Читать книгу Reescribir mi destino - Brianna Callum - Страница 12

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–Caeli. ¿Has sido tú quien se llevó a mi Paolo? –clamó doña Nydia en cuanto vio a su nuera ingresar a la sala de estar en la que todavía seguían reunidos los miembros de la familia, unos pocos empleados de la fábrica y algunos de los amigos de Paolo; los demás ya se habían ido. La señora, vestida de negro riguroso, estrujaba entre sus manos un rosario de cuentas de nácar y un pañuelo de lino bordado de manera artesanal.

La sala olía a flores muertas producto de las coronas y arreglos que la gente había hecho llegar como muestras de respeto. Resultaba asfixiante. Insoportable. Caeli avanzó con calma abriendo todas las puertas y ventanas de par en par. Un poco del aire fresco del exterior les vendría bien para renovar el ambiente viciado por la acumulación de gente, la calefacción encendida y la gran cantidad de flores. Terminada su tarea, se sentó junto a su suegra. Le tomó una mano entre las suyas y buscó su mirada acuosa de ojos gastados.

El matrimonio compuesto por doña Nydia y don Vicenzo Bianchi había tenido tres hijos: dos mujeres y, cuando la pareja ya creía que el varón no sería más que un anhelo, había llegado Paolo. El hijo varón, el menor de los tres hermanos y el que había nacido cuando sus padres ya habían pasado los cuarenta años. Había sido el hijo mimado, y ahora lo habían perdido.

–Sí, doña Nydia. Fui yo quien se llevó la urna de Paolo –le aclaró Caeli procurando mantener la calma.

–¿Pero adónde te lo has llevado, hija? ¿Para qué? –interrogó la señora con el rostro crispado.

–Liberé sus cenizas en el promontorio.

–¡No, no puede ser! ¿Por qué has hecho eso? ¡Dios mío, qué tragedia! –gimió la anciana.

–Madre –intervino Amadea, la hermana mayor de Paolo, en tanto le apoyaba una mano en el hombro a modo de contención.

–Tranquila, doña Nydia. Ahora Paolo es libre y está en el que era su lugar favorito en el mundo.

–Pero si ya fue una aberración cremarlo... y ahora esto... –negó con la cabeza. La señora, que era tradicionalista en extremo y que hubiese preferido llevar adelante un funeral a la vieja usanza, había mirado con malos ojos la cremación. Liberar las cenizas ya le resultaba demasiado.

–Piénselo así, doña Nydia: esto es lo que Paolo hubiese querido. ¿Qué mejor que estar en sus campos y entre sus amados olivos?

–¿Pero así quién le llevará flores? –preguntó de manera tan infantil que a Caeli la conmovió. Le sonrió con ternura.

–Paolo tendrá millares de flores, las mismas que él cuidaba con mimo, las que le gustaba admirar cuando los olivos se cuajaban de brotes y después abrían sus pétalos lechosos. ¿Se le ocurren mejores flores para él? Le aseguro que allí Paolo está bien, siendo parte de su tierra, del que fue todo su mundo.

–Pero no podré visitarlo... –murmuró la señora mayor–. Así, lo habré perdido del todo.

–¡No, doña Nydia! Usted sabe que aquí puede venir cuando guste. Además, Paolo siempre vivirá en su corazón y en sus recuerdos –mientras Caeli hacía el intento de consolar a su suegra con palabras que no sabía de dónde salían, esperaba con todas sus fuerzas poder creer en ese concepto, en el que las personas que mueren no se van por completo mientras alguien más mantenga vivo su recuerdo. Si era así, entonces Paolo viviría eternamente en su legado y en el amor y el recuerdo de su familia.

Doña Nydia apretó los labios y se secó los ojos con su pañuelo húmedo. Caeli reforzó el apretón de manos y le sugirió:

–¿No quiere recostarse y descansar un rato?

La anciana alzó el rostro hacia su hija como pidiendo aprobación.

–Sí, madre, sería lo mejor –afirmó Amadea–. Recuéstate un rato así después emprendemos el viaje de regreso a casa.

–¿Y tu padre, no debería descansar también? Además está ahí afuera, con este frío –manifestó la señora, echando un vistazo y señalando hacia el jardín. Más allá del enorme ventanal y del porche con techo de madera, se veía a don Vicenzo sentado en una banca bajo un árbol. Junto a él se encontraba Carlo, su acompañante terapéutico, un hombre de mediana estatura pero de brazos fuertes. A cierta distancia, Albertina, la otra hermana de Paolo, conversaba con una de sus hijas mientras que Fabio, su esposo, daba un paseo entre los olivos en compañía del contador de la fábrica.

–Claro. Vayamos yendo nosotras que en un momento él nos seguirá –Amadea miró a su esposo y le pidió–: Renzo, por favor, ¿puedes encargarte de hablar con Carlo para que acompañe a mi padre al dormitorio de huéspedes?

–Por supuesto, despreocúpate –asintió él, después se levantó de la silla que ocupaba junto a su esposa y se dirigió hacia el jardín.

Caeli observó a su suegro. El anciano, de cabellos blancos y piel curtida por el sol y los años, tenía la cabeza inclinada hacia la izquierda y el rostro un poco alzado como si mirara un punto fijo a mediana altura. Su torso se balanceaba de manera mecánica hacia adelante y hacia atrás en un vaivén monótono y constante que ya era parte de él y que solo se detenía cuando se concentraba en alguna tarea que no dejara volar su mente.

–¿Cómo está don Vicenzo? –le preguntó Caeli a su cuñada. Amadea se alzó de hombros y suspiró con resignación.

–De salud, como siempre: bastante bien si no tenemos en cuenta su estado mental –dirigió una mirada hacia el jardín–. Respecto a... Paolo –negó con la cabeza y tragó saliva para aliviar el nudo que se le instalaba en la garganta cada vez que mencionaba a su hermano–. De eso ni se entera... y tal vez sea mejor así.

Hacía tres años que don Vicenzo sufría de demencia senil, y el aumento había sido progresivo. En un principio, habían sido algunos olvidos, repetir la misma anécdota no bien terminaba de contarla, y en ocasiones varias veces. Con el tiempo pasó a una fase más aguda de la enfermedad. Fue fácil detectar que esto había sucedido porque empezó a no reconocerse en el espejo, mucho menos reconocía a su familia.

En la actualidad, don Vicenzo Bianchi vivía aislado de la realidad y del tiempo presente. Se encerraba en sus propias memorias, casi todas referentes a su niñez y juventud. Era como si su vida adulta, sobre todo la de las últimas décadas, se hubiese borrado de un plumazo. En general, se lo veía tranquilo, hasta que se empecinaba en volver a lugares o a personas que habían sido parte de su juventud. Ante la negativa de su familia, a quienes no reconocía la mayor parte del tiempo, podía ponerse agresivo y gritar que lo retenían en contra de su voluntad. La familia libraba batallas a diario porque no quería internarlo en un hogar de ancianos, pero si la condición empeorara, sería inevitable.

Amadea y Caeli ayudaron a doña Nydia a ponerse en pie, luego madre e hija se dirigieron hacia el dormitorio de huéspedes. Pocos minutos después, don Vicenzo y su acompañante terapéutico cruzaron la sala.

–Yo no sé qué hace acá toda esta gente –alcanzó a oír Caeli que cuchicheaba su suegro. Al pasar, el anciano escuchó el nombre de Paolo, por lo que prosiguió diciendo en tanto avanzaba y su voz se perdía por el corredor–: Yo tengo un hijo de dos años que se llama Paolo. ¡Es de travieso! Ahora debe de estar con su madre durmiendo la siesta.

A Caeli se le partió el alma. Inhaló profundamente y al exhalar cerró los ojos. Los mantuvo así un momento, como si con ese simple gesto pudiese evadir la realidad. Nada lo lograba. La realidad la atravesaba desde todos los flancos y atacaba cada uno de sus sentidos: las conversaciones, en las que el tema principal era la muerte de Paolo, bombardeaban sus oídos. El perfume de las flores muertas, denso, insoportable, se había impregnado en su nariz a pesar de que puertas y ventanas estuvieran abiertas, hasta el punto de crearle la sensación de que le faltaba el aire. Pero el peor de todos los ataques lo provocaba el dolor, que parecía filtrarse en su piel desde su entorno y al mismo tiempo expandirse desde su propia alma. Entonces se preguntó si su cuerpo sería capaz de soportar tanto o si de un momento a otro empezaría a desgarrarse a jirones. Se preguntó cuánto más sería capaz de soportar antes de romperse del todo.

Albertina ingresó a la sala tras su padre. Se secaba los ojos con el dorso de la mano y sorbía por la nariz. Tras divisar a Caeli, se dirigió hacia ella.

–Mi padre está cada vez peor –acotó en tanto se sentaba junto a su cuñada en el sillón. Su esposo, que la había seguido, tomó asiento frente a la viuda.

–Ya les he dicho que es hora de que lo internen en un geriátrico –proclamó Fabio con esa actitud desafiante que lo caracterizaba. Ese hombre, a Caeli había dejado de caerle bien hacía bastante tiempo. No era la primera vez que hacía comentarios tan desafortunados o fuera de lugar. A su pesar, jamás había entrado en debates con él dado que había preferido callar aunque, en su interior, hubiese querido gritarle cuatro verdades.

–Esto ya lo hemos discutido, Fabio, y sabes que preferimos que papá pase sus últimos años en casa –refutó Albertina de manera tajante. Ella tenía un carácter fuerte y no se dejaba amedrentar. Además, no solía dejar pasar ningún comentario desafortunado de su esposo y esto acarreaba que el matrimonio tuviera discusiones con bastante frecuencia.

–¿Preferimos? ¿Quiénes prefieren? Porque yo, ciertamente no.

–Mi madre, mis hermanos... –inhaló en profundidad. Fabio había alzado una ceja en explícita referencia a la reciente desaparición de Paolo. Albertina, que por un momento había dejado caer los hombros, irguió la espalda y alzó el mentón para responder con firmeza–: ¡Y yo!

Caeli abrió los ojos y no pudo evitar que los labios se le curvaran en una sutil sonrisa cuando la recorrió una profunda admiración por su cuñada.

–¡Pfff! –bufó él como toda respuesta. Sabía que, al fin y al cabo, no podía insistir en ese asunto dado que él, su esposa y sus hijos menores, una chica de veinte años y un chico de dieciocho, residían en la casa de sus suegros gracias a la gentileza de ellos. Al respecto, todavía debía hacer lo que doña Nydia quisiera, y ella quería que su esposo permaneciera en la casa. Para tal fin habían contratado a Carlo, que acompañaba a don Vicenzo durante la mayor parte del día, y una enfermera que les hacía visitas de manera regular para controlar el estado de salud de la pareja mayor.

–Rami fue a ver a Tizi –mencionó Albertina haciendo referencia a Ramiro, su hijo menor, y con la velada intención de dejar de lado ese tema espinoso que después, ya en privado, su esposo y ella deberían profundizar, una vez más.

–Gracias, Albertina. Tizi adora a su primo; estoy segura de que le hará bien compartir tiempo con él.

Albertina asintió con la cabeza antes de comentar:

–Sabes que el cariño que se tienen esos dos es mutuo –echó un vistazo hacia la escalera para comprobar que los chicos seguían en el dormitorio. Suspiró–. Todos estamos pasando un mal momento, pero no puedo imaginarme lo afectado que debe de estar Tizi... Pobrecito, mi vida, perder a su papá en esta etapa, en plena adolescencia, cuando los varones más necesitan de la figura paterna... ¡Tantas preguntas que le habrán quedado por hacer! ¡Tantas dudas y tanto por compartir! –se lamentó.

Caeli se sentía en una montaña rusa emocional. Cuando creía que había logrado controlar la angustia, aparecía algún detonante que otra vez la lanzaba al abismo sin piedad. Las inquietudes que planteaba su cuñada no estaban lejos de sus propias reflexiones, de sus propios miedos. En ese escaso tiempo se había preguntado, entre otras cosas, si sería capaz de suplir de alguna manera la ausencia de la figura paterna en la vida de su hijo. Si acaso ella sería suficiente, si sabría responder a sus interrogantes...

–Cuñada, puedes decirle a Tizi que hable conmigo –ofreció Fabio–. Porque Albertina tiene razón, ese chico va a necesitar tener con quién hablar de cosas de hombres, ¿me entiendes? –le guiñó un ojo para reforzar la intención de la pregunta.

–Gracias, Fabio, pero respecto a mi hijo no forzaré nada. Él sabe que conmigo puede hablar de cualquier tema. De todos modos, dejaré que sea él quien decida con quién se siente más cómodo para conversar y, desde luego, recurriremos a algún terapeuta en busca de orientación –respondió, tajante. Al tratarse del bienestar de su hijo, el instinto había hecho que ganara coraje. Lo cierto era que Caeli, de ninguna manera, quería que Tiziano tomara a su tío Fabio como figura masculina de referencia. Consideraba que ese hombre prepotente, altanero y ventajista no podía ser un buen ejemplo para nadie. Había aparentado valentía, pero por dentro le temblaba el cuerpo.

–Bueno, cuñada, pero ya sabes que el chico puede recurrir a mí –insistió–. Y otra cosa, ¿ya has pensado qué harás con el olivar y con la fábrica? –inquirió. No esperó respuesta y siguió con su discurso–. Porque déjame darte un consejo: acá lo que te conviene es vender todo; el campo y la fábrica no son cosas de mujeres. Esto mismo que te digo se lo escuché decir muchas veces al mismísimo Paolo, que en paz descanse –se persignó en un falso intento por parecer religioso.

La dueña de casa sentía que la temperatura de su sangre se elevaba al ritmo que avanzaba el monólogo de su cuñado. En el exterior de su cuerpo, el fenómeno se manifestó en sus mejillas, que ardían.

–Todavía no he tenido tiempo de pensar en ello, Fabio. ¿No crees que sea demasiado pronto para hacer esta pregunta? –interrogó con ironía y con una ceja en alto.

–Nunca es demasiado pronto para tratar las cuestiones monetarias –refutó él–. Y ahora que eres una mujer sola deberías tener la humildad de escuchar los consejos de un hombre.

Ella inhaló profundo. Quería decirle tantas cosas a Fabio, pero no le salía ni una palabra. Intervino su cuñada, que había notado su incomodidad y la impertinencia de su esposo.

–Fabio, por favor. ¿Por qué no dejamos tranquila a Caeli y vamos a caminar? Necesito un poco de aire, el olor de las flores me está ahogando.

A pesar de estar en desacuerdo con su esposa, Fabio aceptó. Asintió con la cabeza y se puso de pie. Su mirada estaba fija en Caeli, que a esas alturas parecía haber perdido todo vestigio de valentía.

–Volveremos a conversar cuando te sientas más tranquila –le dijo él, convencido de que podría llevar a cabo los planes que había empezado a gestar hacía años y que ahora, mientras paseaba entre los olivos centenarios, estaba seguro de haber ideado el golpe final. Hacía tiempo que ambicionaba esa fábrica y creía que había llegado el momento de que pudiera hacerse con ella.


Horas después, cuando el sol caía tras la casa y las sombras empezaban a insinuarse, Caeli y Tiziano, arrebujados en sus abrigos y de pie uno junto al otro delante de la puerta principal, despedían a los últimos familiares que emprendían el viaje de regreso a sus hogares. Caeli alzó la mano cuando los vehículos se pusieron en marcha y avanzaron por el camino pedregoso. Tras cruzar la tranquera de ingreso, la caravana seguida por una nube de polvo que se levantaba a su paso pronto se perdió de vista.

El camino había quedado vacío. Fue entonces cuando Caeli tomó conciencia de lo reducida que era su familia; es decir, la familia que habían formado Paolo y ella. Aunque los esposos habían deseado tener más hijos, después de Tiziano todos los intentos habían sido en vano. En ese momento de desesperación y llevándose las manos al vientre en un acto reflejo, Caeli deseó tanto que alguno de esos intentos hubiese dado sus frutos. Así, tal vez, no se hubiese sentido tanto el vacío dejado por Paolo, cuya presencia en vida parecía colmarlo todo.

Si bien de ambas ramas familiares los miembros eran numerosos y sabía que podía contar con ellos, la realidad era que su círculo familiar más íntimo, los que convivían en esa finca, habían sido solo ellos tres. Y allí estaban ahora Tiziano y ella, los únicos dos que habían quedado, frente a un largo camino de incertidumbre.

El cuerpo le temblaba por dentro. Practicó algunas respiraciones profundas para aplacar la angustia y para darse valor. No quería volver a padecer un ataque de ansiedad como el que había sufrido en el promontorio o volver a sentirse vulnerable como cuando discutió con su cuñado. No podía volver a mostrarse así frente a nadie. En ese momento, cuando más lo necesitaba, el brazo de su hijo le rodeó los hombros. No necesitó más que eso para que la invadiera una poderosa fuerza interna que le dio la certeza, de manera arrolladora, de que haría todo cuanto estuviera en sus manos para que los dos pudieran salir adelante.

–Estaremos bien –decretó. Con su brazo izquierdo rodeó la cintura de su hijo y percibió que él asentía con la cabeza. Con la vista al frente y más decidida que nunca, reafirmó, para Tiziano y para ella misma–: Estaremos bien.

Había llegado el momento de juntar los fragmentos de su alma rota y, aún con el dolor y los miedos a cuestas, porque claro que seguían allí y de eso no sería tan fácil desprenderse, empezar a reconstruirse y a reescribir su destino.

Se lo debía a su hijo.

Se lo debía a sí misma.

Reescribir mi destino

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