristianos no aceptaron sin más la decisión de las autoridades judías sobre su Biblia, sino que siguieron otra tradición (probablemente la del judaísmo de lengua griega y aramea, sobre todo alejandrino y babilónico) y consideraron canónicos a algunos libros de los Setenta rechazados como espurios por el judaísmo oficial. Así, Tob, Jdt, 1 y 2 Mac, Eclo, Sb, situación que dura hasta hoy entre los católicos. Ahora bien, esta falta de delimitación e inseguridad tanto en el contorno como en el tenor literal de la Biblia judía no disminuyó un ápice la sacralidad y veneración generales respecto a ese texto por parte de los cristianos.

Considerando desde hoy día la tardanza en la constitución del Nuevo Testamento puede uno preguntarse: ¿por qué los cristianos, cuando se pensaron distantes, o en ocasiones totalmente alejados de la sinagoga judía, no establecieron rápidamente su propio canon —por ejemplo, tomando los libros que verdaderamente les interesaran de la Biblia hebrea, añadiéndoles una serie de textos cristianos como complemento—, sino que tardaron unos ciento cincuenta años después de la muerte de Jesús en comenzar a delimitar con cierta precisión cuáles de entre sus escritos eran santos, es decir, de la misma categoría que la Biblia judía, y cuáles no? No hay respuesta exacta a esta pregunta, porque la iglesia primitiva, de cualquier signo o facción, no ha dejado documento alguno que nos ilustre sobre esta cuestión básica: cómo y por qué se formó el canon del Nuevo Testamento. Solo leyendo entre líneas los documentos llegados hasta nosotros podemos formarnos una idea aproximada del proceso.

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