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La conexión con la comunidad madre de Jerusalén

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Por una parte, se percibe en estos años del 70 al 135, una cierta eliminación de los rasgos excesivamente judíos de un primitivo judeocristianismo ya dominado por el paganocristianismo; pero, por otra, aparece el fenómeno contrario: el deseo de no desvincularse de las raíces judías. Es tan fuerte este impulso que pudo darse el caso de la entrada en el canon de escritos cristianos que incorporaban una base notablemente judía (Jac, Jds —en apariencia al menos—, Rev y parte de Mt), pero aceptables con cierto esfuerzo por el grupo mayoritariamente paulino. Este fenómeno es absolutamente natural, por otra parte, dado que todos los autores del Nuevo Testamento son judíos, a excepción de Lucas y el autor de Hechos, que pudieron ser prosélitos —se discute esta cuestión, aunque parece pesar más la opinión en pro de Lucas/autor de Hechos como judíos muy helenizados, debido a su notable manejo escriturario y de los métodos exegéticos—, bien conscientes todos de que el pensamiento cristiano sobre Jesús estaba profundamente enraizado en el suelo de Israel. La influencia de la figura de Pablo tuvo mucho que ver en este proceso en contra de lo que a veces se piensa —a pesar de sus desencuentros y roces con Pedro y sobre todo con la comunidad jerosolimitana de Jacobo, dominada por «falsos hermanos» (Gal 2,4)—, pues nunca abjuró del judaísmo ni olvidó su promesa de preocuparse por los «pobres», es decir, del grupo de Jerusalén, como había prometido en la reunión allí celebrada (Gal 2,10). Jamás pasó por la cabeza del Apóstol romper con lo que él mismo podría denominar «comunidad madre».

Tal constatación ha llevado a muchos estudiosos a postular que el deseo de unión con el grupo primitivo de Jerusalén tuvo su base en la existencia de una «gran Iglesia petrina» ya existente a finales del siglo I. Cuando habían muerto ya los dos puntales más conocidos del judeocristianismo primitivo, Pedro y Pablo, el movimiento cristiano —se argumenta— inició el proceso de formación de una «gran Iglesia», es decir, un grupo unificado, institucionalizado y unificante, cuya base era la personalidad de Pedro y su doctrina. Este deseo aglutinante se debía a una viva conciencia de misión universal, sin distinciones étnicas o sociales, como pueblo mesiánico también universal. El final de este proceso de integración fue la unión de los escritos más sobresalientes de las antiguas corrientes principales del judeocristianismo y del paganocristianismo dentro de una única colección de libros, el canon del Nuevo Testamento. Y como la base que sustentaba este impulso era la figura de Pedro, los escritos originarios de Pablo, compuestos probablemente entre el 51 y el 58, quedaron totalmente fuera de este movimiento.

Ahora bien, este intento de fundamentar la existencia de una gran Iglesia petrina carece de base textual cierta en el Nuevo Testamento, nuestra única fuente, y parece radicalmente desenfocado. Esta opinión se funda en cuatro argumentos principales: a) La estructura de nuestro corpus de textos cristianos más antiguo, el Nuevo Testamento, desmiente tal idea. El Nuevo Testamento está compuesto de

1. Catorce cartas atribuidas a Pablo;

2. Siete cartas para el total de los otros apóstoles, de las cuales, Jds y 2/3 Jn son de mínima extensión. De estas siete, 1 y 2 Pe son de teología expresamente paulina. De entre las otras cartas, Judas, aparentemente judeocristiana, es profundamente paulina, pues utiliza 1 Cor como plantilla para dibujar a los «herejes» contra los que polemiza. Jac/Sant contiene sin duda una parénesis judeocristiana, pero tiene ideas parecidas a las paulinas en su concepción sobre la ley del Mesías y la del «Antiguo Testamento» en su validez respecto a los judíos convertidos a la fe en ese Mesías. Es muy posible, además, que en su discusión sobre fe/obras esté ampliando la polémica interna paulina en contra de una falsa intelección de la justificación por la sola fe sin las obras (véanse las quejas del propio Pablo en Rm 3,8 y 6,1);

3. Cuatro evangelios, pero puede decirse con total seguridad que los cuatro son notablemente más paulinos que petrinos. Mc es claramente paulino, y los otros tres que lo siguen lo son de igual manera, pues interpretan los dos grandes eventos de la vida de Jesús, su muerte y resurrección, al modo paulino. En especial Mt y Lc son más paulinos que el cuarto Evangelio en cuanto que la influencia de la estructura y gran parte del contenido de Mc es superior;

4. Un solo apocalipsis, la Revelación de Juan el Presbítero, que es obra judeocristiana, pero que tiene la misma intelección paulina de la muerte y resurrección del Mesías (que es el «Cordero»: 1 Cor 5,7) y avanza más aún que Pablo en la idea del carácter divino de Jesús. El desequilibrio en pro de Pablo y contra Pedro es abrumador.

b) Carecemos de textos suficientes para sustentar la existencia de una teología particularmente petrina, y menos aún con esa fuerza atractiva y aglutinante que se le atribuye. Desgraciadamente casi nada sabemos con seguridad de una teología de Pedro según los libros del Nuevo Testamento, salvo las ideas generales del judeocristianismo y algún rasgo más que podemos conjeturar como coincidente con las ideas atribuidas a los Doce en los evangelios, por ejemplo, el reservarse para sí un protagonismo decisivo como jueces de las naciones y de Israel desde sus doce tronos en el futuro reino de Dios (Mt 19,28). Sí conocemos de Pedro muchas anécdotas, incluida la que le atribuye la prelacía de haber recibido la primera aparición del Resucitado, u otras propias de su carácter fuerte o fanático, pero muy poco de su teología concreta. Aparte de una mención rápida de un grupo petrino en 1 Cor 1,12 —cuyo ideario no se especifica—, solo podemos conocer una iglesia local bajo la advocación de Pedro en Siria, la representada por el grupo que está detrás de Mt, pero cuya doctrina de que la Ley cambia en la época mesiánica (el Mesías es el nuevo Moisés) y las ideas sobre la muerte y resurrección del Mesías son paulinas. El patronazgo de Pedro sobre la cristiandad de Roma (¿aludido en Rm 15,20?) es muy dudoso históricamente, y no ofrece —en los apócrifos Hechos de Pedro, de finales del siglo II— sino una teología con resabios ya claramente gnósticos, por tanto, no atribuible al apóstol. Por otro lado, hay que reconocer que existe una fuerte tendencia en la tradición sinóptica a mostrar que Pedro fue el discípulo de Jesús de más categoría y que tuvo cierta primacía (Mc 8,27ss; 9,1ss; 11,21 y 13,3; Mt 15,15; 16,16; 18,21s); Hch 3,1ss; 4,13ss; 8,14). Pero esta primacía tampoco da pie a sustentar la noción de una gran Iglesia petrina.

c) No tenemos más pruebas estrictas sobre un intento de unificación e institucionalización que el que parte de las iglesias paulinas, en especial las cartas comunitarias, paulinas, las cuales —apoyadas en los mencionados avatares de la historia que acabaron prácticamente con la rama judeocristiana del futuro cristianismo— dan toda la impresión de haber fagocitado los restos de cualquier otra subdivisión del primer cristianismo. Estas cartas comunitarias forman sin duda el primer núcleo organizativo de comunidades cristianas, ya que carecemos de otros testimonios (véanse las cuatro claves de la formación de una gran Iglesia en las cartas comunitarias, 39,4, más 2 Pe 1,19-21; 3,15-16, que es paulina). Por consiguiente, el plausible proceso unificador y unificante se lleva a cabo en escritos que muestran expresamente la marca paulina en su adscripción y al menos parcialmente en su teología.

d) La gran Iglesia comienza a formarse de verdad con las ideas mostradas con claridad por el autor de Hch —obra compuesta bastante más tarde que Lc, quizás entre el 110-130— acerca de la necesaria unión de la primitiva iglesia. Ahora bien, Hch son, a pesar de que se omita conscientemente evocar la correspondencia de Pablo, una obra netamente paulina, pues el interés básico de esta obra es justificar la misión paulina a los gentiles, con lo que significa de profunda diferencia —aunque el autor sostiene también que supone una continuidad— respecto a la comunidad de Jerusalén, dirigida por Jacobo, centrada exclusivamente en la propaganda de la fe en Jesús como mesías judío y para los judíos. En efecto, son los Hechos los que funden a Pedro con Pablo en una misma historia de los orígenes; los que ignoran las grandes diferencias ideológicas entre ellos; los que hacen a Pedro actuar como Pablo (es Pedro el que inaugura y potencia la misión a los gentiles: 10-11) y los que hacen hablar a Pablo como Pedro en Hch 13; son los Hechos los que idealizan en extremo la figura de Pablo, junto con las cartas comunitarias, y lo ponen a una altura superior a Pedro. Ahora bien, «Lucas», como suponen muchos, al presentar a Pedro como el inventor de la misión a los gentiles, al dibujarlo como responsable de la presunta teología (en unión de Jacobo) sobre la comensalidad con ellos (aceptada por Pablo según Hch 15), y como primer autor de las doctrinas sobre el Mesías en sus primeros discursos (Hch 2-3), fue el que proporcionó la base para la idea de un gran grupo cristiano unificador y unificante formado ciertamente sobre base paulina y con Pablo como el apóstol más exitoso e importante, aunque sin desdeñar a Pedro, cuya presencia no podía ignorar. Es el autor de Hechos el exponente máximo de un paulinismo que quiere resaltar a toda costa (como Pablo en Gal 1-2) que su grupo continúa sin solución de continuidad una línea de pensamiento que, al estar unida también a Pedro, se liga igualmente con Jesús de Nazaret. No sería exagerado afirmar que en Hechos se halla el impulso y todos los ingredientes aglutinantes que permitieron e indujeron a la formación del Nuevo Testamento.

Por consiguiente, no hay prueba ninguna para afirmar —y menos tan rotundamente— que la gran Iglesia se estableció sobre bases petrinas, que son totalmente judeocristianas, corriente que ha dejado menos restos de lo que parece en el Nuevo Testamento. Para introducir la noción de una gran Iglesia petrina no basta pensar en la importancia de Pedro en los Sinópticos, ni tampoco en la mejora de la imagen de Pedro en Lucas respecto a Marcos, el autor de Hechos y el de Mateo, junto con el apéndice tardío en el cuarto Evangelio (cap. 21). Parece, pues, arbitrario afirmar que la tradición sinóptica, o la de Jacobo, son indicios inequívocos de la existencia de una gran Iglesia petrina que en principio no incluía a los paulinos. También parece arbitrario sostener que el paulinismo de las cartas comunitarias mantiene posiciones muy cercanas a las de la gran Iglesia ya uniformada e institucionalizada, a la que aún no pertenecía.

Por el contrario, las piezas parecen encajar mucho mejor si se piensa que —de acuerdo con la estructura y composición del Nuevo Testamento, junto con los otros tres argumentos expuestos arriba— fue la corriente paulina la que creó y propaló la noción de la gran Iglesia. No fue este un movimiento rígido, sino flexible e integrador, siempre consciente de sus orígenes judíos, que procuró admitir en su seno otros textos que no eran de la estricta escuela paulina, sino de la corriente judeocristiana, aunque asimilables al paulinismo en su interpretación básica de la naturaleza del Mesías, cuyo mensaje de salvación se proyectaba también hacia los paganos. En el terreno de lo hipotético es también plausible sostener que la pretendida «gran Iglesia petrina» puede ser el producto de un deseo apologético moderno de lograr que toda la teología del Nuevo Testamento, todo el cristianismo primitivo en suma, tenga una unión tan fuerte con el Jesús histórico y sus apóstoles, que no se pueda pensar ni decir —como es en realidad— que el teologuema central del Mesías celestial que se superpone al Jesús histórico depende de una revelación personal a Pablo de Tarso, como él mismo afirma en su Carta a los gálatas (su «evangelio» no es producto de la carne ni de la sangre, sino de una revelación).

Sin embargo, en esta Introducción aceptamos la designación «(petro-)paulina» para algunas corrientes de pensamiento dentro de los libros del Nuevo Testamento por dos razones: la primera porque Pedro debió de tener un ideario teológico un tanto más abierto respecto a la admisión de los gentiles (a pesar del «incidente de Antioquía» de Gal 2,11-14) que otros personajes de la comunidad jerosolimitana, ya que perdió el liderato de ese grupo frente a Jacobo, el hermano del Señor, y hubo de «exiliarse». Y la segunda, porque todos los evangelios del Nuevo Testamento, sobre todo Mateo y Lucas —y Juan en su apéndice— dan testimonio de un liderazgo cierto de Pedro en el grupo de seguidores de Jesús, independientemente de que podamos o no reconstruir su teología y su influencia.

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