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Segunda hipótesis

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En contra de esta opinión hay otra tesis que renueva una posición defendida desde principios del siglo XX sobre todo en Alemania: la formación del canon neotestamentario fue un acto eclesiástico positivo y voluntario, no un proceso espontáneo y natural, y en concreto una reacción específica de la Iglesia a la formación de un «canon» neotestamentario realizado por el hereje Marción. Por desgracia, de este acto positivo no ha quedado acta ninguna. Pero se argumenta que hubo de ser así a pesar de todo, que el canon solo llegó a ser tal por un acto positivo de la Iglesia, pues solo se puede hablar estrictamente de canon cuando de una manera voluntaria se concede un estatus vinculante y especial a un escrito, o a un grupo de ellos, gracias a lo cual se los sitúa en una misma posición que la que tenía la Escritura hasta el momento, es decir, la Biblia judía. Esta segunda tesis nos parece más plausible que la anterior, por lo que la vamos a aclarar un poco más.

La Biblia de Marción. Marción escribió una obra, que tituló Antítesis, en la que exponía su pensamiento. Su libro fue destruido, pero podemos reconstruir su ideario gracias a la refutación de Tertuliano, que escribió cinco volúmenes contra él. El punto crucial de su doctrina era la distinción entre el Dios supremo, oculto e inaccesible, bueno y perfecto, y una entidad secundaria, un «demiurgo» o creador del mundo, a quien se denomina dios erróneamente, aunque no lo sea. Este último es el dios de la justicia entendida a su modo; es ciertamente el creador del mundo a quien los judíos llaman Yahvé. Pero Jesucristo no es el mensajero del Demiurgo, sino del Dios desconocido y supremo. La doctrina de la Biblia hebrea (doctrina del Demiurgo) y la predicación de Jesús (procedente del Dios verdadero y extraño) son irreconciliables.

Marción no solo rechazó la Biblia hebrea entera como producto de ese dios secundario, que es pendenciero y perverso, sino también parte de la doctrina cristiana, a la que consideraba «demasiado judía», pues, según él, los discípulos de Jesús malinterpretaron su mensaje al considerar que era el mesías no del auténtico Dios, sino del dios de la Biblia hebrea, el Demiurgo. Marción explicó esta corrupción del evangelio sobre la base de una exégesis de la Carta a los gálatas, en la que Pablo dice que «hay un solo evangelio» (el proclamado por él: 1,8-10) y que falsos hermanos (judíos) intentan desviar a los fieles hacia «otro evangelio». Convencido de que solo Pablo, entre todos los apóstoles, había interpretado bien el mensaje de Jesús, Marción aceptó como autoridad y norma (como «canon») nueve epístolas de Pablo enviadas a siete iglesias, más la carta a Filemón. Respecto a los evangelios que circulaban por la iglesia de Roma, pensó que solo podía confiar en el de Lucas. No sabemos por qué exactamente; quizá porque ya existía la idea de que su autor, Lucas, era un discípulo de Pablo. De este modo, Marción formó un canon normativo de Escrituras, distinto del de la Biblia hebrea, constituido por un único evangelio, «el Evangelio», y por las cartas de Pablo, «el Apóstol».

La iglesia de Roma acabó desembarazándose del hereje, pero observó que para futuras discusiones con propios y ajenos, el instrumento del que disponía Marción era de mucha utilidad. Y como réplica al canon marcionita se impuso rápidamente en las iglesias mayoritarias (de cuño paulino y con cierto patrón unitario de pensamiento; de lo contrario habría sido imposible la unidad que muestran nuestros primeros testimonios, Ireneo de Lyon y el Fragmento muratoriano) la idea de la necesidad de la formación de un canon o lista propia de Escrituras que se escogió entre los escritos que ya gozaban de autoridad porque se leían en público en los oficios litúrgicos dominicales. Con ello nació la delimitación clara de lo que hoy es el Nuevo Testamento.

Ahora bien, ninguna de estas dos hipótesis predominantes sobre el origen del canon puede probarse fehacientemente según nuestras fuentes y el estado de la tradición. Pero dentro de las meras posibilidades, quizá pueda decirse que la segunda tesis, la antimarcionita, tenga más posibilidades que la primera. Antes de Marción se daban naturalmente los elementos necesarios e indispensables para la formación de un canon, pero no los impulsos positivos para plasmarlo en el seno de la «gran Iglesia», paulina.

Una colección de evangelios bien delimitados aparece solo por primera vez desde Ireneo de Lyon (hacia 175-180), el cual tiene que emplear para ello un cierto número de líneas para justificarlo teológicamente, a saber, son cuatro las regiones de la tierra, cuatro los vientos principales y cuatro las columnas de cualquier edificio, como la Iglesia que aspira a sostenerse sólidamente. Es más, dado que Ireneo habla del evangelio ya extendido por todas las naciones es posible que, desde un punto de vista paulino, se inspirara en la contraposición Adán/el Mesías de Pablo (sobre todo Rm 5) y su relación con los cuatro puntos cardinales con significado religioso. En efecto, se pensaba que en griego las iniciales de estos puntos (Árkton = norte; Dýsis = oeste; Anatolé = este, y Mesembría = sur) ofrecen la palabra ADAM, que no solo significa el nombre del primer patriarca, sino la humanidad entera, a la que va dirigido el Evangelio. El esfuerzo de justificación de Ireneo de Lyon indica que tal canon era más bien una novedad. Otros autores cristianos primitivos, como Papías de Hierápolis, Hegesipo o Justino, que escribieron sus obras en el arco cronológico del 135 al 160, no saben aún nada del canon. Verosímilmente, por tanto, la actitud de Marción fue el detonante que no solo aceleró un proceso que se iba incoando lentamente, y que se centraba en los evangelios y las cartas de Pablo, sino que pudo provocarlo al proporcionar el ejemplo de dotar a la Iglesia de una norma escrita básica, utilísima, de doctrina a la que atenerse.

La consecuencia teológica de la creación marcionita debió de influir no solo en la selección de los evangelios y la formación de un canon cuatripartito de ellos, sino que también llevó necesariamente a la canonización de Pablo. En efecto, una iglesia que apelaba al «Señor» y a los «apóstoles» se encontraba en muchos apuros cuando tenía que presentar algún escrito de estos últimos. Tras la intentona de Marción, no podía apelar a escritos de la entidad ideal de los «doce Apóstoles», sencillamente porque tales obras no existían, y 1 Pe y 1 Jn, cartas no discutidas, eran bien poca cosa. El único «apóstol» que había dejado una notable herencia literaria era Pablo. Por lo tanto, tenía que reclamarlo para sí obligatoriamente, a pesar de que también gozaba de gran prestigio entre los (herejes) gnósticos. Pero la mayor parte de los creyentes comunes de entonces, paganocristianos, lo había reclamado igualmente como patrimonio suyo.

Ninguna de las dos hipótesis puede responder, sin embargo, a la cuestión acerca de dónde se dio este paso tan trascendental de política eclesiástica, porque no tenemos texto alguno sobre el que sostener que la creación del canon fuera proclamada oficialmente por algún sínodo o reunión de iglesias. Podemos sospechar, sin embargo, que las comunidades de Roma, Éfeso y Antioquía tuvieron bastante que ver con la presunta difusión de una lista canónica, pues en ellas se leían los domingos los escritos importantes que aparecen luego en el canon. Antioquía, porque es posible que de ese entorno proceda Marcos y con más seguridad Mateo, y porque Serapión, su octavo obispo (en época de Septimio Severo: en torno al 200) ya hablaba de que tenía una lista de escritos sagrados transmitidos por la tradición en la que no estaba, por ejemplo, el Evangelio de Pedro; Éfeso, porque fue si no la cuna, sí el entorno de las cartas de Pablo, de la Revelación, de Lucas, de Hechos y del corpus joánico, e incluso quizás de 1 Pedro; y Roma, porque en ella ejerció Marción su ministerio y porque muchos sostienen que Marcos se gestó allí. Roma era ya la iglesia principal de la cristiandad y su lengua oficial era el griego, no el latín; por tanto, estaba abierta a otras iglesias del Mediterráneo oriental. Es verosímil que, debido a los múltiples contactos de los miembros de otros grupos cristianos con la capital del Imperio, se hubieran almacenado copias de los principales escritos que circulaban sobre «el Señor y sus apóstoles». Roma estaba en la mejor disposición para saber cuál era el consenso común con otras iglesias —es decir, las obras que eran leídas en los oficios litúrgicos— y escoger entre los escritos cuáles le ofrecían la mejor confianza. Por tanto, es verosímil también que este proceso positivo lo emprendiera la iglesia de Roma como abanderada, o lo secundara de inmediato en caso de que otra iglesia lo iniciara. Y desde esas iglesias la idea de canon debió de expandirse con notable velocidad no solo a las iglesias próximas, sino también a las lejanas de la misma tesitura espiritual.

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