Читать книгу De Berlin a Paris en 1804 - August Friedrich Ferdinand von Kotzebue - Страница 22
BERNA, LAUSANA, GINEBRA
Оглавление¿Qué os puedo decir de estas ciudades sino que las he visitado y he visto en ellas lo que cientos de personas habían contemplado antes que yo? Las ciudades no son de alabar entre las bellezas de Suiza; las grandes ciudades, en particular, son antiguas, enmarañadas y entrecruzadas por calles estrechas y malolientes, con altas casas que impiden a los habitantes gozar de los beneficios de la libre circulación del aire. Tan sano como es el aire de Suiza una vez fuera de puertas, es insano dentro de las ciudades, exceptuando los pequeños pueblecitos, situados al borde del lago de Ginebra, de Morgues y Rolle.
Me agradó especialmente la idea de visitar el osario, cerca de Murten, célebre por la gran batalla ganada por los suizos a Carlos de Borgoña, en 1476, donde fueron reunidos los huesos de los muertos en la lucha. Desgraciadamente tampoco ellos sabrían explicarlo. Los franceses se ven a veces acometidos por un deseo infantil de destruir. Aun quedan en el lugar gran cantidad de huesos, calaveras y costillas, con lo que, quizá, en bastantes años se podrá distinguir el lugar.
En Ginebra tuve ocasión de apreciar un excelente cuadro histórico, de St. Ours, el pintor. Siendo éste el único género de pintura del que soy un entusiasta admirador, pero del que conozco tan poco, la vista de dicho cuadro fue para mí un verdadero deleite. Es muy grande y ocupa una pared entera, representando los juegos olímpicos, en el momento en que el vencedor ha superado a su tercer antagonista, que habiendo ya caído, se apoya todavía con su atlético brazo. Avanza hacia el jurado del combate y demanda el premio. El juez coge la corona, el pueblo congregado en torno suyo aplaude, y el vencedor es conducido en triunfo fuera del campo. El padre del héroe figura entre los espectadores; Sócrates está presente y las sacerdotisas de Ceres, las únicas mujeres que podían asistir a los juegos, se hallan sentadas a los lados del juez.
El artista ha representado a tales sacerdotisas como muchachas de belleza exquisita y sus encantos se ven realzados por el traje. Una de ellas se levanta involuntariamente de su asiento, en postura inclinada, con encantadora ingenuidad, hacia el vencedor, cual si se hallara más interesada por su personalidad de lo que permite su sagrada profesión; y una de sus hermanas con gentileza la empuja hacia atrás. Este grupo, tan encantador como es, aparece, sin embargo, como un defecto en el cuadro, ya que hace perder la atención en la figura principal y se mira y se vuelve a contemplar más de una vez. El vencedor, por su parte, está demasiado estirado y el colorido de su cuerpo no es, quizá, el más apropiado. Pero, a Dios gracias, no soy lo bastante «connoiseur» para criticar. Expreso lo que siento y ya es bastante.
Después de admirar a St. Ours fui a ver al célebre Deluc, un ingenioso anciano, que con la mayor amabilidad me mostró su notable gabinete de fósiles, lavas y conchas. Confieso humildemente que entiendo muy poco de esta ciencia. Me hizo violentas objeciones a la hipótesis de que los aerolitos o piedras lunares como se llaman, son proyectados sobre la tierra por volcanes en erupción en aquel planeta. Es de opinión que las leyes de la gravedad no permitirían ni a un simple átomo salir de dicho planeta. Lo que me dijo sobre los volcanes, en general, y su origen, es en extremo interesante. Sin el agua del mar es de opinión que no puede existir ningún volcán y que por ello se encuentran siempre en las cercanías del océano, que el agua del mar es necesaria en absoluto para crear la fermentación necesaria y que en sus comienzos todo volcán no es más que un gran agujero abierto en el terreno, que se convierte en montaña por la acumulación de continuas erupciones durante cientos de años.
Cuando le repliqué con una sonrisa que de esta forma requería un tiempo infinito la formación de una montaña como el Monte Etna, por ejemplo, y que esto echaría por tierra la verdad del relato bíblico de la edad del mundo, negó mis aseveraciones, diciéndome que los volcanes tal vez comenzaron desde el principio del mundo, a formarse bajo el agua, lo que se prueba por los restos de animales marinos que se encuentran en las cumbres de las montañas. Hubiera deseado escucharle durante horas y horas, pero tan lego como soy en esta ciencia, no podría estar muy seguro de que mi relato os diera un fiel trasunto de lo que me dijo.
Encontré el teatro en Ginebra bastante pasadero. Entre otras piezas se representó «Monsieur de Crac dans son petit Castel» donde tuve ocasión de ver algunos buenos comediantes. El palco del alcalde parece la jaula de un loro, pues está rodeado de una alambrera, lo que no deja de ser una singular muestra de distinción. Esa fea costumbre que entre los actores existe de practicar agujeros en el telón para asomar las narices al exterior, también se usa aquí; mas, para evitar que las roturas se conviertan en desgarros, han rodeado los orificios con un reborde de lata.
En Berlín el público está reconocido a Issland (a quien yo debo muchas cosas) por la corrección de su falta de decoro. Hubiera preferido más ver el Mont Blanc que todas las decoraciones de los teatros de Ginebra, pero no quiso favorecerme despojándose de su manto de nubes; esta venerable montaña no dudo que permanecerá en el mismo sitio y espero tener la ocasión de admirarle en otra coyuntura.
No pude ver, con gran pesar mío, otra curiosidad de Ginebra: la celebrada autora de Delphine; también ella se había envuelto en su velo y se había marchado, no sé dónde. Para procurar una adecuada compensación a este contratiempo fui a Ferney y entré en su santuario con el corazón palpitante. Ya había visto en San Petersburgo, en el palacio del Hermitage, su modelo, y quedé algo defraudado ante las ilusiones que me había forjado del edificio: en general la descripción de una ciudad suele ser más bella que la ciudad misma.
No fue tan sólo por ver lo que se llama el castillo de Ferney por lo que había acudido allí: deseaba entrar en el lugar donde había vivido Voltaire, donde había paseado, compuesto sus poemas; deseaba gozar de las sensaciones que tal sitio puede crear en una fantasía susceptible. La casa pertenece ahora a un comerciante cuyo nombre no recuerdo, pero que muestra veneración por la memoria de Voltaire, al dejar su dormitorio exactamente como estaba cuando era habitado por el gran filósofo.
Encontré su lecho con las viejas cortinas de seda amarilla; aun colgaba el retrato de Federico el Grande pintado por Kain; un trozo de bordado hecho por la emperatriz Catalina y otros objetos por el estilo. En un nicho se halla una urna, en la que ha sido depositado su corazón, con este rótulo: «Me siento satisfecho al saber que mi corazón se halla entre vosotros».
En otra habitación encontré la mesa de billar con que acostumbraba a jugar y—viviente reliquia—paseándose por la casa un anciano sacerdote que había vivido nueve años con Voltaire.
No puedo encontrar palabras para expresar la melancolía de mis sentimientos, pero vos, mi querida señora, que tan rica sois en sentimientos nobles, me entenderéis perfectamente, sin gran esfuerzo.
Aquí termina mi recorrido descriptivo a través de Suiza y no creo lo tachéis de prolijo. Si alguna vez hiciera el viaje a pie por estas románticas comarcas (y tengo la firme resolución de efectuarlo) estoy seguro entonces de hallar más temas de que poder escribiros.
Suiza hay que recorrerla a pie; viajar en coche es demasiado cansador y caro. Si el cochero suizo hace cuatro o cinco millas alemanas por día con sus bien alimentados caballos, cree haber realizado una hazaña y han de pagársele tres coronas por sus dos animales y otro tanto al siguiente día; estáis obligada a cenar y pasar la noche donde él crea conveniente y ha de sufrirse el que os engañen en las posadas más caras. Esto me ha ocurrido, contrariamente a lo que esperaba, mucho menos en las posadas de las pequeñas ciudades que en las de las grandes, que a menudo son muy inferiores a aquéllas. En casi todos los sitios encontré malos alojamientos y un ejemplo os ilustrará de mis asertos.
En Lausana me dirigí al «León de Oro», que Reichardt en su «Guía de Viajeros» califica como la mejor posada.
—¿Tiene Vd. habitaciones?—pregunté al criado, que llegó hasta la puerta del coche—. Pero—proseguí, aleccionado por casos anteriores ante respuestas semejantes—, ¿tiene Vd. buen alojamiento?
—Oh, sí, señor.
—Deseo dos cuartos.
—Se hallan a su disposición.
Me condujo a través de tres pares de estrechas escaleras, pasando por una variedad de sucios agujeros, y me mostró una habitación.
—¿Dónde está la otra?
—Veinte yardas más allá.
—Deseo que estén juntas.
—Me es imposible servirle.
Me quedé con ellas, pero vi que no había mesa. Ordené traerla, y al fin me complacieron. Pedí té, que me fue servido después de una hora de espera.
—¿A qué hora pueden servirme mañana el café?
—Tan temprano como Vd. desee, señor.
—Bien, entonces a las cinco.
—Muy bien.
Llegó la mañana, pero no el café. Busqué la campanilla, que no la había. Algunas brasas aparecían todavía encendidas bajo las cenizas y me dirigí para encender el fuego por mí mismo, pero no pude conseguirlo. Al fin, mi criado me trajo el café a las seis.
—¿Cómo tan tarde?—le pregunté.
—Todo el mundo en la casa está aún durmiendo y tuve que sacar al cocinero de la cama.
—¿Y el camarero que me dijo que me lo traería a las cinco?
—También está durmiendo.
—¿Y el encargado de encender el fuego en la estufa?
—También.
Todas estas cosas son nimiedades, ya lo sé, pero también estaréis de acuerdo conmigo en que provocan molestias, especialmente cuando, a pesar del mal servicio, se le obliga a uno a pagar bien. En la misma posada me cobraron un franco por una vela, por una comida de tres platos una corona francesa por barba y todo igual en proporción.
Para un hombre acostumbrado a levantarse temprano como yo, es desagradable encontrar a toda la gente dormida hasta tan tarde, lo mismo en Suiza que en Francia. En Ginebra, en «La Balanza», donde me alojé, el camarero me dijo, llanamente, que no podía servirme el café tan temprano porque los rusos y los ingleses lo toman más tarde. Lo mejor para una persona que tiene que viajar por estos países es llevar consigo todo lo que necesita, calentar su habitación con sus propios medios, encender luz cuando quiere y hervir su café en la chimenea.
Viajando se halla uno frecuentemente con cosas que son muy distintas de lo que uno se imaginaba. Por ejemplo, yo iba receloso de los encargados de la Aduana francesa, pues me habían dicho que inspeccionaban muy rigurosamente, mezclaban todo el equipaje y eran extremadamente insolentes. Encontré en este particular que era todo lo contrario. Los encargados de la Aduana en la frontera fueron atentísimos: echaron una ojeada a mi pasaporte, abrieron por fórmula mi maleta y no me entretuvieron arriba de cinco minutos. Los encargados del registro sí aceptaron una fruslería que les ofrecí, pero el oficial que se hallaba presente casi se ofendió cuando, al darle las gracias, quise poner algo en su mano. Me hallaba un poco asustado por tener que depositar, según me habían dicho, por lo menos, el valor de mi carruaje, pero nadie me dijo nada sobre ello. Esta ley se aplica tan sólo a los coches importados de Inglaterra.