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Hospital Sandro Pertini, Roma

Jueves, 12 de enero de 2017

Martes... Miércoles... Jueves. Jueves, hoy es jueves. Con los ojos fijos en la madera blanca de la puerta de su habitación, Bastian siguió mirando sin ver en realidad. Frente a él pasaban los últimos dieciséis días de su vida: monótonos, horribles, de una irrealidad exagerada para su raciocinio. Y es que se negaba a aceptar que ese que estaba allí, en esa cama de hospital, conectado a sondas, con las piernas inútiles y un corsé rígido en el torso, fuera él.

Con un control remoto había levantado un poco la cabecera de la cama. Tenía que cambiar de posición cada dos horas para evitar la aparición de escaras en la piel y en el tejido subyacente, que de aparecer, le harían la vida imposible. Todavía más. Para evitarlo, el equipo de enfermeros y de kinesiólogos del hospital se encargaba de mantener en él un estricto control postural, también para evitar deformidades. Al menos los brazos y la parte superior de su cuerpo funcionaban con normalidad, eso cuando no sufría algunos ataques de tos, para lo cual enseguida le ponían oxígeno. De todos modos, el tratamiento de rehabilitación al que lo sometían los kinesiólogos incluía el fortalecimiento tanto de miembros inferiores como de superiores, que le serían imprescindibles como apoyo y sostén, por ejemplo, a la hora de pasar a la silla de ruedas.

–Hola, Bastian –lo saludó Silvana, una de sus kinesiólogas, cuando ingresó a la habitación–. ¿Cómo te encuentras hoy?

Él prefirió no responder y en su lugar se encogió de hombros. No obstante, no pudo evadir la pregunta para sí. ¿Cómo me encuentro?, se interpeló con la intención de reflexionar en ello. Como si no fuese yo. O mejor dicho, queriendo no ser yo a quien le está ocurriendo esto. Queriendo evadirme de la realidad. Escapar... escapar lejos, donde este cuerpo inútil no me alcance. Bastian despreciaba verse así, pero sobre todo se despreciaba por verse así.

Silvana, que era sumamente paciente y amable, se acercó hasta la mesa de noche y tomó el control remoto de la cama.

–Bajaré la cabecera así empezamos con los ejercicios de hoy –le comunicó. Estaba acostumbrada a los silencios de Bastian–. ¿Estás listo?

Cuando él asintió con la cabeza sin siquiera mirarla, ella accionó el botón. Segundos después, ya con la cama en posición horizontal, la terapista se posicionó a la altura de la cadera masculina.

–Vamos a descorrer la sábana, Bastian, ¿te parece bien? –le consultó para no invadir su espacio. Él volvió a asentir. Ella lo destapó y evaluó de manera integral las condiciones del paciente antes de comenzar con los ejercicios. Empezaron con movilizaciones pasivas asistidas.

De pie. junto a la rodilla izquierda de Bastian, Silvana lo tomó a la altura de la pantorrilla y, con suavidad, le levantó la pierna en extensión hasta donde daba la amplitud de movimiento de la cadera. Luego volvió a bajarle la pierna, siempre en extensión, y repitió ese ejercicio diez veces. A ese le siguió otra serie de ejercicios que repitieron con ambas piernas.

Bastian continuaba sumido en el silencio. No oponía resistencia, aunque tampoco colaboraba. Silvana tomó la decisión de volver a tratar el tema con el equipo interdisciplinario del hospital. Era imperioso que Berardi iniciara terapia psicológica de manera urgente, a la cual el paciente se había negado de manera rotunda hasta ese momento. Esperaba que el hombre cambiara de parecer, porque eso lo ayudaría a transitar de una mejor manera ese período de su vida.

Completaron la sesión trabajando los brazos y después con ejercicios que lo ayudarían a mejorar su capacidad respiratoria.

–Bastian –lo llamó Silvana mientras volvía a cubrirlo con la sábana. En esta ocasión, él le dirigió la mirada–. Mañana comenzaremos con una nueva etapa de tu rehabilitación, en la que esperaré una mayor colaboración de tu parte, ¿estamos de acuerdo?

Él asintió con la cabeza.

–¿Estamos de acuerdo? –volvió a preguntarle ella con firmeza y sin apartarle la mirada.

–Sí –respondió él, al comprender que la kinesióloga esperaba que respondiera de forma oral, no solo con gestos.

–Bien. Muy bien. También te pediré un mayor compromiso, es decir que te involucres más, ¿entiendes? Porque esta es tu terapia, Bastian –recalcó–. Y a mayor compromiso, mayores serán también los resultados que obtengas. ¿De acuerdo?

–De acuerdo –masculló él.

–Muy bien. Mañana quiero que empecemos a trabajar en el pasaje a silla de ruedas.

Bastian le dirigió una mirada glacial.

–¿Puedo darte un consejo? –le preguntó Silvana, armada de paciencia.

–Seguro me lo dará de todas formas –señaló él. Ella sonrió y asintió con la cabeza. Él no se equivocaba, lo haría con o sin su consentimiento porque esperaba que sus palabras le resultaran de ayuda para abrir los ojos.

–Mira, Bastian. Yo te aconsejo que tomes cada pauta como un trocito de camino que te acerca al objetivo final, que es que logres la mayor independencia posible y tu bienestar físico y psíquico.

–Tiene razón. Lo siento... –se disculpó. Tenía la obligación de aceptar que ella estaba en lo cierto. Cuando se miraba en conjunto y enceguecido por el enojo y la frustración, sentía que no había más que fracasos. Pero si miraba cada objetivo alcanzado o en vías a serlo, entonces reconocía que desde el accidente había hecho varios avances camino a su recuperación.

Silvana le tomó la mano con un apretón reconfortante y le sonrió con ternura. Guardaba esperanzas de que esta vez Bastian Berardi se involucrara de verdad en la terapia. Al menos, su paciente parecía haberle prestado atención durante la breve conversación que mantuvieron.

–Hasta mañana, Bastian –se despidió ella.

–Hasta mañana –correspondió él esta vez el saludo.

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