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ZURICH

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Ya estoy en Suiza, pero no esperéis que os haga una descripción pintoresca de sus grandes bellezas naturales. Relaciones de viajes por Suiza se encuentran a montones, buenas, malas e indiferentes, y no es que sea un tema ya muy usado hablar de los encantos de la naturaleza en este país, sino que, para ser sincero, no creo que la descripción de una comarca, aun narrándola de mano maestra, haya reflejado una imagen igual en su mente. En la mía nunca lo ha logrado.

Una persona puede describir el lago, con sus acantilados a la derecha, salpicados de deliciosos hotelitos, y colocar la cadena del Jura a la izquierda, el Montblanc en el fondo, etc.; puede usar en esta ocasión el coloreado lenguaje de la poesía, pero ni aun así logrará hacer llegar a mi cerebro más que una confusa imagen de los objetos, confusa, digo, y nada parecida al original; la imagen se desvanece ante mi vista y en vano trato de fijarla.

Además, siempre he sido enemigo de tales descripciones. Una persona debe ver Suiza con sus propios ojos, así como un concierto debe ser escuchado con sus propios oídos. El que trata de pintar países con palabras, logra menos aún que quien trata de tararear una sinfonía; por tanto, nada diré de Suiza, sino que he visto rincones a los cuales debió referirse el Todopoderoso cuando, al terminar la creación del mundo, dijo: "Está bien".

Las cataratas del Rin no superaron lo que esperaba, aunque estaba preparado para ello. Muchos viajeros han tratado de describir el efecto de esta vista, pero dicha descripción me resulta muy inferior a la realidad. Es una vista incomparable, y no creo que exista pluma que pueda acometer la empresa de describirla con éxito. Quedé encantado de los alrededores de Zurich, y quizá más que en cualquier otro lugar, pues mi estancia fue mucho más interesante al considerar la dignidad y mérito del pueblo.

La perspectiva desde Bugeli a través del lago y de las montañas nevadas es cautivadora en extremo, pero la vista desde el cuarto de mi posada, que tiene de nombre «La Espada», es más atractiva, o, por lo menos, más variada. Esta perspectiva ha sido a menudo mencionada en passant. Yo, más circunstancialmente, y sin intentar describirlo (Dios no lo permita), mencionaré todo cuanto se ve.

El cuarto se halla en una esquina. Abriendo la ventana de la izquierda se ve, debajo, el río Limmat, con su ancho puente, y a ambos lados mujeres que venden frutas y hortalizas y entre las que circulan grupos de Cazadores franceses. El cuerpo de guardia de estos soldados está en el lado opuesto del puente.

No os podéis imaginar el bullicio y agitación que reinan en este sitio. Mirando hacia la izquierda, a lo largo del río, se ven dos grandes calles y una parte de la ciudad. Si se abre la ventana de la derecha, domináis ante vos una comarca abierta y, en línea recta, el lago de Zurich, rodeado de «villas» encantadoras y limitado por los Alpes, en cuyas cumbres los nevados picos dejan ver sus blancas cabezas.

Este anfiteatro, que forma contraste entre una naturaleza salvaje y cultivada, junto al bullicio de los hombres que pululan abajo, es incomparable. Los bellos paseos en torno a Zurich excitan continuamente al placer del ejercicio.

El monumento de Gesner es una realización de tal sencillez y nitidez que con dificultad se puede impedir le tributemos una lágrima. Es un gran dolor que los Cazadores franceses que no tienen ahora otra oportunidad de perpetuar su nombre, lo hagan sobre el mármol del monumento. En muchas partes encontré grabada la inscripción «13° regimiento de Cazadores», lo que, en realidad, es tan opuesto al mundo de Idylis como un fusil a un rosal.

En la biblioteca hay una gran cantidad de libros; un viajero corriente no puede decir más de un establecimiento tal. Me interesaron un par de cartas, manuscritas, de la famosa Jane Grey. Versan sobre temas religiosos, en un latín muy bueno, y tan bien escritas como si estuvieran hechas por la mano de un maestro en el arte.

No pude adquirir más que una visión rápida del gabinete de fisionomía de Lavater. Lo más notable no es la multiplicidad de las caras que ha coleccionado sino las observaciones que ha realizado tanto en los aspectos expresivos como en los inexpresivos. Algunas veces parece que tiene que haberle costado bastante trabajo expresar lo que hay de raro y extraño en las obscuras palabras de nuevo cuño.

El temperamento de los suizos se parece a la rugosa superficie del mar, donde algún fuego subterráneo hubiera expulsado fuera grandes rocas contra las cuales rompieran con estrépito las aguas su imponente furia. Las paredes de las tabernas y hosterías se hallan cubiertas a menudo con chistosas ocurrencias, que no están desprovistas de ingenio las más de las veces.

Los suizos guardan el odio más profundo al general Andermatt, que bombardeó Zurich. Vive en su casa de campo, donde permanece retirado y apartado del afecto común.

Los suizos no suelen hablar favorablemente de los rusos. Alaban generalmente al general Korsakoff por su amor a la literatura y a las ciencias, pero no le conceden crédito como buen general. Informado una vez de que los franceses habían ocupado una montaña que dominaba Zurich, exclamó: «¡Tanto mejor! Ahí es donde los esperaba», pero pronto se vio obligado a emprender la retirada y sin saber por qué puerta había de pasar. Los habitantes de Zurich se vieron obligados a mostrarle el camino. En esta ocasión perdió su equipaje; los húsares franceses se apoderaron de un gran botín y había en sus gorros tantas coronas francesas tan pesadas que alegremente se desprendían de ellas dando diez o quince por un luis de oro, encontrando que era más cómodo llevar el oro que las coronas. Si deseáis conocer un gran número de anécdotas de esta época, que aun no se han hecho públicas, pero que arrojan viva luz sobre los sucesos de este período, os aconsejo que vayáis a Zurich.

De Berlin a Paris en 1804

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