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Los cuatro evangelistas

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Los tres primeros evangelios se componen en el lapso de tiempo que va entre los años 70-100 aproximadamente. Son posteriores a Pablo, pues cuando ve la luz el primero, Marcos, hacía ya varios años que el Apóstol había muerto. Los evangelios muestran un interés por la vida terrena de Jesús que está ausente en Pablo. No sería improbable que se editaran no solo para no dejar que cayeran en el olvido las noticias sobre Jesús, sino también como reacción positiva a ese desinterés paulino por el Jesús de la historia y su concentración prácticamente exclusiva en dos de los eventos de su vida, su muerte y resurrección. Este hecho, sin embargo, no significa en absoluto que la teología paulina esté ausente de los evangelios. Todo lo contrario, como se ha señalado ya. Los Hechos —claramente relacionados con Lucas, aunque no sea posible precisar exactamente el cómo— puede ser una obra bastante más tardía de lo que se ha supuesto, aunque se presuma que su autor utilizó un bíos (una «vida» helenística) de Pablo, compuesto por alguno de sus colaboradores cercanos. Hechos, en efecto, puede reflejar un estado sociológico de la Iglesia que corresponde quizás a tiempos posteriores al cuarto Evangelio y a las Cartas de su mismo grupo, posterior incluso a la época de composición de la Revelación/Apocalipsis de Juan, escrita en la etapa final del emperador Domiciano, hacia el año 96 (aunque su autor haya utilizado mucho material que procedía de época anterior, del emperador Nerón o incluso antes). Es posible que Hechos sea coetáneo a algunos escritos del conjunto denominado «Padres apostólicos», como la Didaché o Doctrina de los doce Apóstoles (110-135¿?), o las cartas auténticas de Ignacio de Antioquía (115-119, aunque glosadas o aumentadas posteriormente).

Los tres primeros evangelistas —denominados «sinópticos»— recogen tradiciones sobre Jesús ante todo de la rama palestinense, aunque las interpretan en multitud de ocasiones según la teología de corte judeohelenístico y especialmente paulino porque viven en ese ambiente. Esto ha de decirse ante todo de Marcos, que —a pesar de la afirmación de Papías— es un evangelio paulino, no petrino. Los tres últimos evangelistas aceptados como canónicos, Mateo, Lucas y Juan, siguen el esquema general de Marcos para narrar lo que consideran interesante de la «vida» de Jesús de Nazaret, y aceptan por ello el sentido sacrificial y vicario de la muerte del Mesías desarrollado por Pablo. Por ello puede decirse sin exageración que es imposible explicar la existencia de los cuatro evangelios sin la influencia general del núcleo de la teología paulina.

Ahora bien, el evangelio que se publica cronológicamente después de Marcos —por este orden posiblemente: Mateo-Lucas-Juan— corrige o complementa expresamente al anterior. Ello supone que los sucesivos evangelistas no consideraban intangibles los datos o perspectivas de sus antecesores. En el siglo I, y sobre todo dentro del judaísmo, el estar en desacuerdo con un antecesor acerca de sus apreciaciones sobre un determinado personaje o hecho, no se manifestaba normalmente en un escrito de refutación expresa. Simplemente se escribía otro escrito, sobre el personaje pertinente o sobre los hechos si era el caso, que manifestara la nueva perspectiva que se consideraba más auténtica. En lo tocante a los evangelios del Nuevo Testamento, el autor (o el conjunto de autores) del más reciente, el de Juan, no considera falsos —salvo en ocasiones— los datos sobre Jesús de sus antecesores, sino carentes de una perspectiva más profunda, espiritual, que expresara la auténtica naturaleza y personalidad de Jesús. Posteriormente, a partir sobre todo de Ireneo de Lyon, hacia el 175-180, se consideró que esta acción correctiva de un evangelista sobre el anterior era debida al deseo expreso del Espíritu santo, que pretendió así manifestar la inconcebible riqueza espiritual de Jesús, imposible de expresar en un solo escrito. Por ello, las armonizaciones de los cuatro evangelios que comenzaron en el siglo II, como la de Taciano el Sirio, no entraron en el canon.

Aunque solo sea como punto de muestra, en la cristología de los cuatro evangelios —es decir, la ciencia que trata de Jesús como mesías y la pertenencia de este al ámbito de Dios— se percibirá con toda la claridad posible cómo se va precisando la imagen de Jesús en los cuatro evangelios junto con los Hechos de Apóstoles en cuatro momentos o etapas esenciales: 1. La cristología más elemental está representada en el discurso de Pedro en el primer Pentecostés: Hch 2,32.36: «A este Jesús lo resucitó Dios... Tenga por cierto toda la casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado». En esta concepción, Jesús durante su vida es un hombre normal, un profeta, y solo después de su muerte y resurrección por Dios se incorpora al ámbito de lo divino por exaltación o apoteosis. 2. Marcos adelanta cronológicamente este momento: Jesús es un ser humano, pero en el bautismo la voz divina lo escoge y declara como «Hijo de Dios». La voz divina, «Tú eres mi hijo amado en quien me complazco», indica que el ser humano Jesús es adoptado por Dios como mesías, y que por eso es elegido como «Hijo» suyo, como el rey en la antigüedad de Israel, o como el profeta. Jesús no pertenece ya al ámbito de lo divino desde su muerte y resurrección, sino antes, desde su bautismo. 3. Los evangelios de Mateo y Lucas efectúan otro adelanto cronológico: Jesús es «Hijo de Dios» desde su concepción milagrosa, según los dos primeros capítulos de sus respectivos evangelios. Y ese «Hijo de Dios» es naturalmente más divino que el de Marcos, puesto que es concebido así y nace ya como tal. 4. Juan adelanta aún más la pertenencia de Jesús al ámbito divino: Jesús es el Lógos eterno que existe desde el principio y ese Lógos es Dios (Jn 1,1). El Jesús del cuarto Evangelio no puede situarse en el Israel del siglo I. Un mesías preexistente, Hijo de Dios consustancial y salvador por medio de una revelación celeste, poco tiene que ver con la tradición judía.

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