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La pseudoepigrafía

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La literatura especializada suele utilizar el término «pseudoepigrafía» para referirse a los escritos del Nuevo Testamento carentes de autenticidad, que son casi todos menos las siete cartas de Pablo estimadas como auténticas. Pero el término «pseudoepigrafía» es ambiguo e incluso equívoco. La ausencia de autoría en el cuerpo de un escrito es el anonimato. La pseudoepigrafía es distinta al anonimato, pues es la explícita atribución de un escrito a un autor distinto del real. Es de dos clases: la pseudonimia y la falsificación estricta o mixtificación literaria.

La pseudonimia ocurre cuando el autor real se esconde bajo un nombre ficticio, inexistente, o cuando la autoría se atribuye a un autor irreal o mítico: Hermes Trismegisto, Henoc, Adán... En ambos casos puede excluirse, aunque no siempre, la intención de defraudar. La falsificación o mixtificación se produce, por el contrario, cuando el autor real es distinto del suplantado, y además es una persona real, viva o muerta, bien conocida. La intención de defraudar se deduce de los términos en los que el suplantador se presenta explícitamente como el suplantado. El autor real, el suplantador, debe denominarse falsificador literario o falsario, y el contenido de la falsificación es susceptible de enjuiciamiento. Cuando el juicio es negativo, la obra recibe las denominaciones de engaño, falacia, impostura. En ausencia de juicio negativo, la obra puede ser denominada ficción, fábula, leyenda, pero no se excluye que su contenido pueda ser auténtico (seis cartas de Platón son tenidas por falsificaciones, pero su contenido se considera históricamente atendible).

Los escritos del Nuevo Testamento que suplantan las figuras de Pablo, de Juan, de Pedro, de Jacobo y de Judas caen ciertamente bajo el epígrafe de la falsificación. De entre los veintisiete escritos del Nuevo Testamento solo se exceptúan los evangelios y los Hechos de Apóstoles, publicados anónimamente, las siete cartas auténticas de Pablo y la Revelación, que va firmada, aunque no sepamos casi nada del autor. Ahora bien, su contenido excluye el juicio negativo, por lo cual no sería adecuado calificarlos globalmente de supercherías o de patrañas. La deshonestidad literaria no los afecta por este capítulo, sino porque de hecho no hay suplantación de personas, como ocurre en otras obras del Nuevo Testamento.

No cabe el argumento de descargo del recurso a una cierta «mentalidad primitiva», o a una «personalidad corporativa», o bien a la antigua concepción judía del trasvase de espíritu de una persona a otra (la de Moisés a los setenta y dos ancianos: Nm 11,25; la de Elías a Eliseo, 2 Re 2,9, o a Juan Bautista, Mt 11,14, por ejemplo), lo que supondría una especie de pacto implícito entre falsificadores y lectores en virtud del cual estos últimos transigirían con la falsificación. En el mundo griego y romano existía el concepto de propiedad intelectual y el rechazo de la falsificación. Por ello, términos eufemísticos como «relectura» o «presentificación» no son más que recursos desesperados para intentar soslayar el problema teológico de un inspirador divino que se comunica a través de falsificadores.

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