Читать книгу Reescribir mi destino - Brianna Callum - Страница 26
Оглавление15
Roma
Viernes, 10 de febrero de 2017
A través de la ventanilla del taxi, Bastian veía discurrir el paisaje sin mirarlo en realidad. Como últimamente veía sus días, sin querer mirarlos con conciencia, como si eso que estaba viviendo se tratara de la vida de otro y no de la suya.
Desde el accidente, ocurrido cuarenta y cinco días atrás, había pasado por distintos estados anímicos: enojo, depresión, frustración, y su grado de aceptación había fluctuado a la par de esas emociones. Le costaba aceptar que ya no era el mismo. No quería admitirlo. Como si con eso solo pudiera hacer desaparecer la realidad, que él consideraba cruel e injusta, y que le devolvieran su pasado.
La pregunta del millón: ¿Por qué a mí?, se la había formulado incontable cantidad de veces. Lo difícil era plantearse la respuesta a la pregunta que rebatía su cuestionamiento: ¿Y por qué no a mí? ¿Qué tengo de especial o de diferente al resto de los mortales que para los demás sí es factible una situación semejante pero no para mí?
Aunque doliera, para las impersonales estadísticas, el suyo era un caso más de inseguridad y violencia callejera. Un caso más que engrosaba la lista de personas con capacidades disminuidas. Incluso, con su diagnóstico médico en particular, había grandes posibilidades de recuperación. Sus amigos y más de un miembro del personal sanitario le habían dicho que tenía que sentirse afortunado...
¡Afortunado! ¡Cómo no!
Le decían tantas cosas intentando darle ánimos, y él mismo se daba cuenta de ello cuando se permitía un instante de reflexión. ¡Pero qué difícil era estar en su piel y aceptar! Qué difícil que le resultaba en la práctica sentirse afortunado, cuando quería ponerse de pie y las piernas no le respondían. O cuando temía volver a pasar por lo que había experimentado en las primeras semanas después de la agresión sufrida.
No le gustaba hablar de ello porque lo avergonzaba, pero en ese entonces, ni siquiera había podido tener control sobre sus esfínteres. ¡Tenía treinta y cinco años y habían tenido que limpiarle el trasero como a un bebé! Sin dudas, no podía sentirse afortunado cuando corría el riesgo de retroceder en la recuperación y volver a defecarse encima.
No podía sentirse afortunado, tampoco, cuando temía volverse una carga para los demás. Él, que había sido siempre tan independiente, sentía que se había vuelto un ser indefenso, endeble, y esa sensación lo llevaba a preguntarse si alguna vez podría volver a arreglárselas por sí solo.
Y, definitivamente no podía sentirse afortunado, cuando su novia lo había abandonado debido a su nueva condición. Su consuelo era repetirse una y otra vez que eso había sido lo mejor. Al fin y al cabo, ignoraba si algún día podría volver a sentirse un hombre completo, y de ninguna manera quería ser una carga para nadie.
Ese ciclo de elucubraciones se repetía en su mente sin descanso.
El taxi se detuvo frente a su edificio y eso obligó a Bastian a centrar su atención en lo que ocurría a su alrededor. Vio cómo el conductor y Leandro descendían del vehículo con rapidez para abrir la cajuela y retirar la silla de ruedas. Poco después, lo ayudaban a él a salir del automóvil y a tomar asiento.
Y otra vez lo asaltaban la rabia y la incredulidad, porque no podía hacerse a la idea de que estando en la flor de la edad y con un buen estado físico que, gracias a los ejercicios de fortalecimiento había mantenido al menos en sus brazos aún después del accidente necesitara ayuda para algo tan simple como para salir de un vehículo o desplazarse. Caminar, algo que le había resultado tan natural, hoy estaba entre sus limitaciones.
Por más que intentara reprimirlos, la ira y la depresión, monstruos invisibles pero gigantescos, estaban dentro de él esperando agazapados el momento justo para liberarse y tomarlo a él como rehén. A veces ganaba la rabia, otras la tristeza más profunda. ¿Acaso alguien podía culparlo por sentirse así, por no poder manejar las emociones, por no poder olvidar quién había sido y seguir adelante con su nueva versión? Seguramente no. Pero con certeza podía afirmarse que los demás tampoco podían saber con exactitud qué era lo que él sentía, y así resultaba sencillo exigirle más de lo que él podía dar en ese momento. Porque es fácil exigir cuando no se estuvo o no se está en la piel del otro.
–¡Señor Berardi! –exclamó el portero a modo de saludo en cuanto lo vio ingresar al edificio. Leandro empujaba su silla de ruedas–. ¿Cómo lo va llevando? –quiso saber. Bastian se alzó de hombros.
–Acá me ves, Santino, se hace lo que se puede.
–Sí, claro, me imagino... –negó con la cabeza–. Una tragedia realmente esto que le pasó...
Bastian asintió. Él ya sabía que era una tragedia lo que le había ocurrido, no era necesario que se lo recordaran a cada rato; pero las personas también tendían a hacer eso.
Sin detenerse en la entrada, Daniela se dirigió hacia el elevador.
–Vamos que ya viene –señaló para que sus hermanos se le sumaran y así cortar con esa conversación que resultaba tóxica para Bastian. Desde donde estaba, alzó la mano y saludó al portero–: Que tenga un buen día.
Leandro, que no necesitaba de mayores palabras para interpretar cuál era la intención de su hermana, apuró el paso. Ella esbozó una mueca cuando se le puso a la par. Ingresaron al cubículo y, un momento después, cuando este volvió a detenerse en el piso indicado, la silla de ruedas se desplazó por el largo pasillo alfombrado.
Cuando los hermanos estuvieron dentro del apartamento, Bastian suspiró. Estaba en casa; sin embargo, todo lo que allí se encontraba representaba un estilo de vida que ahora le resultaba ajeno. No podía entender sentirse perdido en su propio espacio. Para colmo de males, al maniobrar la silla chocó contra el sillón y después contra la mesa de café. Detuvo a Daniela cuando quiso auxiliarlo a pesar de que su intento por valerse solo estaba siendo un fracaso.
–Si esto lo corremos un poco, no tendrás problemas para pasar –sugirió Leandro, puesto ya manos a la obra. Bastian explotó. La frustración no estaba dirigida hacia su hermano, aunque él la recibió por daño colateral.
–¡Chocarme contra los muebles es el menor de mis problemas! Nada en este apartamento está preparado para una persona con discapacidad, que es lo que ahora soy. Debería poner pasamanos y barras de seguridad en la ducha, en el dormitorio... ¡Hasta en el baño, de lo contrario no podré ir solo ni a orinar!
–Bueno, Basty, tranquilo, no te pongas así –intervino Daniela con voz calma. Puede que se debiera a sus prácticas de yoga o a las horas que dedicaba a la meditación, lo cierto es que tenía la paciencia de una santa y era necesario mucho más que un exabrupto para hacerla reaccionar de mala manera.
–¿Y cómo quieres que me ponga, Dani? –negó y se llevó las manos al rostro, se apretó los ojos con la intención de advertir a sus lágrimas que marcaran la retirada. La garganta le ardía producto de las intensas ganas de llorar que sentía y de las palabras que se le atascaban allí.
–Antes que nada, debes aprender a manejar tus creencias. Tal vez te parezca una trivialidad, pero no lo es. Lo que afirmas es como te proyectas hacia el universo. Deja de afirmar que eres un discapacitado, de lo contrario quedarás atascado en ese círculo vicioso de autocompadecimiento sin poder avanzar. Eres un ser valioso. Eres fuerte, decidido y tienes una garra increíble. Proyecta eso.
–Ojalá pudiera, pero no es fácil –se justificó.
–¡Claro que no lo es! Y justamente es más sencillo focalizar en lo malo que esforzarse por enfocar lo bueno o lo que realmente deseas lograr –le dijo, y sus palabras fueron como un cachetazo. Directas, simples y tan reales que pasmaban.
–¡No sé qué hacer, me siento perdido! –expuso por fin.
Leandro se acuclilló frente a Bastian.
–No te vamos a dejar solo, en esta estamos metidos los tres.
Bastian negó repetidas veces.
–Yo no quiero transformarme en una carga. Ustedes dos tienen que volver a Ostuni, donde tienen su vida, y yo tendría que quedarme en Roma... –se frotó el rostro con las manos, después se mesó el cabello. Confuso, dubitativo, desnudó lo que sentía respecto a su situación–: Pero acá ya no me queda nada.
–Por nosotros no te preocupes, que si estamos aquí es porque no hay nada que consideremos más importante –intervino una vez más Daniela–. Y respecto a ti, puedes volver a empezar donde sea, pero si dices que aquí ya no te queda nada, entonces vente con nosotros a Ostuni –sugirió.
–¡Claro, Dani tiene razón! –secundó Leandro–. Buscaremos asesoramiento para acondicionar la casa, tal como nos recomendaron. Además, en Ostuni hay hospitales donde podrás hacerte los controles médicos y excelentes centros de rehabilitación como para que puedas continuar allí con tu terapia. No necesitas quedarte en Roma. Te prometo que buscaremos los mejores profesionales.
–No lo sé... Dejé Ostuni con el firme propósito de escalar alto, ¡y vaya que lo había logrado! Había llegado a la cima, parecía que tocaba el cielo con las manos. Tenía todo lo que siempre había querido... ¿Y ahora? Ahora no tengo nada. ¡Soy un fracaso! –una y mil veces volvía a entregarse a la negatividad. Él también, dadas las circunstancias, había pensado en la posibilidad de volver a Ostuni. Lo frenaba la percepción de que, si se iba de Roma, se estaría traicionando a sí mismo. Pero si no queda nada del Bastian que fui, ¿de qué manera me estaría traicionando?, se planteó.
Daniela le tomó las manos. Bastian se veía abatido.
–No lo eres, Basty. ¡No eres un fracaso! –rebatió–. A veces se necesita caer para volver a levantarse con más fuerza, para conocerse de verdad. Eres un guerrero, lo has sido siempre, y lo has vuelto a demostrar en estos últimos días con tus avances.
–¿Qué demostré, Dani? ¿Que no dejo de llorar como un chico o de enojarme? –preguntó con angustia y un poco avergonzado.
–¡Qué ridículo sería pedirte que no lloraras después de lo que estás pasando! Lloras, claro que sí, y es esperable. También luchas y te empeñas por mejorar cada día un poco; yo lo veo. Y porque tengo fe en ti, en tu entereza y en tu determinación, es que sé que volverás a sentir que tocas el cielo con las manos. Solo que ahora tal vez cambien tus objetivos, y la cima que quieras alcanzar sea otra.
–¡Y lo vas a lograr, hermano! Cascasse il mondo. Capito? –reafirmó Leandro con la emoción a flor de piel. Bastian asintió con la cabeza.
–Gracias. Gracias a los dos –las palabras de Bastian quedaron amortiguadas contra el pecho de su hermano. Los tres se habían fundido en un estrecho y cariñoso abrazo que sellaba ese acuerdo que no necesitaba de mayores palabras.