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4. La estructura del canon ya formado

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Sea como fuere, la estructura del canon de Ireneo de Lyon formado casi plenamente entre el 175-180, y el de Eusebio de Cesarea, hacia el 325, refleja con claridad una estructura que no puede deberse a un proceso generado por fuerzas «naturales y espontáneas», sino por acciones expresas de las iglesias, que podemos denominar de «política eclesiástica». Así, una vez constituido plenamente, se observa que el canon sigue unas reglas numerológicas estrictas que afectan al 4 (número que significa lo cósmico) y al 7 (número de la plenitud): hay cuatro evangelios como los cuatro puntos cardinales (Mt, Mc, Lc/Hch —quizás una única obra en dos partes— y Jn); hay siete epístolas genuinas de Pablo (1 Tes, Gal, 1/2 Cor, Flp, Flm y Rom) y exactamente otras siete de sus discípulos (Col, Ef, 2 Tes, 1/2 Tim, Tit y Hb); hay siete cartas del resto de los apóstoles (1/2 Pe, Jac/Sant, Jds y 1/2/3 Jn), y como colofón, la Revelación (Rev) o Apocalipsis, que es un escrito dirigido a las siete iglesias más importantes de Asia Menor. Nos encontramos así con que el Nuevo Testamento presenta los siguientes números 4 + 14 (7+7) + 7 + 7 (cartas de la Revelación). Es muy dudoso que esta estructura pueda deberse a «acciones espontáneas y naturales», y más aún que pueda producirse si no hay una unidad doctrinal entre las iglesias que la adoptaron. Ahora bien, tal unidad en torno al 175-180 solo podía darse entre las iglesias de molde paulino, unidad que existió no solo en el primer impulso para formar el canon, sino que se mantuvo a lo largo de varias décadas.

La formación de la lista deja entrever también un proceso de negociación para admitir en ella obras de tendencias muy diversas dentro de la Protoiglesia ortodoxa de cuño paulino: cartas de Pablo y sus discípulos; escritos judeocristianos de tendencias aparentemente opuestas al Apóstol, como Mateo, Jacobo o Revelación; un evangelio, el de Juan, que pretende positivamente superar a los otros tres. Fue, por tanto, una obra de consenso. Además se intentó con el canon un cierto equilibrio entre las tendencias del bloque mayoritario: frente al gran grupo de cartas paulinas se admitieron otros bloques que compensaran su influencia (tres «cartas católicas» atribuidas a las tres columnas de la Iglesia de Jerusalén: Jacobo, Pedro y Juan, y un cierto número de cartas joánicas [tres de Juan más las siete de Revelación] en contrapeso a las cartas paulinas); frente al grupo de los evangelios sinópticos se admitió el evangelio espiritual o místico de Juan.

Teniendo en cuenta que la segunda gran facción del cristianismo primitivo, el judeocristianismo, había desaparecido en gran parte desde el 70 hasta el 135, debemos concluir que la formación del canon se debió a las iglesias formadas ante todo por paganocristianos, y muchas de ellas dependientes directas de la misión de Pablo o de sus sucesores. Este hecho explica, en primer lugar, el enorme desequilibrio entre catorce cartas atribuidas al Tarsiota y siete al resto total de todos los apóstoles; aclara, también, la aceptación de cuatro evangelios seleccionados entre otros muchos que ya pululaban entre el 150-200 incluidos los restos del judeocristianismo y los gnósticos, pues, en realidad, se aceptaron solo aquellos que presentaban una misma concepción paulina en la interpretación de los dos hechos fundamentales de la vida terrena del Salvador: su muerte y su resurrección, incluido el cuarto Evangelio; explica, asimismo, que las dos cartas atribuidas a Pedro sean en realidad paulinas, y que escritos judeocristianos como Mateo o Revelación fueran admitidos en el canon porque su teología de la muerte, resurrección y entidad divina del Mesías era también aceptablemente paulina y, por otro lado, era absolutamente necesario para las iglesias paulinas mantener los vínculos con el judeocristianismo; y, en fin, explica que no hubiera inconveniente en admitir en el seno del canon las epístolas de Jacobo y Judas, porque eran ante todo parenéticas, exhortativas. La asimilación del judeocristiano Jacobo en sí dentro de un contexto eminentemente paulino no fue problemática, ya que su polémica contra la doctrina de la justificación de Pablo era inofensiva. El Apóstol mismo argüía en sus cartas la necesidad de acomodar totalmente la vida del que había hecho el acto de fe en Jesús a la ley del Mesías.

Por tanto, la conclusión general de esta hipótesis es que el canon solo pudo formarse dentro de iglesias de una tesitura teológica parecida. La hipótesis podría formularse así: «El Nuevo Testamento no es el fundamento del cristianismo, sino de un cristianismo, el paulino». El resultado fue una lista con libros de variadas tendencias a pesar de una cierta unidad e incluso con contradicciones que pueden no percibirse a primera vista. Cada escrito del Nuevo Testamento es la bandera de una subescuela teológica entre las consideradas mayoritariamente paulinas. Ante las variaciones en detalle hubo una especie de consenso. El proceso de la formación del canon debió de consistir en admitir en el seno de una «gran Iglesia» de cuño paulino los escritos programáticos de las principales corrientes teológicas asimilables al paulinismo (tal como lo entendían en esa época sus sucesores), porque sus doctrinas no chirriaban abiertamente contra la unidad global del conjunto, es decir, la regla general de la fe. Muchos de los libros del Nuevo Testamento se desconocen entre sí, lo que supone, por un lado, que una fuerza externa y común a todos los reunió en un conjunto en parte heterogéneo y, por otro, la consagración de una notable diversidad de ideas dentro de la Iglesia de los siglos II y III. Lo dicho aquí encaja perfectamente con nuestra afirmación anterior de que no existió la «gran Iglesia petrina».

Del conjunto del Nuevo Testamento se obtiene la impresión de que la diversidad de sus doctrinas se rigió por un triple impulso: el primero fue una tendencia hacia una divinización de Jesús cada vez más consistente; después, la tendencia hacia la desescatologización, es decir, el cambio de una escatología de la inminencia de la llegada del Reino por una espera paciente de un final del mundo muy lejano. Simultáneamente a esta segunda tendencia, el reino de Dios en esta tierra se mudaba en un reinado divino en el interior de cada ser humano, a la espera de su plenitud total que se realizará en el mundo futuro, en el cielo; y en tercer lugar, la tendencia a una desjudaización, es decir, a eliminar de la teología los rasgos excesivamente judíos. Este impulso se centra en el paso de un mesías estrictamente judío a otro mesías universal, adorado por una iglesia proselitista con vocación de apertura hacia todos los gentiles.

En lo que respecta a seguir manteniendo como canónico el libro sagrado de los judíos, la Biblia hebrea, debe suponerse que, paradójicamente, los grupos paulinos que estaban cada vez más distantes del judaísmo hicieron un acto de fidelidad al propio judaísmo y a la raíz eminentemente judía de Jesús de Nazaret y de sus seguidores más antiguos, la comunidad jerosolimitana. Por ello sacralizaron los viejos textos de matriz judía, aunque ellos, los nuevos creyentes, pensaran que ya no podían considerarse judíos. Además, muchas de las figuras eminentes que regían iglesias que adoptaron el canon ya no sabían leer e interpretar bien el «Antiguo Testamento», desde luego no en su lengua original. Desde mediados del siglo II en adelante los cristianos de origen gentil tienen ya poco en cuenta, en la práctica, que sus predecesores eran netamente judíos.

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