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Criterios que impulsaron la formación del canon

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No conocemos los criterios que impulsaron a la Iglesia mayoritaria a establecer el canon del Nuevo Testamento, porque tales normas tampoco aparecen explícitamente en ningún escrito del siglo II. Desde el siglo III, algunos autores nos indican de vez en cuando cuáles pudieron ser, aunque son testimonios muy posteriores cronológicamente al momento, finales del siglo II, en el que el canon del Nuevo Testamento empieza a estar fijado, si bien con dudas. Los criterios más citados, en diferentes tiempos y lugares, fueron tres:

El primero fue la conformidad del contenido de un pretendido escrito sagrado con lo que se llamaba la regla de la fe, o canon de la fe, es decir, la congruencia teológica del contenido de un escrito con pretensiones de «santo» con lo que la tradición del común de los grupos cristianos de cuño paulino consideraba como «normativo» o comúnmente aceptado por la mayoría de las iglesias. El segundo fue el de la «apostolicidad»: era preciso que el escrito proviniera directa o indirectamente de los apóstoles. Así, el anónimo autor del Canon muratoriano sostenía que no se podía admitir al Pastor de Hermas, un escrito perfectamente ortodoxo y edificante, porque ya no cabía «entre los Profetas, cuyo número estaba ya completo» —es decir, la Biblia hebrea cuyo canon estaba ya cerrado—, «ni tampoco entre los Apóstoles», a saber, el Nuevo Testamento, porque «el Pastor había sido redactado tardíamente, en tiempos de Pío, obispo de Roma». Así pues, el origen apostólico, real o ficticio, y la pretendida antigüedad de su producción —cercanía a Jesús— concedía una gran autoridad a un escrito. El tercero consistía en la aceptación común y el uso continuo de tal o cual escrito en las iglesias, sobre todo su uso como lectura sagrada en las asambleas litúrgicas dominicales.

La percepción de que un escrito estaba inspirado no fue aplicada como norma para declarar sagrado a ninguno de los escritos cristianos primitivos. Hoy día, hablar de escritos canónicos es casi lo mismo que decir «textos inspirados». En la antigüedad que nos afecta no era así. Aunque es verdad que los escritores eclesiásticos tardíos estaban de acuerdo en considerar que tanto la Biblia hebrea como el Nuevo Testamento estaban inspirados por el Espíritu santo, no consideraron precisamente la inspiración como el motivo y fundamento de ese rango único y especialísimo en el que situaban a tales escritos. Y ello por una razón: la inspiración que adscribían a las Escrituras era solo una faceta de la actividad que ejercía el Espíritu santo en tantos y tantos aspectos de la vida de la Iglesia. Muchos escritores eclesiásticos se consideraban a sí mismos inspirados, o pensaban que otros lo estaban, por ejemplo, Agustín respecto a Jerónimo (Epístolas 82,2). De este modo, el vocablo que el Nuevo Testamento utiliza en 2 Tim 3,16 para afirmar que la Biblia hebrea está divinamente inspirada, theópneustos, es el mismo que emplea Gregorio de Nisa para sostener que el comentario de su hermano Basilio Sobre los seis días de la creación está también inspirado. Igualmente Atanasio de Alejandría, que ejerció gran influencia en la constitución del canon del Nuevo Testamento con la publicación de su lista en la Epístola festal 39, distingue entre escritos igualmente inspirados, por ejemplo, el apócrifo III Esdras, y el canónico Esdras. Por tanto, si todas las obras que los antiguos cristianos consideraban «inspiradas» hubieran entrado en el canon del Nuevo Testamento, este habría sido inmenso e inabarcable. Pero al contrario, la utilización de la etiqueta «no inspirado» sí indicaba ciertamente que un escrito en cuestión no estaba en el canon. Según los primeros Padres de la Iglesia, las Escrituras del Nuevo Testamento estaban ciertamente inspiradas, pero no era esa precisamente la razón de su normatividad o canonicidad.

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