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La organización de la comunidad como iglesia

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Pronto esta situación se hizo insostenible por la mera prolongación de la infructuosa espera de la venida definitiva del Mesías. Era necesaria una organización del grupo si quería continuar existiendo. La cuestión era qué tipo organizativo asumir, pues por la esencia de sus mismos comienzos escatológicos la constitución de unas normas con sentido temporal podría ser contradictoria con la libertad de gobierno que da el Espíritu. Por Hch 6, sabemos que ya desde los comienzos había algunos «servidores». No conocemos exactamente sus tareas, pues es posible que la utilización del vocablo griego «diáconos» para describir a los «Siete», Hch 6,3, en estas circunstancias jerosolimitanas sea totalmente anacrónico: el autor utiliza además este vocablo para los «apóstoles» al mencionar el servicio a la mesa y a la palabra (Hch 6,2.4), pero no como un cargo u oficio. Sin embargo, no hay por qué dudar de que se hubiera organizado un servicio de atención y beneficencia a los más débiles de la comunidad, como las viudas.

Al principio las comunidades delegaron el mínimo, pero necesario, ejercicio de la autoridad en los personajes más cercanos a Jesús, en los proclamadores de la «Palabra», y quizás en los más ancianos o «presbíteros». No había sacerdotes ni se necesitaban, pues los primeros seguidores del Nazareno estaban en Jerusalén o en Palestina (Galilea/Samaria) y tenían a su disposición la posibilidad de acudir al Templo, si lo deseaban. Los profetas cristianos, es decir, los que se sentían particularmente inspirados por el Espíritu de Jesús, y los maestros de la Palabra debieron de gozar pronto de una situación preponderante en los primeros grupos de creyentes, y también de dirigir en la práctica sus destinos. Pero estos maestros y profetas no constituían una organización propiamente dicha, ni ejercían un cargo como tal, pues eran itinerantes y su puesto no era ocupado automáticamente por otros. De cualquier modo, la división de la que nos hablan los Hechos en el capítulo 6 entre ministros de la «Palabra», maestros y profetas, y los encargados de la vida diaria —como, por ejemplo, los administradores de los dineros de la comunidad— debió de ser el germen organizativo del grupo.

Pronto, y al estilo de lo que había pasado en la comunidad de sectarios de Qumrán, o por imitación de figuras semejantes en el entorno pagano, debió de extenderse en algunas iglesias la figura del anciano supervisor (epí-skopos) de la marcha de la comunidad que en un principio no se distinguía del «presbítero» o «entrado en años». Sin que podamos describir el proceso, se hicieron imprescindibles en bastantes comunidades cristianas estas figuras de presbíteros/obispos. Ya a finales del siglo I estos dos tipos de «cargos» o dirigentes son presentados por textos de la época (1 Clem) como instituidos por los apóstoles y sucesores suyos, aunque de hecho los estratos más primitivos del Nuevo Testamento nada nos dicen sobre este suceso, por lo que es dudoso históricamente. A la vez, a finales de ese mismo siglo, sospechamos ya de la existencia de estos cargos como estructura de la Iglesia: hay una continuación en los oficios, pues distintas personas —de ambos sexos, atestiguadas en Pablo y en la Carta X de Plinio el Joven— se empiezan a suceder en el desempeño de la misma función. Así pues, a finales de ese primer siglo, es posible que apenas se concibiera en la práctica comunidad alguna, en especial de los sucesores de Pablo, sin esa organización episcopal, ya fuera un grupo de varios obispos y presbíteros, o bien un obispo y varios presbíteros. De este modo se restringía también la posible lucha por el poder dentro de cualquier iglesia.

Igualmente comenzó a intentarse, y parece que se consiguió enseguida, que el don del Espíritu otorgado a espontáneos que actuaban como profetas y maestros quedara restringido a las personas a quienes se les confería especialmente ese «don» por la imposición de las manos (1 Tim 1,18; 4,14), es decir, a los presbíteros y obispos. Era imposible controlar una iglesia cuyos miembros se sentían movidos por el Espíritu, autoridad evidentemente superior a la de meros seres humanos. Los que gobernaran habían de ser los ordenados para ello, y como no era posible la existencia simultánea de muchos «inspectores», la figura al principio indiferenciada del obispo/presbítero debió de adquirir espontáneamente contornos más precisos con un solo obispo bajo cuyas órdenes se hallara un grupo de presbíteros (así según Ignacio de Antioquía, muerto antes del 119, pero sus cartas, editadas y ampliadas, aparecieron quizás hacia mitad del siglo II con lo que no se pueden precisar fechas exactas). Este conjunto de obispo/ayudantes no solo asume las tareas organizativas, sino también la de predicar la Palabra y velar por la doctrina, como se ve en las cartas comunitarias. La organización de la comunidad se irá pareciendo poco a poco a la de otros grupos religiosos o profesionales dentro del Imperio romano. El modelo organizativo o marco administrativo de la ciudad helenístico-romana con un magistrado principal y otros subordinados consolidará el esquema de un obispo ayudado por presbíteros y diáconos.

En las cartas comunitarias se menciona ciertamente la existencia de carismas en la Iglesia, pero no encontramos ya una comunidad que se gobernara por los dones del Espíritu, de modo que fuera necesario regularlos como sucedía en época de Pablo (1 Cor 12-14), sino que se habla del carisma como «gracia de estado» (1 Tim 4,14; 2 Tim 1,6). Si normalmente solo los responsables de la comunidad eran los depositarios del Espíritu, ahora serán ellos únicamente los que puedan controlar la doctrina reprendiendo las desviaciones (2 Tim 2,25; Tit 1,9.13). En 1 Clem se observa cómo el autor tiene una idea clara de la organización de la comunidad, pues pide a los miembros de la Iglesia disciplina, obediencia y orden, es decir, las mismas virtudes que se exigen en la ciudad, en el ejército y en las relaciones con la administración del emperador.

Esta evolución no fue igual en todas partes, ni tuvo la misma velocidad de progresión en todos los casos, pues seguía habiendo carismas espirituales en las generaciones pospaulinas (Ef 4,7; 1 Pe 4,10) y un cierto tono de misticismo en las celebraciones litúrgicas (Col 3,16), entre las que cabe mencionar de modo especial la declamación por un profeta cristiano de los discursos «de Jesús» recogidos de Juan, que son —según G. Fontana— la materialización de una actuación parateatral en los oficios litúrgicos. Se prodigaban aún las manifestaciones proféticas (1 Tim 1,18; 4,14) y se seguían escribiendo libros de revelaciones sobre el final cercano como la Revelación de Juan. Pero el desarrollo de los cargos dentro de la Iglesia fue consecuencia y espejo a la vez de una pérdida de la tensión escatológica. A finales del siglo I las iglesias aparecen ya como instituciones, en vías de organización, que procuran la salvación por medio del culto y los sacramentos (Epístola de Jacobo). Al disminuir la tensión escatológica, la vida «espiritual» o carismática se transforma en «piedad», valor típico de la religión helenística. Los cristianos adoptan una tesitura de piedad estoico-burguesa parecida a la de los ciudadanos piadosos de otras asociaciones religiosas, como testimonia Plutarco para el siglo II. Así, en 1 Tim 2,2, se pide ya «poder vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad», es decir, se solicita de la divinidad la concesión de una cierta comodidad y asentamiento espiritual dentro de una vida duradera en el mundo.

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