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6. Destrucción de la mayoría de las comunidades judeocristianas (66-135)

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Ya se ha señalado que, cuando se compone el primer escrito del futuro Nuevo Testamento, 1 Tes, en el 51 e.c., había aún dos grandes grupos dentro de los seguidores de Jesús: los que se dedicaban a su proclamación entre los judíos, circuncisos, y quienes, como Pablo, lo proclamaban a los paganos, los incircuncisos. Pero poco después de la muerte del Apóstol —que se supone en tiempos de la persecución neroniana a los cristianos en Roma en el 64, aunque en realidad nada sabemos, pues pudo fallecer incluso de muerte natural, y quizás antes de esa fecha— estalló una revolución judía contra el poder de Roma (66-70), largamente preparada, que habría de incidir muy directamente en el futuro de las comunidades judeocristianas de Jerusalén, Galilea y, suponemos, Samaria, y con ello en la formación de los libros del Nuevo Testamento.

La gran derrota ante Roma y la aniquilación de Jerusalén y su santuario (70 e.c.) supusieron un antes y un después para judíos, judeocristianos y paganocristianos. La ausencia del Templo cambió radicalmente la perspectiva de la vida judía en Israel, la cual, tras asumir dolorosamente los hechos, se orientó poco a poco hacia una vida espiritual sin el santuario, más dedicada a la oración y al estudio y cumplimiento de la Ley. Los sacrificios externos fueron sustituidos por una piedad de la misericordia dentro del grupo. Entre los seguidores de Jesús el impacto fue también enorme, sobre todo porque avivó la conciencia de que su profecía sobre la destrucción del Templo se había cumplido, y que el tiempo final del mundo se acercaba. Igualmente comenzó a formarse una teología distinta a la judía tradicional, promovida por judíos conversos muy helenizados, sobre el sacrificio, la expiación por los pecados y el sentido de la muerte del Mesías. La guerra contra Roma supuso la dispersión de los restos de las comunidades judeocristianas de Galilea, Samaria y Jerusalén. Por debajo de la leyenda de la huida, hacia el 67-68, del grupo judeocristiano de Jerusalén hacia la ciudad de Pella en Transjordania subyace la idea de la fragmentación y dispersión de estas comunidades. Y como posteriormente empiezan a escasear las noticias sobre ellas, suponemos que no solo hubo una desbandada, sino que también fue el inicio de su desaparición.

Pero no todas quedaron eliminadas. Textos como Mateo y Revelación (Apocalipsis) de Juan, junto con las epístolas de Jacobo y Judas, más la Didaché o Doctrina de los doce Apóstoles (compuesta entre el 100-150), los restos llegados hasta nosotros de los evangelios apócrifos judeocristianos, la Doctrina de Elkasai y posteriormente la literatura pseudoclementina, o novela de Clemente de Roma, en el siglo III, demuestran que el judeocristianismo siguió vivo, aunque diezmado. Pero los paganocristianos procedentes de diversas comunidades de judíos helenistas y sobre todo los paulinos fueron ya una franca mayoría sobre los judeocristianos, y ello afectó también a la ideología del cristianismo naciente.

Otras comunidades cristianas existentes desde finales del siglo I hasta mediados del II, como los milenaristas y los descontentos con el Antiguo Testamento y su teología, como los marcionitas, y otros que se esconden tras algunos de los escritos descubiertos en Nag Hammadi (como Origen del mundo, Apócrifo de Juan, Hipóstasis de los arcontes, el Segundo tratado del gran Set), así como diversos grupúsculos gnósticos que comienzan a florecer dentro del ámbito de la cristiandad pospaulina, caso de los valentinianos, visibles desde el 140, más otros que promovían la participación activa de las mujeres dentro de la Iglesia (los que pueden ser la base del Evangelio de María —Magdalena— del Papiro Berolinense 8502), o los encratitas, contrarios al sexo y al matrimonio, y algunos más, eran comunidades demasiado pequeñas como para hacer frente a los grupos paulinos, en especial porque estos comenzaron a organizarse mejor para una vida estable en este mundo ante el incumplimiento de las expectativas escatológicas.

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