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HEILBRONN

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Siempre me ha causado la vista de un pergamino escrito a mano por alguna celebridad una sensación mixta, mezcla de agrado y horror. Mi fantasía se desboca en la forma más extravagante; me detengo en los lugares donde descansó la mano que lo escribió, y me parece ver los rasgos de su rostro reflejados en los de la escritura. Por esta razón sentía verdadero agrado al visitar Heilbronn, pues estaba seguro de hallar allí, entre los recuerdos, algunas cartas escritas por nuestros héroes teutónicos, Goetz de Berlichingen y Francis de Sickingen. A la mañana siguiente pedí permiso al encargado de los archivos para visitarlos y mi petición fue acogida con la mayor amabilidad, pero me permito aconsejarle, mi buena amiga, que si alguna vez llegáis a Heilbronn, inquirid primero si el encargado de los archivos se halla fuera. En la ocasión que le relato no estaba en la ciudad, y su suplente no sabía más sino que había dos subterráneos llenos de papeles. Le otorgué, desde luego, mi agradecimiento por sus buenas intenciones, y pude comprobar el trabajo que puso en hallar lo que yo deseaba ver, pero al fin terminó confesándome su ignorancia y, francamente, me causó un alivio el verle abandonar la escalera de mano.

Así, pues, no puedo deciros más respecto a los archivos de Heilbronn, sino que contienen una enorme cantidad de papeles y pergaminos.

No pude ver las cartas, pero, al menos, pensé, podré visitar la antigua torre en donde Goetz permaneció confinado; podré pasear por el reducido espacio donde aquel hombre rudo, pero honrado, sufrió los insultos y vilipendios de los senadores de Heilbronn. Creí que hasta los muchachos me indicarían inmediatamente en dónde se levantaba la referida torre, pero también en esto sufrí otro desencanto. Pregunté, por lo menos, a media docena de personas de diferente extracción y ninguna de ellas sabía lo que yo quería ni habían oído hablar tan siquiera del valiente caballero que yo mencionaba. Tal es la melancólica verdad de que en muy pocos siglos un hombre célebre es olvidado hasta en los lugares donde vivió, y sus acciones, grandes y buenas, lo son tan sólo para la posteridad; los que viven con él lo contemplan con indiferencia y nada ven de cuanto existía.

Al fin, encontré un oficial de policía que me prometió mostrarme la torre. Fuese, y volvió con un enorme manojo de llaves, y me condujo, a través de uno de los barrios más sucios de la ciudad, hasta una antigua torre cuadrada, con varias escaleras ruinosas que terminaban en una terraza, desde la cual se disfrutaba una hermosa vista.

—¿Pero dónde está el lugar en que sufrió prisión Berlichingen?

Se ofreció a abrirla, informándome, sin embargo, que, precisamente, había dos criminales confinados en ella.

—Pero, ¿aún se usa este edificio como prisión?

—Claro.

—¿No se conserva, entonces, como un interesante monumento de la antigüedad?

—Oh, no, estamos muy faltos de sitio; incluso se ha llegado a dividirlo en compartimientos, para que así pueda haber más lugar para los malhechores.

—Ah, ya—y no dije más.

Observé la puerta de la prisión desde el exterior; está situada en el piso más elevado y es muy baja. Goetz, que ante nadie se inclinó, tendría que hacerlo, a pesar suyo, para entrar en ella. Bajé indignado las escaleras. Es, en verdad, un gran dolor que los siglos transcurridos no hayan sido suficientes para inspirar al Senado de Heilbronn sentimientos un poco más respetuosos para la memoria de Goetz de Berlichingen.

No sé qué deciros más de esta pequeña ciudad. En una de las iglesias están los doce Apóstoles, pero se ignora en calidad de qué. Deben ser como cariátides, y con su cuerpo sostienen la cúpula, probablemente como un símbolo de la virtud cristiana de la paciencia.

En la fachada de una casa se lee, en grandes letras, que Carlos V llegó a ella en una silla de manos, en el mes de diciembre (probablemente porque estaría enfermo), y que partió de allí en enero, a caballo (probablemente porque se habría curado).

De Berlin a Paris en 1804

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