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Desanduvo el camino, primero colina abajo y después a través del campo, ralentizando los pasos tanto como le fue posible con la intención de demorarse. De solo pensar en llegar, se sentía agobiada. Hacía dos días que su casa estaba invadida por gran cantidad de gente que había arribado a Ostuni desde distintos puntos del país. Un ejemplo eran sus padres y hermanas que habían viajado varios kilómetros desde Nápoles para acompañarlos a ella y a su hijo y darles el pésame. De los Dalmonte solo había faltado su hermano Dante con su familia, que justo por esas fechas estaban de viaje en el extranjero. Desde la ciudad de Bari habían llegado los padres de Paolo y las hermanas con sus respectivos esposos y progenie. Tíos, primos y amigos del difunto –de algunos hasta entonces Caeli había ignorado su existencia– también habían viajado desde sus lugares de residencia para darle el último adiós. Y, por supuesto, allí estaban los empleados de Collina del Sole y algunos vecinos. La casa se había convertido en un mundo de gente y actividad cuando ella hubiese preferido prolongar el silencio reinante en el promontorio, la paz transmitida por el paisaje, el abrazo de su hijo; nada más.

A Tiziano tampoco se lo había visto feliz con semejante invasión. Cuando ella, superada su paciencia, había tomado la urna con las cenizas de su esposo y se había escabullido entre los olivos, su hijo hacía rato que se había encerrado en su dormitorio en busca de lo mismo que Caeli: la preciada soledad. Al respecto eran muy parecidos: los dos preferían la introspección, el sonido del silencio o el de la música al de las voces. Las conversaciones multitudinarias tenían el poder de abrumarlos; las concentraciones de gente, les causaban una especie de claustrofobia. Paolo solía reírse de ellos cuando lo planteaban: “No parecen italianos”, les decía. Pero lo eran, y a mucha honra; pero preferían la paz al bullicio.

Caeli había logrado tener un momento de soledad y la libertad de dar rienda suelta a su angustia, que tanto había reprimido en presencia de las visitas; sin embargo, debía volver a hacerles frente.

Ante la puerta trasera de la casa inhaló una bocanada de aire y tomó la manija, después empujó para abrir. La recibió la cocina, donde platos y vasos sucios la esperaban acumulados en el fregadero. Se quitó el abrigo y la bufanda, que dejó colgados en un perchero detrás de la puerta. Después se arremangó el jersey hasta debajo de los codos y se puso manos a la obra: prefería dedicarse a la limpieza que escuchar una vez más las frases: “Lamento su pérdida”. “Mi más sentido pésame”, todas, por supuesto, acompañadas por el rosario de virtudes de su esposo. No tenía ninguna objeción a esto último, aunque en esos días, en los que solo ella sabía lo que sentía su corazón, prefería aislarse. Porque, aunque otros también habían sufrido pérdidas, cada uno las siente y sufre a su manera: algunos mostrando su angustia; otros, como en su caso, guardándola en lo profundo de su corazón para compartirla únicamente con su soledad. En definitiva, le resultaban contraproducentes los intentos que la gente hacía por consolarla. Y, si bien reconocía que algunos lo hacían de manera sincera y preocupados por su estabilidad emocional, se daba cuenta de que otros perseguían el objetivo de quebrarla para alimentar el propio morbo. Y, por supuesto, no había faltado la persona que entre cuchicheos había soltado la frase: “¡Mujer desalmada, no es capaz de soltar ni una lágrima por ese pobre hombre, que Dios lo tenga en su santa gloria!”.

¿Qué pueden saber ellos de cuánto sufro yo, Paolo, de cuánto te extraño ya, del vacío que dejaste en mi vida?, se repetía mientras enjabonaba la vajilla.

–Aquí estás –comentó Marianela. Hacía un momento que había ingresado a la cocina y, apoyada en el vano de la puerta, observaba a su hermana mayor lavar los platos: la cabeza gacha, la vista fija en la vajilla, como quien mira sin ver realmente. Los movimientos aprendidos de memoria y realizados solo por no dejar las manos quietas. La mente, a miles de kilómetros... Así es como ella la veía.

Marianela aguardó por una respuesta. Sin mirarla siquiera, Caeli solo asintió con la cabeza para evitar que viera sus ojos enrojecidos. Detestaba llorar, y mucho más detestaba que alguien supiera que había llorado. No quería quedar expuesta, desnudar sus miedos; mucho menos en ese momento en el que deseaba aparentar una fortaleza de la cual carecía. La incertidumbre ante el futuro, la inseguridad... todo la llevaba a sentirse vulnerable, perdida. Sin embargo, frente a los demás, y sobre todo por su hijo, quería mostrarse fuerte.

Marianela, que había comprendido la necesidad de silencio de su hermana, caminó hacia el fregadero, tomó un paño de cocina de una de las gavetas y empezó a secar los platos que ella iba dejando en el escurridor. Al cabo de unos minutos del repetitivo ritual en el que solo se limitaban a lavar y secar la vajilla, Marianela volteó hacia su hermana y le tomó la mano derecha con la intención de detener sus movimientos. Esto obligó a Caeli a mirarla. Se trató de un instante al cabo del cual volvió a voltear el rostro.

–¿Dónde estabas? –quiso saber Marianela. Caeli se alzó de hombros.

–Por ahí –fue su escueta respuesta.

Marianela exhaló un hondo suspiro al comprender que, al menos por el momento, no pretendía decir mucho más. Ella, que en cambio era de la idea de que no hay que guardarse nada: ni palabras, ni emociones, no se quedaría callada con tal de empujar a su hermana a un sanador desahogo.

–¡Tu suegra anda como loca! –exclamó–. No sé, dice que las cenizas de Paolo han desaparecido. Lo cierto es que, de un momento a otro, su urna ya no estaba en su lugar –acotó en tanto indicaba con un ademán hacia la puerta. Se refería al altar que las hermanas de Paolo habían improvisado sobre una vitrina baja donde, además de cubrirla con un mantelito blanco de encaje tejido a mano, habían puesto velas, flores y un Jesús crucificado.

Caeli se limitó a esbozar una mueca. Sin palabras, ese simple gesto hablaba de resignación, cansancio y profunda pena.

–Caeli, ¿tienes algo que ver con eso? –insistió Marianela.

La aludida suspiró, dejó la esponja dentro del fregadero y apoyó las manos sobre el mármol frío de la encimera. Le pesaban los hombros. Le pesaba el alma. Volvió a inhalar en profundidad y exhaló el aire, despacio. En ese momento se planteaba si hablar o no con su hermana, tras lo cual aceptó que tal vez lo necesitaba: dentro de su garganta, un nudo apretado de angustia le dolía demasiado. Supuso que podía tratarse de las palabras atascadas, de los sentimientos guardados, de las emociones reprimidas... Suspiró, y una nueva exhalación profunda dio paso a las palabras.

–Intuyo que doña Nydia se pondrá aún más loca.

–¿Qué hiciste, Caeli?

–Nada... Solo llevé a Paolo al único lugar donde sé que él desearía estar: colina arriba, en el promontorio –con la vista perdida en el infinito, como si estuviera viendo imágenes pasadas, continuó–: Allí, desde donde él podía observar todas sus posesiones. Donde le gustaba estar... Si cierro los ojos, hasta puedo verlo: de pie, erguido y con las manos en la cintura, el cabello entrecano despeinado por la brisa, la media sonrisa dibujada en su boca... Se veía como un rey orgulloso. Estoy segura de que allí se sentía poderoso... –clavó sus ojos en los de su hermana al momento que inquiría con ímpetu–: ¿Acaso imaginas un mejor lugar para él?

–No, por supuesto que no. Has sido su esposa por más de dieciséis años; nadie mejor que tú sabría interpretar sus deseos. Sin embargo, puede que doña Nydia no lo comprenda y que hubiese preferido tener las cenizas arriba del aparador. Algo así le oí decir.

–¡¿Sobre el aparador?! –clamó con el rostro desencajado, lo que denotaba su estupor ante una idea que para ella era por completo descabellada–. ¡Pero ese no sería un lugar apropiado para Paolo! No para él, que le gustaba el campo, el aire libre, sus olivos. ¿Cómo podía dejarlo sobre un mueble, encerrado en una urna? ¿Entiendes, Marianela? ¡Eso para él no hubiese sido paz!

–Claro, Caeli, claro. No te alteres, por favor –procuró tranquilizarla–. Seguro que doña Nydia comprenderá lo que hiciste en cuanto le expliques que solo cumplías con los que hubiesen sido los deseos de su hijo.

Caeli respiró hondo y asintió con la cabeza. Su hermana tenía razón, tenía que tranquilizarse. Buscó la tetera, la llenó con agua y la puso al fuego.

–Me prepararé una taza de tilo y manzanilla. ¿Quieres? –le preguntó a su hermana mientras, sin esperar respuesta, sacaba tazas y platos de la alacena. Había decidido que, en cuanto se sintiera con más calma, iría a hablar con su suegra; la señora merecía una explicación. Todos los miembros de la familia estaban atravesando por un momento difícil y cada uno le hacía frente de la manera que podía.

–Sí, gracias. ¿Puedo ayudarte con algo: llevar el azúcar a la mesa, las cucharitas...?

Caeli le dirigió a su hermana una mirada cargada de ternura y le sonrió con el mismo sentimiento.

–Ya lo haces, Marianela. Ahora mismo me ayudas de maneras en las que ni siquiera lo imaginas. Ven, tomemos la tisana, que estoy segura me hará sentir mejor –acompañó las palabras señalando hacia la mesa. Allí se dirigió portando la bandeja con el servicio listo para degustar la deliciosa infusión, que ya inundaba la cocina con su dulce aroma. El tilo y la manzanilla tenían ese poder: reconfortaban y apaciguaban los ánimos, primero con su perfume, y completaban su magia al beberlo. La contención que Marianela había ejercido sobre su hermana había sido el ingrediente extra de la fórmula. Caeli se sentía mejor; al menos por el momento.

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