Читать книгу De Berlin a Paris en 1804 - August Friedrich Ferdinand von Kotzebue - Страница 14
MAUREN
ОглавлениеUn hombre puede considerarse bastante versado en geografía, sin que por ello conozca esta pequeña ciudad o pueblo. Es el primer puesto entre Heidelberg y Stuttgart, y la recuerdo aún más a causa de una desgraciada anciana.
Considero uno de los más envidiables privilegios de un autor popular, el poder sacar, mediante una palabra oportuna, a las víctimas de la miseria, de sus obscuros rincones, para colocarlas bajo la suave luz de la compasión.
Al entrar en la sala de espera de la posta, vi a una mujer anciana, de unos ochenta años, sentada ante la estufa, masticando con dificultad un trozo de pan y bebiendo un vaso de vino. A su lado, en el suelo, yacía una muleta. Debió haber sido muy bella en su juventud, pues su aspecto era agradable, y el dolor moral que la rodeaba me interesó sobremanera. Pregunté a la mujer del encargado del puesto si era su madre.
—No, por cierto—me contestó—; se trata de una pobre ciega que vive de la caridad y que algunas veces viene a pedirnos; hacemos por ella lo que podemos.
—¿Pero, no pide?
—No, nunca mendiga; pero todo el que la conoce le da algo.
Me acerqué a la anciana:
—¿Hace mucho tiempo que es Vd. ciega?—comencé diciéndole, para trabar conversación.
—Hace poco tiempo—me respondió—podía ver aún un reflejo de luz, pero ahora se me ha desvanecido; y Dios no quiere aún que yo muera...
A pesar del interés que parecía mostrar hacia ella, no me pidió nada. Esto me emocionó; una palabra traía otra, y acabó relatándome su melancólica historia. Había estado casada con un pastor, en Hannóver; había tenido hijos que vivían felices. Sobrevino la Guerra de los Siete Años, con su secuela de pobreza y miseria. Perdió todo, pero luchó por mantener su espíritu. Presenció la muerte de sus hijos y los consoló hasta el último momento. Finalmente, su marido también murió; una larga enfermedad consumió la escasa hacienda que les había quedado y se vio obligada a abandonar su residencia desnuda y desamparada.
Le aconsejaron se dirigiera a su cuñado, abogado asesor en Darmstadt. No le conocía personalmente y los informes que poseía le hacían aparecer como poseedor de un extraño carácter. Acuciada, no obstante, por la necesidad, se aventuró a ello. Ayudada en escasa medida por sus amistades (ya que, decía la anciana, ninguno de ellos tenía mucho que dar), reunió lo suficiente para sus gastos de viaje y llegó a Darmstadt en la posta.
Temblorosa, se aproximó a la puerta de su cuñado. Un criado la recibió con gran turbación, la pasó a una bien alhajada sala y le sirvió un refrigerio. Allí permaneció algunas horas, pero su cuñado no apareció. Hacia la noche, la criada le sirvió una suculenta cena, pero, no pudiendo comer, a causa de su agitación e inquietud, preguntó repetidamente por su cuñado. "Mañana, mañana", le contestó la criada, que se dio cuenta de su estado y temía por ella; «primeramente repare sus fuerzas, tómese una noche de descanso, que bien lo necesita». No pudo dormir. A la mañana siguiente los criados entraron en su cuarto y, con lágrimas en los ojos, le anunciaron que su pariente había sido enterrado hacía unos quince días y que había dejado por completo su considerable fortuna a las instituciones de caridad. Al llegar a este punto del relato, sollozó amargamente: «¡...y Dios no quiere que me muera!».
He olvidado cómo llegó a esta parte del país, en donde había estado viviendo miserablemente por espacio de cincuenta años, sin lograr morir. Durante mucho tiempo recibió socorro en Heidelberg, pero desde los últimos dieciocho meses esta ayuda le había sido suspendida. Como permanece sentada sin pedir, mucha gente pasa sin reparar en ella y obtiene poco dinero. Es algo prolija en su conversación, pero emplea un lenguaje correcto y se vislumbra inmediatamente a la mujer educada. Acepta regalos con rubor y da cordialmente las gracias sin caer en la abyección. Su deseo de morir y su invocación a la muerte, son extremadamente conmovedores. Con gusto perdoné al postillón que hubiera dejado a los caballos de relevo que pastaran en el campo y que me hiciera esperar, porque este relato, breve y desnudo de adorno literario, me hizo sentir una profunda piedad y me proporcionó la oportunidad, como hombre, viajero o no, de ofrecer una ayuda a la pobre ciega. Ya no será un gravamen para sus bienhechores; su amigo cumplirá en breve su ferviente deseo y la conducirá dulcemente hacia su marido y sus hijos.
La guerra ha dejado a este país en una gran pobreza y ha sembrado también ideas más claras de las que son precisas para los rústicos. Nubes de pedigüeños demuestran lo primero; una conversación entre dos campesinos, bebiendo un trago de vino y tomando un pedazo de queso, prueban mi segundo aserto: «Desde esta guerra desdichada—decía uno de ellos—, el pueblo vive cuatro veces peor que antes; los hombres no son ya como eran; nadie ayuda a su vecino, sino que sólo cuida de sí mismo». (Por supuesto, el más grosero egoísmo es la característica de la época en que vivimos).