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2. El Nuevo Testamento es tradición, interpretación y acomodación

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Durante los años 30-135 e.c., el magma de las tradiciones sobre Jesús y sus sucesores —incontroladas sin duda, a pesar de afirmaciones en contrario, y muchas de ellas no merecedoras del nombre estricto de «tradición» porque son producto de profetas o maestros cristianos— se fue consolidando, transmitiendo e interpretando. Dentro de este proceso, el corpus del Nuevo Testamento se va componiendo a base de tres elementos básicos: a) tradiciones (ya fueran reales o creadas posteriormente como tales) sobre Jesús considerado como el Mesías, sobre todo después de su muerte: sus hechos, sus dichos y su muerte/resurrección; b) interpretación de estas tradiciones por diversos métodos, en especial su iluminación con textos de la Biblia hebrea por medio de unas técnicas y esquemas de exégesis propios de la época, y c) acomodación de las tradiciones ya interpretadas a las circunstancias de cada comunidad concreta a la que iba dirigida cada obra particular del Nuevo Testamento. Este último aspecto necesita poca aclaración teórica por lo que ampliaremos sobre todo los dos primeros.

La tradición sobre Jesús empezó a formarse con los recuerdos de su persona y su obra inmediatamente después de su muerte, debido a la firme creencia de los discípulos de que había resucitado y de que de algún modo vivía entre ellos. Durante un cierto tiempo la transmisión fue oral, pero pronto se fue poniendo también por escrito, aunque no toda por igual. Es probable que lo primero que se puso por escrito en una hoja simple de papiro, o en un rollo o códice, fuera lo que más se necesitaba para la proclamación del Evangelio: suponemos que cada predicador cristiano con posibilidades económicas copió para sí, en una especie de vademécum, dichos y sentencias de Jesús, una relación de milagros, de parábolas y quizás también un florilegio de textos de la Escritura que probaban que Jesús era el mesías prometido. En torno a estas tradiciones acerca del personaje central recordado, Jesús, se formaron otras tradiciones respecto a la vida en común de sus primeros seguidores, en concreto, sobre el bautismo, o rito de entrada en el grupo, sobre la fracción del pan, como conmemoración de la «última cena del Señor», más otras que formulaban alguna solución a problemas teológicos, morales o de convivencia mientras la comunidad esperaba la segunda y definitiva llegada de su señor y mesías.

Esta «tradición» no fue nunca algo fijo, sino que se fue engrosando por medio del añadido de otras tradiciones, o bien de ampliaciones secundarias, gracias a las explicaciones de los maestros o de los profetas cristianos que pretendían hablar en nombre del espíritu de Jesús y con la misma autoridad que este. Las parábolas ilustran este hecho. Se trata fundamentalmente de comparaciones de una realidad espiritual con hechos u objetos de la vida cotidiana. En un principio debieron de conservarse con bastante exactitud en la memoria de los primeros testigos porque eran piezas literarias llenas de viveza y de ritmo, de fácil comprensión. Pero dentro de las comunidades que las conservaron, los profetas cristianos que enseñaban en su nombre atribuyeron nuevas parábolas a Jesús, las que realmente provenían de él sufrieron adiciones destinadas a mejorar su intelección, o bien perdieron el carácter de mera comparación y se convirtieron en alegorías de la vida espiritual; también se les añadieron nuevas conclusiones para obtener un mejor provecho de su enseñanza. Finalmente, cuando los evangelistas las recogieron, debieron de sufrir nuevos cambios, pues se les proporcionó un marco biográfico dentro de la historia de Jesús, y probablemente se hicieron ulteriores modificaciones para que esas parábolas adquirieran un mejor sentido en el lugar en el que estaban encuadradas dentro de cada evangelio.

Lo mismo que con las parábolas ocurrió con otros dichos de Jesús, o las historias de sus milagros y curaciones, etc., e igualmente con todo ese material reunido luego y transformado en un libro. Las diferencias de perspectivas sobre el Nazareno (o Nazoreo) entre las obras del Nuevo Testamento se deben en parte a cómo se transmitió el material pretendidamente tradicional, a cómo los diferentes autores combinaron los elementos de este material y a cómo los amoldaron a las circunstancias concretas o a las necesidades de sus lectores. Parece claro, según la crítica consensuada, que ninguna tradición se transmitió simplemente, sino que fue acomodada a las exigencias de los tiempos. Así pues, el Nuevo Testamento es el producto final y por escrito de este proceso de transmisión de la «tradición», de su interpretación, de la reflexión teológica —generada a veces muy rápidamente— sobre ella y de nuevas reinterpretaciones o acomodaciones. El estudio científico del Nuevo Testamento permite bucear en este complejo proceso e intentar la separación de lo que es lo primitivo en la tradición, qué pertenece básicamente al relato más antiguo sobre Jesús de Nazaret, o bien qué fue añadido a ella como interpretación o reflexión.

Dentro del grupo de los que reinterpretaron la tradición sobre el mesías, Jesús, como propaganda de su fe en él, ocupa un lugar preponderante en el Nuevo Testamento la figura de Pablo de Tarso. De los veintisiete escritos que lo componen, se le atribuyen catorce, con justeza o no; de momento la cuestión no es relevante. Solo por este hecho cuantitativo podemos deducir ya que la formación del Nuevo Testamento como canon, o lista de libros sagrados, se mueve —aparte, naturalmente, de Jesús de Nazaret— en torno al legado de Pablo. Ni siquiera la figura de Pedro puede comparársele, ni de lejos, en el cuadro de las obras que forman el Nuevo Testamento. Esta percepción se corrobora cuando el análisis crítico descubre, por ejemplo, que los cuatro evangelistas dependen, en las líneas maestras de su interpretación de la figura y misión de Jesús, mucho más de la teología de Pablo que de la de Pedro, cuya mentalidad era cerradamente galilea, o de la de cualquier otro apóstol; y que incluso las epístolas atribuidas a Pedro en el Nuevo Testamento son de clara teología paulina. O, por citar un caso más sorprendente, uno de los pilares de la presunta teología judeocristiana autónoma, la Carta de Judas, depende estrechamente de 1 Corintios para su descripción de los heterodoxos a los que ferozmente critica.

El que un escrito tenga una concepción paulina de Jesús se descubre comparando sus ideas con otras perspectivas teológicas transmitidas por el Nuevo Testamento mismo. En líneas generales, esta concepción consiste en atribuir a Jesús una dignidad muy superior, casi divina, a la de mero profeta o mesías terreno; en interpretar su muerte y resurrección como eventos redentores con los que cambia la historia no solo de Israel, sino de la humanidad e incluso del mundo. Esa muerte debe considerarse como un sacrificio ofrecido a Dios en un acto decidido por la divinidad misma desde toda la eternidad; la cruz es la oblación a Dios de la vida de su agente mesiánico como reparación, o rescate, por los pecados de los seres humanos hasta el momento. Este sacrificio es «vicario», a saber, es la ofrenda de la propia vida de un justo en pro de la vida y salvación de otros muchos que merecían morir por su calidad de malvados, concepto este que es mucho más griego que judío. Pero a esta muerte sigue la resurrección como vindicación divina de su sacrificio; el mártir por toda la humanidad recibe una magnífica recompensa.

El objetivo de todos los fieles ha de ser conseguir una resurrección como la de Jesús, en la idea de que participarán de ella tras una vida sin pecado observando la ley del Mesías. La apropiación del valor redentor de la cruz debe ser efectuada en cada individuo por la aceptación, gracias a un acto de fe en Dios y en su mesías, de que ese evento sacrificial fue el acto supremo de la salvación universal. Ser paulino es pensar también que, gracias a la redención obrada por Jesús, todos los paganos, y no solo los judíos como pueblo elegido, tienen la posibilidad de salvarse en pie de igualdad con estos. Aunque la ley mosaica siga siendo obligatoria en todos sus términos para los judíos, en adelante no será totalmente válida para los gentiles conversos, pues hay partes de ella que afectan solo a los judíos: lo concerniente a la circuncisión, los alimentos y la pureza ritual. Este cambio expresa que Dios ha decidido que el Mesías tenga sobre la tierra el poder de interpretar la ley de Moisés y aplicarla a la salvación de toda la humanidad. A la vez, la moral se convierte para los gentiles conversos al Mesías ante todo en una ética universal, procedente en gran parte de su mismo ambiente pagano, cuyas normas están expresadas negativa y positivamente por el Mesías.

Por último, a priori y por tratar siempre en el fondo sobre ideas que tienen su raíz y base en la figura real de Jesús de Nazaret aparezca o no expresamente citada, es claro que el Nuevo Testamento pretende estar contando eventos históricos y no voluntariamente legendarios, de pura fantasía. Y si los narra de hecho, los autores creen firmemente que han sucedido tal como se cuentan. Pero, dado que detrás de todo lo narrado se ve la mano de Dios que salva al ser humano, hay que decir que ninguna página del Nuevo Testamento es pura historia: no presenta los dichos o las acciones de sus personajes por sí mismos, ni por el interés en sí de lo ocurrido como susceptible de investigación histórica, sino dentro del plan divino de salvación de la humanidad por medio de Jesús.

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