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Martes, 16 de mayo de 2017

Hacía tres días que no paraba de llover, y esa había sido la nueva excusa para que Caeli pudiera postergar otro poco su visita a la planta fabril y, con mayor razón, el recorrido exploratorio por el olivar. Llevaba cuatro meses postergándolo.

Justo antes de la muerte de Paolo, Collina del Sole había concluido la elaboración de aceite de oliva derivado de la última cosecha, y habían alcanzado a vender buena parte de esa producción. Por lo tanto, terminada la temporada de recolección y molienda, la fábrica había vuelto a operar con el mínimo indispensable de empleados. Esgrimiendo este argumento, Caeli había mantenido cerradas las puertas justificándose en la creencia de que era improbable que esto fuese a repercutir de manera desfavorable en la economía de la empresa. Pero la inactividad, que en un principio creyó que sería de algunas semanas, ya llevaba cuatro meses. Caeli había estado sumida en una profunda depresión que le había imposibilitado cumplir con sus funciones.

Durante ese tiempo, ella solo había tenido contacto con Rodolfo Raggi, responsable a cargo del área contable y de la tesorería de gestión financiera de la empresa, para que este se encargara de pagar los salarios a los empleados permanentes de la planta. En una de sus últimas conversaciones, Raggi le había informado que la situación se estaba volviendo insostenible.

Caeli sentía todo el peso del mundo sobre sus hombros. Al menos de ese pequeño gran universo que había sido “el mundo” para Paolo y que ahora también debería serlo para ella, con el objeto de que, al momento de heredarlo, Collina del Sole fuera un “mundo” digno para Tiziano. Sabía que era imperioso que se hiciera cargo del lugar, y al mismo tiempo, tenía tanto miedo de hacer las cosas mal, que se paralizaba.

Era media mañana. Caeli bebía una infusión de tilo y manzanilla sentada tras la mesa de la cocina y su mirada estaba fija en la cortina de agua que formaba la lluvia en el alero de la ventana. Su mente iba y venía. En algunos momentos se encontraba abarrotada de pensamientos, de preocupaciones y de miedos. En otros, y apelando de manera inconsciente al instinto de supervivencia, se perdía con desesperación en la nada más absoluta, se vaciaba por completo.

Había alcanzado ese estado de ingravidez que le permitía aislarse de todo y donde el dolor no era más que una sombra que acechaba en la periferia, esperando el instante para saltarle otra vez encima y atravesarle la piel con sus garras, cuando el violento aleteo de un pájaro tras la ventana la devolvió a la realidad.

El sobresalto le hizo derramar algunas gotas de su infusión. Parpadeó repetidas veces antes de realizar una inspección rápida en la que comprobó que el plato, el mantel y también parte de su ropa tenían salpicaduras. Negó con la cabeza y se miró las manos. Sin darse cuenta, había dejado el tazón sobre la mesa. En el instante en el que su mente se había permitido razonar, advirtió que estaba actuando como una autómata. Se cuestionó, entonces, cuánto más podría dilatar las cosas y si realmente valía la pena hacerlo.

El pájaro, que se había refugiado en el alféizar, sacudía el cuerpo y las alitas para quitarse el agua de encima. Pasmada, Caeli abrió los ojos con amplitud ante la gráfica revelación. No pudo más que sentirse avergonzada por la manera en la que había buscado evadirse de la realidad y también, con pobres excusas, de las responsabilidades que la esperaban, y así, con su pasividad, la empresa no hacía más que irse a pique. Esa pequeña ave le había demostrado que aquello que nos incomoda o intranquiliza se quita cuando no nos quedamos inmóviles. Supo, entonces, que era mejor caminar hacia adelante y ya no postergar las nuevas reglas que le imponía la vida.

Tomada la decisión, Caeli se colocó un par de botas de goma y un holgado impermeable color gris con capucha, y se aventuró al exterior. En el fregadero había quedado la taza a medio beber y sobre la mesa un platito con una confitura que ni siquiera había probado y que solo había atinado a cubrir con una servilleta de lino, hábito que se había repetido varias veces en estos últimos meses al no sentirse capaz de comer demasiado debido a la angustia.

A pesar de que la lluvia era persistente, carecía, al menos en ese momento, de la furia que la había caracterizado en los días anteriores. Entonces, la tormenta eléctrica y las ráfagas de viento no habían dado tregua y en un episodio incluso había caído un poco de granizo. Ya no olía a petricor, como cuando habían caído las primeras gotas sobre la tierra seca; ahora el aire se sentía fresco y limpio, oxigenado y vivificante para sus pulmones.

La capucha del impermeable le había permitido prescindir del paraguas, objeto del cual no era adepta dado que le resultaba molesto. Además, prefería tener las manos libres, que en ese momento llevaba en los bolsillos, más por costumbre que para no mojarlas, mientras recorría los setecientos metros que la separaban de la planta fabril, ubicada dentro de la finca.

Hacer el camino a pie le permitió tener un primer vistazo general del olivar. Si bien no se trataba de un análisis profundo, le resultaba útil para registrar en su mente algunos datos relevantes y así complementar la información que guardaba en su memoria, ya fuera de comentarios hechos por Paolo o de conversaciones oídas al pasar. Por ejemplo, tenía presente que la cosecha anterior había sido excelente. Teniendo esto en cuenta –más sus conocimientos acerca del ciclo productivo de los olivos, cuya producción ideal se da cada dos años– y la acotada floración que estos lucían, podía asegurar que ese sería un año de vecería. Es decir, que los árboles producirían bastante menos de su capacidad normal, y había que sumar los estragos causados por la reciente tormenta: el suelo regado de pétalos lechosos era prueba suficiente del desastre. En resumen, Caeli podía deducir que la producción de ese año en Collina del Sole, sería de alrededor de un veinte por ciento del volumen de lo que había sido el año anterior. Hacer este análisis le trajo a la memoria una frase popular, o que al menos era popular en su familia pues se la había oído repetir un centenar de veces a su abuela. Rogó para que no se cumpliera: “Las desgracias nunca vienen solas. Vienen de a par, vienen de a tres... pero nunca vienen solas”.

El ingreso a la fábrica estaba franqueado por dos olivos centenarios, uno a cada lado del camino de ingreso, perfectamente marcado en el suelo por ladrillo molido. El color anaranjado resaltaba de manera notoria en el entorno verde oliváceo, otorgado por los árboles, y el blanco de las paredes del edificio, que con el devenir del tiempo se había tornado marfil. Adosado a la construcción de líneas rectas y simples había un conjunto de trulli –trullos– de buenas dimensiones, con un gran sol pintado con cal en el techo oscuro del trullo principal. Los trulli, con sus techos de forma cónica y construidos con bloques planos de piedra caliza intercalada de manera estratégica para que no cayeran, otorgaban una cuota tradicionalista al edificio. Aunque esto en un principio hacía dudar del buen criterio del arquitecto al haberlos conservado en pie junto a la planta fabril de líneas más modernas, al rato uno se daba cuenta de que no había errado... al menos no por completo. ¿Y acaso esa extraña mezcla no había sido una analogía del carácter de su propietario? Paolo había sido un hombre conservador y arraigado a las tradiciones; pero al mismo tiempo había sido un defensor acérrimo de la tecnología y de la modernidad en cuanto a su fábrica se refería. Allí, en los trulli, justamente funcionaban las oficinas de Collina del Sole, y allí había tenido Paolo su estudio personal.

Frente al ingreso del trullo principal y todavía con las manos en los bolsillos, Caeli fue consciente de que había hecho todo el trayecto apretando la llave en su mano izquierda. También advirtió que tenía las palmas húmedas de sudor. Estaba nerviosa. Desde luego que no era esa la primera vez que iba a ingresar al recinto. Había concurrido muchas veces en compañía de Paolo, y tal vez fuera por ello y porque en ese lugar la presencia de su esposo era tan viva, que ahora al momento de hacerlo sola, le resultaba tan difícil.

Insertó la llave en la cerradura y abrió la puerta de madera. Cuando dio los primeros pasos dentro de la sala, fue recibida por el olor acre de la piedra y el húmedo frescor que en el interior se generaba gracias a las gruesas paredes de más de un metro de espesor, necesarias para contener el techo.

Encendió la lámpara central. La mañana estaba tan gris que sin la luz artificial las amplias ventanas no alcanzaban a iluminar y esto otorgaba una mayor sensación de tristeza, si es que era posible. Desde las cenizas del último leño que había ardido dentro de la chimenea, y que ahora permanecía apagada, se desprendía un sutil olor a humo que la retrotrajo a la imagen de su esposo, pues así olía su pelo en épocas de frío cuando volvía de las oficinas. Así olía su pelo ese último día...

Cada detalle despertaba en Caeli recuerdos de Paolo. Y no es que ella quisiera evitarlos, porque al contrario, sentía que recordarlo era una forma de mantenerlo vivo. Lo que la angustiaba de manera exponencial era que cada recuerdo la llevaba al día de su muerte y eso era lo que no quería recordar. Deseaba mantener vivos los momentos hermosos que había vivido junto a él... tantos años, tantas cosas... Pero no, cualquier detalle que abriera en su mente la chispa de alguno de esos recuerdos, pronto y sin que siquiera fuera consciente, terminaba en aquel día fatídico...

Esa noche de jueves, tal como hacía religiosamente cada semana, Paolo se había reunido con sus amigos del club de póker. Por lo que esos hombres habían declarado a la policía, Caeli supo que la velada había transcurrido de manera normal: un juego de cartas, un poco de alcohol, algún que otro cigarro... Nada que para ellos estuviera fuera de los parámetros a los que estaban habituados.

Hasta que Paolo sufrió el ataque.

“Así, de la nada”, habían dicho, y entre todos habían reconstruido los últimos minutos de la vida de su esposo, que ella había visto en su mente con una claridad impresionante.

“Estaba bien pero de pronto se le contrajo el rostro en una mueca horrible y se tomó el pecho. ¡Cayó al suelo con naipes y todo! No nos decía nada, pero gemía de dolor. Se le hacía difícil respirar. Sudaba a mares. Llamamos a emergencias, que acudieron con bastante rapidez; de todos modos no pudieron hacer nada para salvarlo. Paolo no respondió a la RCP”.

Los médicos habían confirmado que el deceso se había producido a causa de un infarto de miocardio por obstrucción de las arterias coronarias. De haberse realizado chequeos médicos, hubiese saltado a la luz que las arterias de Paolo se estaban estrechando a causa del colesterol alto. Pero él no había tomado ningún recaudo y todo lo que se supo fue después de su muerte a través de la autopsia. Estaba enojada con su esposo por la negligencia que había cometido. No podía evitarlo.

Se quitó el impermeable, que colgó en el perchero ubicado junto a la puerta de ingreso. Le hubiese encantado poder desprenderse con esa misma facilidad de los recuerdos asociados a la tragedia, ocurrida cuatro meses y cuatro días atrás. Sí, debía reconocer que llevaba la cuenta de manera obsesiva. Tampoco podía evitarlo.

Para Caeli, encender la luz y traspasar la puerta del estudio personal de Paolo, significó otro shock. Con cierto resquemor caminó hacia el robusto escritorio de caoba de líneas elegantes y masculinas, detrás de este estaba ubicado un sillón de escritorio tapizado de cuero negro. A sus espaldas, en un marco de madera cincelada a mano y colgado en la pared en un punto que atraía todas las miradas, destacaba el título de Paolo que acreditaba su Licenciatura en Ciencias y Tecnología Agrícola. Ella poseía el mismo título, solo que su diploma no estaba a la vista ni ella había ejercido la carrera.

Se dirigió hacia el archivador en el que sabía que Paolo guardaba los documentos de la propiedad y de la familia. La gaveta estaba bajo llave, por lo que había tenido la precaución de llevarla también. Fue sacando y revisando las carpetas durante unos minutos hasta que encontró lo que buscaba. Tal como suponía, allí, al fondo de la gaveta –tal el orden de importancia que esos documentos habían tenido para su esposo– encontró su diploma.

Le tembló el pulso al tomarlo en sus manos y se le cerró la garganta en una mixtura de emociones al rememorar cuánto empeño había puesto durante la cursada, pues amaba la carrera que había elegido. El curso de la vida, que en un principio la llevó a relegar su título para dedicarse a su hogar, a su esposo y a su hijo, hoy la ponía frente al desafío de retomar aquello que había dejado postergado. Aquello que ella misma había permitido que quedara al fondo de una gaveta junto a los sueños que tuvo alguna vez, cuando decidió que sería la primera mujer de su familia en seguir una carrera universitaria. Se había esforzado y obtenido altísimas calificaciones; no obstante, de eso había pasado tanto tiempo que temía que sus conocimientos ya fueran obsoletos... o que ni siquiera los recordara.

Se dejó caer en el sillón de Paolo y apoyó su título sobre el escritorio. Con los dedos delineó las letras de su diploma y leyó una y mil veces las palabras allí escritas. Tal vez así volvieran a calar en su mente y se convenciera de que Caeli Dalmonte, además de ser ama de casa, esposa y madre, también era Licenciada en Ciencias y Tecnología Agrícola.

–Soy Caeli Dalmonte, y soy Licenciada en Ciencias y Tecnología Agrícola –dijo en un susurró con la vista fija en el certificado–. Soy Caeli Dalmonte, y soy Licenciada en Ciencias y Tecnología Agrícola –repitió con un tono de voz un poco más fuerte aunque se le notaba un cierto temblor.

Inhaló una honda bocanada de aire e irguió la espalda. Procuró que su pulso adquiriera firmeza antes de repetir una vez más su mantra. Tenía que convencerse a sí misma antes de poder convencer a los demás de que estaba capacitada para llevar adelante la plantación y la fábrica.

–Soy Caeli Dalmonte, y soy Licenciada en Ciencias y Tecnología Agrícola. Graduada en la Universidad de Bari.

Ya casi podía creérselo.

–¡Soy Caeli Dalmonte, y soy Licenciada en Ciencias y Tecnología Agrícola! –hizo una nueva respiración profunda y hasta sonrió un poco cuando las palabras vibraron con fuerza en su garganta y en su corazón, y volvió a repetir una y otra vez, con esa mezcla de emociones que habían anidado en su interior, con una sonrisa ancha en los labios y con lágrimas en los ojos–: ¡Soy Caeli Dalmonte, y soy Licenciada en Ciencias y Tecnología Agrícola!

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