Читать книгу De Berlin a Paris en 1804 - August Friedrich Ferdinand von Kotzebue - Страница 13
CLEMENS
ОглавлениеEs esto la estatua en madera de un viejo bufón de la corte electoral, con un verdadero rostro de tal. Reconocimos en él a genus, a primera vista. No es tanto el ingenio (que jamás perdona ninguna verdad) como la alegría (que nunca toma nada a mal) lo que vive y habla, por así decir, en su cara. En la boca de este impúdico y bien alimentado personaje todo, y cada una de las cosas, había de ser echado forzosamente a broma, pero jamás como amargo sarcasmo. Por supuesto, nada me sería más grato que poder tener a mi lado uno de estos bufones, y encuentro que es una gran falta de las testas coronadas haber relegado una costumbre tan laudable.
La estatua del honrado Clemens está bastante estropeada, lo que no deja de ser una pena. Su rostro me proporcionó un rato de verdadero deleite y, desde luego, le resucitaría antes que a la célebre Frau Moratta, cuyo mausoleo podéis hallar en la iglesia de San Pedro, en Heidelberg. Murió a los veintinueve años de edad, y, no obstante su juventud, interpretaba varias lenguas. También a su marido, un tal Grundler, se le menciona en la inscripción que está a su lado. Ya sabéis, mi querida amiga, que no soy gran admirador de esas señoras que son tan leídas, y que convierten al marido en un simple animal doméstico.
Si alguna vez llegáis a Heidelberg, quizá preguntéis por el bosquecillo llamado Wolfsbrunnen, que era tan famoso y tan agradable, que se dice que nuestro rey quiso tomar una vez en él su desayuno. Sí, mi buena amiga, en aquellos tiempos los hermosos tilos, viejos de trescientos años, formaban una bóveda sobre la fuente, y sus ramas se habían entrecruzado tanto, en el curso de los años, y tan estrechamente, que se podía pasear por encima de ellos, colocar mesas y sillas y pasarlo bien en la verde penumbra.
Las visitantes femeninas (así nos lo relatan los vecinos) se sentaban en la copa de los árboles y se entretenían en leer o hacer medias, y, a veces, tocaban el arpa, mientras que los caballeros tocaban la flauta entre el ramaje umbrío; en la fría gruta de abajo se hacía té y café, y la fuente murmuraba, sin ser vista, tras la verde enramada, exhalando su perfume. Pero todo esto es inútil que lo busquéis: solamente encontraréis un cuadrado rodeado de troncos de árboles.
Todos estos hermosos tilos han sido cortados hace unas semanas.
—¿Quién ha dado estas órdenes?—pregunté con indignación.
—La tesorería electoral—fue la respuesta.
Estos gruesos troncos tenían buena madera y las gruesas truchas del arroyo no podrían quizá soportar el excesivo frío de la umbría. Yo desearía, con todas mis veras, que cada consejero de la tesorería que consintió en el despojo de esta belleza natural, se viese obligado, dos veces al año, a tener que pasear, en el rigor del verano, bajo el ardiente sol del mediodía, jadeante y buscando en vano un refugio de sombra.
Naturalmente, éste no es el único signo del espíritu de la economía electoral ni el único desafuero que haya cometido o, al menos, intentado cometer. Se quería demoler las magníficas ruinas del Castillo de los Caballeros, para vender las piedras. Los jardines de ensueño de Schwetzingen habían de ser alquilados para patatales, ya que el gasto de su entretenimiento parecía excesivo. Afortunadamente, contra ambas medidas se elevaron, eficazmente, grandes protestas.
Con el Castillo de los Caballeros, el antiguo Castillo de Heidelberg, la ciudad quedaría privada de uno de sus más hermosos monumentos, y si Schwetzingen causa un gran gasto, también atrae una multitud de extranjeros adinerados. Debiera caerse la mano que fuera capaz de autorizar la destrucción de lo que ha constituido un placer de la humanidad durante tantos siglos.
Antes de dar mi adiós a Heidelberg, debo llevaros al grandioso puente construido junto al que fue arrastrado por una inundación en 1783 u 84. En aquella coyuntura, San Juan, con gran alegría de los piadosos creyentes, quedó de pie, en un pilar solitario que resistió la embestida. A pesar de este innegable milagro, el buen santo hubo de ceder su sitio, cuando se construyó el nuevo puente, a la vendada diosa Minerva.
En frente de ella se levanta la estatua del elector, Carlos Teodoro. En un combate, que ocurrió en este puente durante la última guerra, la diosa quedó tan estropeada con los balazos, que se la puede calificar como el emblema perfecto del imperio germánico.