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Tiziano se escabulló de la sala de estar y se dirigió hacia las escaleras. A medida que subía los escalones de uno en uno, el murmullo iba quedando atrás: las conversaciones ininteligibles de la gente que se había acercado a darles el pésame, el llanto ahogado de su abuela Nydia, las voces potentes de sus tías...

Se sentía aturdido, igual que aquella vez en la que en un partido de fútbol había saltado a cabecear y había chocado la cabeza con un adversario. La situación era por completo distinta, sin embargo, se sentía de manera similar: confundido, aturdido, angustiado. La cabeza como a punto de estallar. Todavía no podía creer que su padre estuviera muerto, que ya no lo vería nunca más, que ya no compartirían momentos propios del día a día, de la vida.

En su inocencia de niño, creyó que sus padres serían eternos; ya de adolescente, evitaba pensar en que ellos pudieran faltarle. Además, Caeli y Paolo eran jóvenes, la lógica indicaba que era difícil que alguno de ellos pudiera morir de repente. Pero a la muerte rara vez se le encuentra la lógica, razonó Tiziano.

Ya en el pasillo del primer piso, a pesar de que tomó la manija de la puerta para ingresar a su dormitorio, la soltó y caminó hacia el final del corredor, donde se encontraba la habitación de sus padres. Una vez dentro, la recorrió con la mirada. Las pertenencias de su padre seguían por todas partes, tal como él las había dejado el jueves a la tarde antes de salir con sus amigos, como hacía cada jueves de manera religiosa antes de que sufriera el infarto repentino, inesperado.

Sobre el respaldo de la silla junto al vestidor, descansaba una camiseta gris con cuello polo de Armani. Cuando Tiziano la tomó en sus manos, los restos del perfume que usaba su padre y un dejo de olor a tabaco de sus cigarrillos invadieron sus fosas nasales de manera tan vívida, que si cerraba los ojos podía imaginar que Paolo estaba con él dentro del dormitorio. Sin pensarlo siquiera y obedeciendo a la necesidad de aferrarse a esa sensación de presencia, se quitó la camisa escocesa que llevaba puesta para ponerse el polo de su padre; luego volvió a colocarse la prenda a cuadros rojos y negros, que dejó desabrochada.

Dejó la habitación ya sin recorrerla con la mirada. Si lo hacía, la ausencia volvería a tornarse real. Poco después, ingresó a su dormitorio y cerró la puerta tras de sí, aunque no logró apagar las voces y llantos provenientes de la planta baja.

Al acercarse a la mesa de noche en busca de un par de auriculares, vio a su madre a través del cristal de la ventana. Caeli cargaba la urna de Paolo entre sus brazos y en ese momento se adentraba en el olivar. Tiziano inhaló una honda bocanada de aire al deducir lo que ella estaba a punto de hacer y, por algunos segundos, se debatió entre la posibilidad de acompañarla o dejar que fuera sola. Prevaleció la segunda opción aunque se sintió egoísta al preferir evitarse el angustioso momento de liberar las cenizas de su padre. Sabía que al presenciar semejante acto la realidad caería por su propio peso, cruda e inamovible.

Se recostó en la cama, abrió la aplicación de música y buscó un tema: Save me, de XXXTentacion, comenzó a sonar. La melodía lo acompañaba a la perfección en su estado de ánimo. A pesar de su estilo oscuro y en apariencia depresivo, la canción no lo sumía en una depresión mayor. Al contrario, parecía cobijarlo en un abrazo reconfortante. Lo sostenía, tal como si empatizara con su dolor, y así le impedía caer más profundo.

Tiziano cerró los ojos cuando sintió que ya no podía contener las lágrimas y estas brotaron con naturalidad debajo de sus párpados. Las dejó fluir y en algún momento se quedó dormido.

Despertó con golpes a la puerta. Al echar un vistazo al celular, advirtió que al menos había pasado una hora. En el reproductor de música ahora sonaba Do I wanna know?, de Arctic Monkeys. Caeli volvió a golpear, esta vez un poco más fuerte como para hacerse oír, y pronunció su nombre. Tiziano no le respondió todavía. Se incorporó en la cama y se quitó los auriculares, que dejó colgando del cuello. Después se secó la humedad de las mejillas y se restregó los ojos con la intención de ocultar todo vestigio de llanto.

–Tizi, ¿puedo pasar? –preguntó ella en tanto, esta vez, abría la puerta lo justo como para asomar la cabeza.

–Sí –murmuró él.

Con el mayor disimulo posible, radiografió a su hijo con la mirada. No le pasó en absoluto desapercibido que él vestía el polo gris de Paolo, mucho menos sus ojos enrojecidos. No hizo referencia ni a una ni a la otra cosa para no incomodarlo; en cambio, procuró iniciar una conversación desde otro ángulo. Tampoco le iba a preguntar cómo se sentía; el interrogante era absurdo dadas las circunstancias.

–Te traje una leche chocolatada y un panino de queso –le comunicó. Dejó la bandeja sobre la silla junto a la cama y ella se sentó en el borde del colchón, sin tocarlo pero a una distancia ínfima en caso de que su hijo necesitara el contacto. Tiziano siempre había sido un chico muy emocional y sensible, aunque después de cumplir los doce años, puede que por pudor, se había vuelto reacio a demostrar sus sentimientos y emociones. A causa de ello, no quería invadir sus espacios ni propiciar que no se sintiera a gusto. No obstante, debía saber que ella estaba allí para él, como siempre había sido desde el día en el que había llegado al mundo. Sin esperar una respuesta a su comentario, que era probable que no llegara, Caeli continuó con la mayor naturalidad posible–: Imaginé que preferirías tomar aquí la merienda.

En esa ocasión, Tiziano esbozó una sonrisa, que aunque apenas perceptible, lograba transmitir agradecimiento ante el gesto de su madre.

–¿Tú comiste algo? –le preguntó él. Ser muy protector con ella era otro rasgo del chico. La joven mujer se sintió conmovida.

–Hace un momento tomé una tisana con tu tía Marianela.

–Pero no comiste –reafirmó él.

–En realidad, no –tuvo que reconocer. Tiziano negó con la cabeza, luego estiró la mano hacia el plato para tomar el panino, que partió a la mitad. Le entregó a ella una de las porciones–. Podemos compartir este.

Caeli lo aceptó sin rechistar a pesar de sentir el estómago cerrado. Todo fuera para que su hijo probara algún bocado; le constaba que no había comido mucho en lo que iba del día.

Tiziano dio un mordisco al emparedado. Volteó el rostro hacia la ventana y su mirada se perdió entre las copas de los árboles, que se extendían a lo largo y ancho del campo como un infinito mar verde y plateado, agitado con suavidad por la brisa. Las lomadas del terreno lograban un efecto visual de ondas que se aplanaban hacia el final para después emprender el ascenso a la parte de mayor altura. Allí, en lo alto, se encontraba el promontorio.

–Te vi ir hacia el mirador con... papá –murmuró Tiziano sin mirar a su madre. Su mirada todavía se paseaba por los senderos de tierra rojiza que serpenteaban entre las hileras de olivos. No había sido capaz de pronunciar las palabras correctas: urna, cenizas, restos... Decirlas en voz alta las volvería reales y, por lo pronto, necesitaba seguir negando, aunque fuera a medias, la verdad.

Caeli se sintió en falta, aunque la tranquilizó saber que su hijo la había visto. No es que pensara ocultarle lo que había hecho; solo había estado esperando el momento para decirlo. Tiziano se le había adelantado.

–Lo siento, Tizi, tendría que haberte preguntado si querías acompañarme –se disculpó ella, apenada. Sin mirarla, Tiziano negó con la cabeza. Su madre prosiguió–: Creo que mi comportamiento fue egoísta porque en ese momento no pensé en los deseos de nadie más, solo en mi necesidad de soledad y en lo que Paolo hubiese querido.

–Todo está bien, mamma. Papá está donde a él le gusta.

Caeli inhaló una honda bocanada de aire para mitigar la angustia. Su hijo seguía hablando de Paolo en presente; se negaba a dejarlo ir. Y aceptó que estaba bien, porque cada quien tiene sus tiempos para transitar por el enorme dolor que causa una pérdida.

En un principio, ella también había querido negar la verdad. También había ansiado despertar y descubrir que esos últimos dos días habían sido producto de una pesadilla y que, de un momento a otro, Paolo ingresaría a la casa después de pasar el día en el olivar o en la fábrica. O que saldría del cuarto de baño con el cabello húmedo y dejando una estela de su masculino perfume. O que se acercaría a abrazarla y ella lo regañaría por ese cigarrillo que había fumado. Porque aunque Paolo hacía tiempo que prometía dejar de fumar, jamás había podido alejarse de ese vicio.

Pero no. Por más empeño que hubiese puesto en negarlo, Paolo ya no estaba, y la revelación de la verdad había dado paso al enojo. Estaba enojada con su esposo por no haberse hecho los chequeos médicos. Tal vez, solo tal vez, de esa manera hubiesen detectado a tiempo su afección cardíaca. Estaba enojada con su esposo por no haberse cuidado más, por no haber dejado de fumar, por haberse sobrepasado con el trabajo. Las preocupaciones y el estrés no habían sido una buena combinación. Estaba enojada con Paolo, muy enojada, por haberse ido y haberles dejado ese vacío tan grande e imposible de llenar. Ese dolor tan profundo en el pecho, como si al irse les hubiese arrancado un trocito del corazón, ¿o había sido un trocito del alma? Y ahora Caeli no sabía cómo harían su hijo y ella para seguir sin él, que hasta dos días atrás, les había dado sentido a sus vidas.

La angustia trepó por su pecho y se enroscó en su garganta. Fue inevitable que los ojos traicioneros se le llenaran de lágrimas. Y eran traicioneros, porque si había algo que no quería hacer, eso era llorar delante de su hijo.

Desvió la vista hacia la ventana. Por el rabillo del ojo advirtió que Tizi la miraba. Apretó los labios en un vano intento por contener la angustia, que pronto se materializó húmeda rodando por sus mejillas. Sintió la mano de su hijo sobre la suya y ya no pudo contenerse más. Volteó hacia él con el rostro desencajado, e igual que si se hubiese mirado en un espejo, encontró la misma mueca de dolor en el rostro de él. No fueron necesarias las palabras, solo la necesidad que cada uno tenía de desahogo y contención. Se fundieron en un abrazo fuerte, apretado. En un abrazo que pretendía ser el inicio de ese camino que empezarían a recorrer juntos, solos los dos. Esa nueva realidad, esa nueva vida en la que los caminos parecían inciertos. No obstante, en ese abrazo también supieron que no estaban solos. Se tenían uno al otro para empezar a sanar.

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