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Martes, 17 de enero de 2017

Picaba cebollas sobre una tabla de madera. Mientras lo hacía, con la cabeza llena de pensamientos sombríos, podía disimular las lágrimas de tristeza que le provocaba el ácido de la hortaliza. De manera mecánica, la salteó en un poco de aceite de oliva virgen extra, su variedad preferida dado que su sabor es más suave y con un leve dejo picante. Pronto el aroma se expandió por toda la cocina y, contra todo pronóstico, le hizo abrir el apetito. Mientras la cebolla se tornaba transparente en una sinfonía de crujidos, Caeli cortó la calabaza en daditos pequeños que reservó en un plato. Al oír pasos acercarse, se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Después volteó hacia su hijo, que acababa de ingresar a la cocina. Inhaló una honda bocanada de aire para hacer retroceder la pena y lo recibió con una media sonrisa que se esforzó por esbozar.

–Buenos días, Tizi. ¿Cómo amaneciste?

Tiziano se alzó de hombros. Si bien había reemplazado la ropa de dormir por un jean y un jersey de color azul, todavía llevaba el cabello revuelto. Se acercó a su madre y la besó en la mejilla, tal como acostumbraban saludarse cada mañana. Al menos esa rutina cariñosa no había cambiado.

–¡¿Otra vez comeremos risotto de calabaza?! –protestó tras echarle una ojeada a la cacerola y a los ingredientes que su madre había separado para cocinar: arroz, mantequilla, perejil, caldo de verduras, queso parmesano y calabaza, por supuesto.

–¿Otra vez? –dijo Caeli matizando su pregunta con una risa–. ¿Qué dices, Tizi? ¡Hace rato que no hacía risotto de calabaza! –siguió en lo suyo sin dejar de sonreír. Tiziano la miraba con seriedad, entonces ella añadió–: Además, a ti te encanta esta comida.

–Pero hoy no me apetece. Hubiese preferido una hamburguesa –refutó. Tomó un plátano de la frutera que había sobre la encimera y después se dejó caer en una silla frente a la mesa.

–Bueno, hoy almorzaremos risotto de calabaza y por la noche podemos cenar hamburguesas –concedió. Tiziano se estaba comportando como un niño caprichoso.

El susodicho peló la fruta y la comió en pocos bocados mientras su madre hablaba de platillos que poco le importaban. La cáscara quedó sobre el mantel de tela.

–Tizi, tira esa cáscara a la basura –le llamó la atención Caeli.

–Ahora la tiro, mamma –respondió él sin ninguna intención de llevarlo a cabo, al menos por el momento–. Bajé más temprano pero no estabas –señaló, cambiando de tema de manera radical, así como su interior pasaba de una emoción a otra con la rapidez de un tornado; emociones que le resultaban difíciles de manejar.

–Es que... –dudó un momento entre contarle o no la verdad. Se decidió por ser sincera, nada ganaba con ocultar lo que le había sucedido esa mañana–. Fui hasta la fábrica, pues mi intención era empezar a involucrarme en ese tema –le contó–. Pero no pude, Tizi. Caminé hasta allí pero ni siquiera pude entrar. Dejaré pasar algunos días...

–Ah... –murmuró sin darle demasiada importancia a lo que su madre acababa de contarle. Se recostó en el respaldar y, alzando una punta de la servilleta de lino que Caeli había usado para tapar un cornetto, espió qué había en el plato. Tomó la pieza de pastelería y, sin preocuparse en el tendal de migas que dejaba en el piso, lo fue devorando.

Caeli contó hasta veinte para no reaccionar. Como consecuencia de la muerte de Paolo, Tiziano atravesaba por un período de mucho enojo. Ella también, la sustancial diferencia radicaba en que su hijo parecía descargar esa ira en ella y buscaba cualquier excusa para confrontarla. Ignoró los intentos de Tiziano y, en cambio, mientras seguía cocinando, le sugirió algo que también había sido parte de la cotidianeidad familiar y que creyó no sería motivo de disputa.

–¿No quieres poner música?

Se equivocó por completo. Tiziano había encontrado su detonante para estallar a gusto. Se irguió en la silla con cara de espanto y con la mano aplastó sobre la mesa lo que quedaba del dulce.

Caeli se sobresaltó con el golpe. Giró el rostro para ver a su hijo justo cuando él, con los ojos inyectados de rabia, le preguntaba:

–¿Música? ¡¿Acaso no te enteraste de que papá murió?!

–Por supuesto que sé que tu padre murió –respondió sin alzar la voz aunque impactada ante la escena violenta.

Tiziano bufó, irritado.

–¿Entonces? ¡Por eso mismo lo digo! ¿Papá murió y tú quieres poner música? ¿Tan poco te importa?

Caeli dejó sobre un plato la cuchara de madera con la que revolvía el contenido de la cacerola y volteó lentamente hacia su hijo. No se sentía con la suficiente fuerza mental como para afrontar una nueva discusión –en esos días habían tenido varias– pero resultaba evidente que Tiziano no podría empezar su día si no descargaba su enojo. Su voz procuró ser tranquila aunque no ocultaba el profundo dolor que sentía, no solo por el duelo en sí, sino también por ser la receptora de la ira de su hijo.

–Yo también cada día tengo que hacer un gran esfuerzo para levantarme de la cama a sabiendas de que deberé lidiar con su ausencia. ¿Si me importa? ¿Cómo crees que no? ¡Claro que me importa! –Dios era testigo de ello y cuánto esfuerzo ponía en intentar sentirse de mejor ánimo. Así se lo hizo saber–: Paolo era mi esposo, el amor de mi vida, el padre de mi hijo. ¡Paolo murió, pero nosotros no! Nos guste o no tenemos que seguir adelante, y no hay nada de malo en intentar sentirnos de mejor ánimo a medida que pasen los días. ¿Qué puede haber de malo en escuchar un poco de música? ¡Si tú mismo escuchas cuando estás en tu dormitorio! ¿O ahora me dirás que no es así?

–No es lo mismo –refutó él. Caeli se acercó a su hijo sin llegar a tocarlo. Él desvió la mirada.

–Mírame, Tiziano –le exigió ella, imponiéndose–. ¿Qué cosa consideras que no es lo mismo?

Tiziano miró a su madre de manera breve antes de volver a desviar la vista con gesto obstinado, como si no quisiera dar el brazo a torcer. Sin embargo, ante la falta de argumentos que fuesen lo suficientemente fuertes para rebatir, relajó un poco su postura rígida y dejó caer los hombros.

–No lo sé –murmuró al final.

Caeli le apoyó una mano en el hombro y aguardó la reacción de su hijo. Con el paso de los segundos, bajo la palma sintió que él aflojaba la tensión de sus músculos.

–No hay nada de malo, Tizi. No te sientas culpable por seguir vivo ni me culpes a mí. No sientas culpa si quieres escuchar música o si de pronto te encuentras sonriendo. No hay nada de malo –repitió argumentos que ella misma se decía a cada momento– en intentar que nuestros días no sean tan grises, en recuperar algo de normalidad.

–Ya no serán normales...

–Ya no tendrán la normalidad a la que estábamos acostumbrados, desde luego. Tendremos que aprender a construir una nueva realidad y nadie nos pide que esa realidad sea de completo sufrimiento.

–Pero papá ya no estará, y eso duele.

–Duele mucho, hijo, claro que sí, y su ausencia dolerá siempre.

Tiziano buscó a su madre con la mirada.

–¿Entonces, si su ausencia dolerá siempre, cómo vamos a hacer para seguir? ¿Cómo vamos a volver a ser felices?

–Cariño, ahora ese dolor invade todo en nuestra vida. Sin embargo, con el paso de los días y a medida que ocupemos la mente en otros pensamientos y diversas situaciones comiencen a ser parte de nuestra cotidianeidad, el corazón se nos va a inundar de otros sentimientos y emociones, entonces ese dolor no va a desaparecer, pero ya no será lo único que nos atraviese.

–¡Estoy muy enojado! –exclamó él.

–Lo sé, Tizi, yo también lo estoy. Y está bien que sientas y que dejes fluir tus emociones. Lo que no es justo es que descargues tu enojo conmigo.

–Yo... –se quedó pasmado ante las palabras de su madre al darse cuenta de la manera en la que había estado actuando. Se avergonzaba por su temperamento, el cual le resultaba difícil de controlar, y mucho más lo avergonzaba haber descargado ese enojo en ella. En su favor podía decir que recién ahora era verdaderamente consciente de esas acciones. También se daba cuenta de que esa era la razón por la cual, mientras su madre no lo miraba, le había resultado sencillo gritarle, pero cuando estaban frente a frente, el valor se le escurría dando paso a la vergüenza. Sabía que estaba actuando mal–. Yo...

Ella lo detuvo con un gesto de la mano.

–Puedes hablarme de lo que sea y si prefieres aislarte, también está bien, hijo –continuó ella con voz cariñosa–. Pero con lo que decidas, debes saber que si necesitas un abrazo, aquí estoy. Podemos también llorar juntos. Lo único que te pido es que no me uses de saco de boxeo. No es mi culpa que papá ya no esté; tampoco es tu culpa. No nos lastimemos más de lo que ya lo estamos.

–Lo siento... –se disculpó, avergonzado. Ella le sonrió con amor infinito y lo recibió en sus brazos, donde él fue a refugiarse como cuando era chiquito.

–Estaremos bien, mi vida –lo tranquilizó.

–Es muy difícil aceptar que papá ya no está.

–Lo sé, cariño, es muy difícil. Nadie dijo que sería fácil. Vayamos paso a paso, día a día. Enfrentemos las batallas a las que nos someten nuestro corazón y la razón.

–Te quiero, mamma. Yo... no te culpo. Ni siquiera sé por qué me enojo contigo –se sinceró.

–No te enojas conmigo, es solo que soy quien está aquí y eso me convierte en receptora colateral de tu enojo... y de tu miedo –agregó. Intuía que al perder a su padre, Tiziano necesitaría pruebas constantes de que no había quedado desamparado, de que no se había vuelto invisible. Él nunca había sido invisible para ella, y jamás lo sería; no necesitaba hacerse notar por medio de esos arranques de furia y caprichos sin sentido–. Te veo, Tizi. No estás solo. Y sabes que también te quiero, con mi alma entera.

–Gracias –susurró tras algunos segundos de un abrazo reparador que Caeli reforzó al oírlo. Al separarse, ambos asintieron con la cabeza en un mudo consentimiento de continuar–. Se te va a quemar el risotto –apuntó él, señalando hacia la cacerola.

–¡Oh, por Dios, es cierto! –corrió a revolver la comida, que empezaba a pegarse en el fondo de la cacerola. Mordiéndose el labio inferior, volvió a cruzar una mirada con su hijo y exclamó con una risa compartida–. ¡Por poco!

Todavía sonriendo, Tiziano recogió la cáscara de plátano que había quedado sobre el mantel y la arrojó al cesto de residuos; después barrió las migas que habían caído al suelo. Caeli sintió que el pecho se le expandía de orgullo.

–Ve poniendo la mesa que a esto no le falta mucho –le pidió, procurando que en la voz no se notara la emoción.


Unos diez minutos después, madre e hijo compartían el risotto de calabaza y queso parmesano que, Tiziano tuvo que reconocer, estaba delicioso.

–Entonces fuiste a la fábrica... ¿y cómo está todo por ahí? –se interesó, ahora sí, por lo que su madre le había dicho.

–Bueno... –Caeli dejó la cuchara a medio camino y esbozó una mueca en tanto la regresaba a su plato–. No fui capaz de entrar. Solo llegué hasta la puerta... Para mí también es muy difícil esto que estamos viviendo, cariño...

–Sí, lo sé... –se quedó pensativo.

–Dejaré pasar unos días antes de volver –dijo Caeli. Inclinó el rostro y, sin quitarle la vista de encima a su hijo, le preguntó–: ¿Y tú cuándo quieres regresar a la escuela? Recién empieza el semestre, por lo que si quieres tomarte unos días, no creo que te atrases mucho. Aunque regresar a la escuela también puede significar nuevos aires para ti... No sé, creo que podría ayudarte. De todos modos, debes decidir tú qué prefieres hacer.

Tiziano parpadeó repetidas veces.

–Estuve pensando y... –con la cuchara jugueteó en su plato. Inhaló profundo para darse valor antes de exponer su idea–: No creo que regrese al colegio... No me refiero a no regresar esta semana o la entrante, sino a no hacerlo nunca.

–¿De qué hablas, Tizi? –inquirió Caeli con el ceño fruncido.

–Ahora que papá no está... –se le quebró la voz. Carraspeó para continuar–: tendré que ir a la fábrica.

–No, hijo, ¡claro que no! Tu lugar está en la escuela, no en la fábrica; de eso tengo que ocuparme yo –todavía no sabía cómo lo haría, aunque esto prefirió guardarlo para sí.

–Pero...

Caeli lo detuvo y le apoyó la mano en el antebrazo, a la altura de la muñeca para lograr su completa atención.

–¿Eso es realmente lo que quisieras hacer? –lo interrogó. No es que fuera a acceder, por supuesto, solo necesitaba saber cuál había sido el detonante de esa idea. A los catorce años, había iniciado la secundaria de segundo grado, cuando los chicos eligen la especialización que prefieren. Tiziano no había tenido oportunidad de opinar al respecto dado que, de manera arbitraria, Paolo lo había inscrito en el Instituto Técnico Agrario. Tras cinco años de formación práctica y teórica, Tiziano saldría con una instrucción que le permitiría trabajar en Collina del Sole y, si era de su agrado también, iniciar sus estudios agrarios en la universidad. A pesar de que Tiziano no había podido decidir al respecto, no se había opuesto y acudía al instituto con gran entusiasmo, por eso le resultaba extraño que quisiera abandonar los estudios.

–No, pero...

–¿Pero qué, Tizi?

Se lo veía inquieto.

–Es que en el funeral de papá, la abuela dijo que ahora yo soy el hombre de la casa y que debo asumir su lugar.

Caeli suspiró.

–Detente, Tiziano. La abuela se equivoca. Tu rol no debe ser el de ocupar el lugar de tu padre. Eres un chico de quince años, un adolescente que debe seguir siéndolo –recalcó–. Esto significa que debes seguir con tu vida de la manera lo más normal posible. Tienes que continuar con tus estudios y, cuando termines la escuela, decidir si sigues alguna carrera en la universidad. La fábrica es tu herencia, pero ahora no tienes obligación de hacerte cargo de ella y, cuando llegue su momento, podrás decidir qué hacer al respecto.

–Pero no puedo dejarte sola... ¿Por qué está bien que tú tengas que asumir esa responsabilidad y yo no?

–Ya te lo he dicho: tú debes seguir con tu vida, de eso no se hable más. Mi situación es distinta porque, al fin y al cabo, en mi juventud me preparé para desempeñar las tareas que requieren el olivar y la fábrica –esto era cierto, aunque Caeli temía que sus conocimientos ya fueran obsoletos–. Si tu padre me lo hubiese permitido, yo podría haber trabajado a su lado; sin embargo, quiso que me quedara en casa...

–¿Entonces tú también te graduaste?

–Sí. Tengo el mismo título que tenía tu padre.

–Sabía que habías ido a la universidad porque papá siempre contaba la anécdota de cuando se conocieron. Lo que no sabía es que te habías diplomado.

–De eso no se hablaba en esta casa –murmuró con cierta tristeza.

–¿De verdad no necesito dejar el colegio? ¿Tomarás el mando de Collina del Sole? –su voz sonaba más ligera. Caeli notó que él lucía como si le hubiesen quitado un peso de encima.

–¡No necesitas dejar tus estudios, cariño! –respondió con seguridad–. Respecto a mí, sé que el destino me ha puesto en un camino en el que me encontraré con parte importante de mis anhelos de juventud, cuando me soñaba trabajando en el campo... ¿Sabes? Lo había olvidado, pero la agricultura siempre fue una de mis grandes pasiones –lo miró con intensidad y apretó suavemente el antebrazo de su hijo cuando clamó–: Cuando me sienta preparada para reabrir la empresa, lo haré, y sé que estaré a gusto. ¡Te prometo que no permitiré que tú postergues o abandones tus sueños y proyectos! Nunca olvides quién eres y quién quieres ser. Nunca, hijo mío.

–Te lo prometo, mamma –asintió él–. Entonces volveré al colegio y terminaré mis estudios. Pero si me necesitas para que te ayude en la fábrica, sabes que aquí estoy –le hizo saber, parafraseándola.

–Lo sé, Tizi. Lo sé. Ahora come ese risotto, que se te enfría.

Él asintió. Inclinó la cabeza para llevarse una cucharada de comida a la boca. Cuando por fin lo tragó, alzó los ojos hacia su madre.

–Volveré mañana... a la escuela, digo...

–Me parece bien. Después alistaré tu uniforme –le prometió. Luego, impulsada por nuevas energías, añadió–: Y yo en un principio retomaré, también mañana mismo, mis clases de yoga, que es algo que me hace bien y me permitirá enfocarme mejor en mi interior.

Che figo!, mamma. Le escribiré a Mirko para que me pase las tareas de todos estos días que me perdí –señaló él. Caeli asintió con una sonrisa. Se sentía complacida de que, en apariencia, sus vidas empezaran a encauzarse.

Reescribir mi destino

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