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Lunes, 16 de enero de 2017

Bastian estaba sentado en la cama, con la mirada perdida a través del cristal de la ventana. Tenía los brazos fuera de la manta y en su mano derecha, que descansaba sobre el colchón, estaba su teléfono celular. Acababa de cortar una llamada y todavía estaba en shock. No es que no se lo hubiera esperado, de todos modos no podía evitar que esto le afectara.

–¿Se puede? –la voz de su hermano Leandro interrumpió sus pensamientos. Daniela y él habían viajado de Ostuni en cuanto Gianni les había telefoneado, y no se habían movido de Roma en todo ese tiempo. Bastian llevaba veinte días internado, y tenía para otro tanto, por lo menos, y ellos de todos modos no habían desistido de su idea de acompañarlo.

–Sí, pasa –le respondió, aunque no era necesario. Leandro ya había ingresado el metro ochenta y cinco de su anatomía a la habitación. Se detuvo a los pies de la cama. Cruzó los brazos delante del pecho y con la cabeza apenas inclinada lo observó con detenimiento.

–¿Pasó algo? –le preguntó. Bastian esbozó una mueca de disgusto.

–Me acaban de telefonear del área de recursos humanos de Colosseo Hotels. ¡Imagínate! Me desearon una pronta recuperación.

–¡Ah, pero qué atentos!

Bastian puso los ojos en blanco.

–También tuvieron “la gentileza” de notificarme que quedó sin efecto la propuesta laboral que me habían hecho. No pueden esperarme, razón por la cual –continuó con esa mezcla de desencanto e ironía con la que teñía las palabras–, ya te imaginarás que tomaron un nuevo contable para ocupar el puesto.

–¡Pero qué malditos desgraciados! –soltó Leandro. Descruzó los brazos y los detuvo a tiempo antes de impactar las palmas sobre ese extremo de la cama–. Lo siento –se disculpó de todos modos por lo que no había llegado a hacer. Nervioso, avanzó hasta situarse junto a su hermano–. ¿Y no podemos demandarlos? –inquirió.

–Técnicamente no, porque no habíamos llegado a firmar el contrato laboral. Lo haríamos efectivo el 2 de enero, ¿recuerdas?

–¡No te puedo creer!

–Créelo, porque es así. Y no es que no me lo esperara –negó con la cabeza–. Ya me lo veía venir... Semejante empresa no iba a esperarme a mí, que soy insignificante.

–¡No vuelvas a decir una estupidez de esas! –lo reprendió.

–Seamos sensatos, Lean. Hay cientos de contadores públicos que pueden ocupar ese puesto. Y yo no soy nadie especial, solo alguien que tuvo la posibilidad de entrar a trabajar en esa empresa tan importante, pero que por esas malditas vueltas que da el destino, también la perdió.

–Podrían haberte esperado –Leandro no pudo evitar la irritación que experimentaba. Cada día, después del accidente y de la cirugía, había sido una batalla para Bastian especialmente, pero también para quienes estaban a su lado. Lo cierto era que resultaba difícil asumir el nuevo estado de su hermano y verlo transitarlo.

Bastian había tenido días de mucho enojo e irritabilidad, y también días de completo abatimiento y depresión. Esos habían sido los peores, porque entonces se quedaba quieto, no hablaba, no lloraba, no gritaba. Verlo enojado y desahogar la rabia era preferible a la apatía que desencadenaba un estado de introspección en el que Bastian se encerraba como en una ostra, en la que nada parecía hacerlo reaccionar. No obstante, toda la tristeza e incertidumbre que sentía seguían allí dentro de ese caparazón inanimado, bullendo y carcomiéndole las entrañas y la mente. Y matándolo cada día un poco.

Si bien el equipo de terapistas había empezado a trabajar con él veinticuatro horas después de la cirugía, había sido recién en los últimos días que Bastian había mostrado cierta aceptación. Solo entonces había empezado a tomar la rehabilitación como un camino esperanzador en vías de recuperarse. Por esta razón, Leandro se enojaba tanto con la gente de Colosseo Hotels, porque que hubieran desestimado la propuesta laboral que le habían hecho a Bastian, seguramente sería un golpe tremendo para su autoestima y para su endeble confianza, y Leandro temía que lo hiciera retroceder varios pasos en su recuperación.

–No, Lean, aunque me enoje esta situación, comprendo que no pudieran esperarme; hubiese significado una carga para ellos. Tengo para al menos quince o veinte días más acá adentro –se refería al hospital y su voz sonaba resignada–. Y cuando salga, ni siquiera estaré recuperado por completo. Ya escuchaste a mi médico ayer: mi rehabilitación llevará su tiempo... ¿semanas, meses, años? Nadie lo sabe.

–Igual me enoja –gruñó. Tras algunos segundos en los que pretendió serenarse, porque sus exabruptos no ayudaban en nada, sugirió–: Pero bueno, ahora no pienses en eso, ya vamos a ver cómo lo solucionamos, ¿eh? –le palmeó el hombro en un intento de distraerlo y también de calmarse por completo él mismo. La incertidumbre respecto a la recuperación de Bastian tenía a todos en vilo.

La doble cirugía a la que lo habían sometido había llevado horas interminables por lo compleja y minuciosa, pero había resultado un éxito. Veinte días después, las heridas habían sanado sin complicaciones y los huesos se estaban consolidando de acuerdo a lo esperado. En base a la evolución que había tenido lugar hasta el momento, los médicos se permitían ser optimistas respecto a la recuperación, que en el caso de la fractura de fémur, consideraban que podía llevar entre cuatro y seis meses.

Respecto a la columna, los cirujanos habían logrado fijar con tornillos la fractura y descomprimir la médula espinal, que no había llegado a seccionarse. Después de la intervención y gracias al trabajo realizado con un equipo de kinesiólogos, Bastian había empezado a recuperar poco a poco la movilidad y el control de las piernas. No obstante, quedaba un largo camino por recorrer para que la lesión remitiera en su totalidad. Bastian esperaba que así fuera.

–¿Quieres que ponga algo en el televisor para distraerte? –le preguntó Leandro, que de tacto y sutileza tenía poco y nada. Bastian no pudo más que sonreír y alzarse de hombros.

–Pon lo que quieras –concedió. Al fin y al cabo, su hermano tenía razón al sugerir que debía ocupar la cabeza en otra cosa que no fueran sus dudas, sus miles de preguntas, sus miedos. Porque los tenía, y eran muchos. Porque no todos los días te despiertas y te enteras de que es posible que no vuelvas a caminar, que tu vida no va a cambiar, sino que ya cambió y de manera radical, sin que tuvieras ni voz ni voto al respecto.

Leandro tomó asiento en una silla plástica que había junto a la cama y accionó el control remoto del televisor. Buscó entre los canales hasta que encontró una película de acción, se respaldó en la silla y entrelazó los brazos con el control en la mano. Estiró las piernas y las cruzó a la altura de los tobillos.

–Esta está buena –señaló acompañando sus palabras con la cabeza–. Te va a gustar.

–Seguro que sí –afirmó Bastian con una media sonrisa. Valoraba mucho lo que hacía su hermano. A Leandro no le iba el sentimentalismo y siempre decía que no era bueno para consolar a la gente porque nunca sabía qué decir. Puede que fuera cierto, pero había ocasiones en las que las palabras no eran necesarias, pero sí la compañía, como en esa situación en particular. Y en ese sentido, Leandro estaba siempre, no dejaba que el otro se sintiera solo. Como en ese momento, como en tantos otros momentos que los hermanos habían compartido a lo largo de la vida.

Habían visto unos quince minutos de película, cuando la puerta de ingreso volvió a abrirse para dar paso a Nancy. Bastian se sorprendió gratamente al verla. Ansioso por recibirla, se impulsó con las manos para enderezar un poco más el torso en la cama.

–¡Hola! –le dijo Bastian.

–Hola... ¿Cómo estás? –se acercó reticente. Se sentía incómoda.

Después de saludar, Leandro los dejó solos. Además, en la habitación no podía permanecer más de un acompañante.

–Bastante bien. Te extrañaba... Hacía como una semana que no venías –señaló Bastian, a quien la ausencia de su novia le había dolido cada día. En sus palabras iba velado el reproche y el desencanto. Con frecuencia lo habían visitado todos sus amigos, excepto ella. Esa era la tercera vez que la veía en casi tres semanas y tampoco podía decir que sus visitas hubieran sido extensas: cinco minutos a lo sumo.

–Sí, bueno... –soltó, inquieta–. Es que... es que... –había acudido al hospital dispuesta a hablar con Bastian, pero allí, frente a frente, las palabras se le atascaban en la garganta. Él percibió que algo sucedía, y también supo que “ese algo” se había gestado después del accidente. Antes de ese negro veintisiete de diciembre, Nancy jamás había necesitado mayores incentivos para acercársele o tocarlo. Había sido cariñosa en extremo. De hecho, la relación que mantenían había sido puro fuego.

–¿Qué pasa, Nancy? ¿Qué es lo que tanto te inquieta? Dilo de una vez, por favor –le pidió–. ¿Acaso no hemos tenido siempre confianza?

Ella lo miró a los ojos durante una brevísima fracción de segundo, después se apresuró a desviar la vista. No podía sostenerle la mirada. En realidad, no soportaba mirarlo.

–Lo siento, Bastian, pero no puedo verte así. No puedo seguir con esto... Ya no soporto tanto dolor, esto me supera –soltó sin más, en una catarata de excusas y disculpas entremezcladas.

–¿Qué quieres decir, Nancy? ¿Ya no vendrás a verme? ¿Es eso? –tanteó él, aunque sospechaba que las palabras de su novia abarcaban mucho más que una visita en el hospital.

Nancy negó con la cabeza. Tenía húmedos los ojos y la boca se le contraía en una mueca de angustia. Quería mucho a su novio, sin embargo, se daba cuenta de que con ellos –o con ella mejor dicho– no iba esa frase de “en las buenas y en las malas”. En las buenas habían sido inseparables, pero en las malas no podía estar. No quería estar.

Ella sabía que con su decisión se arriesgaba a que Bastian y los de su entorno, incluso sus amigos, la consideraran superficial. Puede que lo fuera. Durante esos últimos días había reflexionado mucho respecto a ese interrogante y eso la llevó a replantearse si lo que había sentido por él realmente había sido amor. La descarnada conclusión a la que había llegado fue que seguro que no, porque dicen que el amor es capaz de superar lo que sea. En su caso, lo que sentía por Bastian no había logrado resistir esa adversidad.

–Me odiarás por esto, Bastian, pero no puedo seguir con nuestro noviazgo –dijo por fin–. No estoy preparada para acompañarte. No puedo lidiar con tanta tragedia.

Bastian desvió la vista hacia la ventana, donde la postal que creaban el cielo sin nubes y las palmeras plantadas en los espacios verdes, normalmente lograban apaciguar su ánimo. Permaneció en silencio. Estático. Solo su pecho se movía al compás de la respiración, y tampoco podía decirse que su ritmo fuera agitado. Otra vez el ostracismo. Otra vez se metía dentro de ese caparazón en el que pretendía aislarse de la realidad, de esa realidad que consideraba por completo injusta.

–Dime algo, por favor –le pidió ella al cabo de un rato en el que el silencio se volvió insoportable.

Él ni siquiera buscó su mirada.

–¿Qué quieres que te diga, Nancy? –se alzó de hombros. Su voz sonaba monocorde, sin inflexión y carente de emociones–. No te culpo por tomar esta decisión ni puedo pedirte que permanezcas a mi lado en estas condiciones –negó con la cabeza con la vista todavía fija en la ventana–. Solo me pregunto cuánto más me tocará perder... ¿Dónde está el fondo? ¿Cuándo dejaré de caer? –cerró los ojos para que no se le escaparan las lágrimas–. Vete, Nancy. Ya vete, por favor.

Reescribir mi destino

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