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Consolidación y formación definitiva del canon

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Hay que distinguir en este apartado entre las iglesias de Oriente y de Occidente, teniendo en mente la constatación general de que, en realidad, nunca, ni siquiera hoy día, las diversas iglesias cristianas estuvieron de acuerdo unánimemente al afirmar cuáles son las obras que forman el canon del Nuevo Testamento.

En el Oriente el caballo de batalla fue la Revelación de Juan. Muchos escritores eclesiásticos, como Dionisio de Alejandría, no querían admitirlo en el canon porque debido a su lenguaje y teología les parecía imposible, y con razón, que hubiera salido de la misma pluma que la del autor del cuarto Evangelio. Hasta el 367, y gracias a la influencia de la citada Epístola festal 39 de Atanasio de Alejandría, no hallamos una afirmación rotunda de un patriarca oriental sobre la canonicidad de la Revelación. Pero no todos los demás obispos y escritores eclesiásticos lo siguieron. Sin embargo, esta opinión se fue haciendo común, aunque no llegó a imponerse totalmente hasta el siglo X.

En el Occidente el problema más agudo lo tuvo la Epístola a los hebreos. Se dudaba si era o no de Pablo, tanto por su lenguaje como porque su autor no admite la posibilidad de una segunda penitencia tras una recaída grave que apartaba de la fe. Esta epístola no fue admitida como canónica hasta los sínodos de Hipona y Cartago a finales del siglo IV y comienzos del V, respectivamente.

Las epístolas llamadas católicas (Pe, Jac, Jds) y las de Juan tienen una historia muy complicada con diversos avatares en las diferentes iglesias de Oriente, hasta que fueron declaradas canónicas definitivamente en el siglo V. Del mismo modo hay que señalar variaciones en los cánones de las iglesias siria, abisinia (Etiopía) y armenia. Algunas iglesias sirias no aceptaron nunca la Revelación, y las epístolas católicas más breves —como 2 Pe, 2/3 Jn y Jds— tuvieron sus dificultades, pero, en general, acabaron admitiéndose. La iglesia abisinia tiene como característica que, aún hoy, además de los veintisiete libros canónicos del Nuevo Testamento, acepta como tales cuatro más: el llamado Sínodo (colección de cánones, plegarias e instrucciones); Clemente (un libro de revelaciones del apóstol Pedro a Clemente, que nada tiene que ver con la Primera epístola a los corintios, de Clemente); el Libro de la Alianza (que contiene ordenanzas eclesiásticas y un discurso de Jesús a sus discípulos tras la resurrección), y la Didascalia (o «Disposiciones eclesiásticas», muy parecida a las Constituciones apostólicas y a la Didaché o Doctrina de los doce Apóstoles), que nunca fueron canónicas en la iglesia romana. La iglesia armenia no aceptó la Revelación de Juan hasta el siglo XII, y aún hoy —aunque relegada a un apéndice— se venera como canónica la Tercera epístola de Pablo a los corintios, derivada de los apócrifos Hechos de Pablo y Tecla. Por su parte, la Iglesia católica no formuló una lista oficial de libros canónicos hasta el concilio de Trento en la segunda mitad del siglo XVI.

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