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El tiempo de su ministerio

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Cuando Oseas recibió la vocación profética, el reino de las diez tribus de Israel había sido elevado a una altura de gran poder mundano por Jeroboán II. Incluso, antes de eso, bajo el rey Joás, el Señor había tenido compasión de los hijos de Israel, y había vuelto su rostro hacia ellos, a causa de su pacto con Abrahán, Isaac y Jacob, de tal forma que Joás había sido capaz de recuperar las ciudades que Hazael, rey de Siria, había conquistado a su padre Joacaz, y las había incorporado de nuevo a Israel (2 Rey 8, 23-25). El Señor envió otra vez su ayuda a los israelitas a través de Jeroboán, el hijo de Joás.

Dado que Dios no había decidido arrancar y borrar el nombre de Israel bajo los cielos, él hizo que los israelitas vencieran en la guerra, de manera que ellos fueron capaces de conquistar de nuevo Damasco y Hamat, que habían pertenecido a Judá bajo David y Salomón, restaurando así las antiguas fronteras de Israel, desde la provincia de Hamat al norte hasta el mar Muerto, conforme a la palabra de Yahvé, Dios de Israel, que él había proclamado a través de su siervo el profeta Jonás (2 Rey 14, 25-28).

Pero este despertar del poder y de la grandeza de Israel fue solo el despliegue final de su gracia divina, a través del cual Dios quiso liberar de nuevo a su pueblo de sus malos caminos, conduciéndole al arrepentimiento. Pero las raíces de la corrupción, que el pueblo de Israel llevaba consigo desde su comienzo, no habían sido exterminadas ni por Joás ni por Jeroboán. Estos reyes no se separaron de los pecados de Jeroboán, hijo de Nabat, que había hecho pecar a Israel, como tampoco lo habían hecho sus predecesores (2 Rey 13, 11; 14, 24).

Ciertamente, Jehú, el fundador de esta dinastía, había desarraigado de Israel el culto de Baal, pero no había rechazado los becerros de oro de Betel y de Dan, por los cuales Jeroboán, hijo de Nabat, había llevado a pecar a Israel (2 Rey 10, 28-29). Y tampoco sus sucesores se ocuparon de caminar por la ley de Yahvé, el Dios de Israel con todo su corazón.

Tampoco llevaron a la conversión del pueblo los severos castigos que el Señor infligió al pueblo y al reino, entregando a Israel en manos del poder de Hazael, rey de Siria y de su hijo Benadad, en el tiempo de Jehú y de Joacaz, haciendo que ellos fueran derrotados en todas sus fronteras, y empezando a separar esas zonas de Israel (2 Rey 10, 32-33; 13, 3). Tampoco el amor y la gracia que Dios manifestó hacia ellos durante los reinados de Joás y de Jeroboán, liberándoles de la opresión de los sirios y restaurando la grandeza anterior del pueblo, fueron suficientes para que el rey y el pueblo abandonaran la adoración de los becerros de oro.

A pesar de que fuera el mismo Yahvé el que era adorado bajo el símbolo de becerro, este pecado de Jeroboán fue una transgresión de la ley fundamental del pacto que el Señor había hecho con Israel, de manera que suponía un alejamiento grave respecto de Yahvé, el Dios verdadero. Por otra parte, Jeroboán, el hijo de Nabat, no se contentó simplemente con introducir imágenes o símbolos de Yahvé, sino que desterró de su reino a los levitas que se oponían a sus innovaciones, tomando a personas que eran del pueblo común (no de los hijos de Leví) para hacerles sacerdotes, llegando tan lejos en su innovación que mandó cambiar el tiempo de la celebración de la fiesta de los Tabernáculos del séptimo al octavo mes (1 Rey 12, 31-32), con el fin exclusivo de agrandar el “foso” religioso que separaba a los dos reinos, moldeando totalmente a su servicio las instituciones religiosas de su reino.

De esa manera, la religión del pueblo vino a convertirse en una institución política, en oposición directa a la idea del reino de Dios. Por su parte, el santuario de Yahvé quedó transformado en santuario del rey (Am 12, 13). Pues bien, las consecuencias de este culto a las imágenes fueron todavía peores. A través de la representación de Dios invisible e infinito bajo símbolos visibles y terrenos, la gloria del único Dios vino a quedar situada entre los límites de lo finito, de manera que el Dios de Israel quedó situado en un plano de igualdad respecto a los dioses de los paganos.

Este nivelamiento externo fue seguido, por necesidad inevitable, por un alejamiento también interno de Dios. El Dios Yahvé, adorado bajo el símbolo de un toro, no era ya esencialmente diferente del baal de los paganos, que rodeaban al pueblo de Israel. De esa manera, la diferencia entre el culto de los israelitas y el de los paganos vino a ser meramente formal, expresada en el modo material en que los israelitas adoraban a Yahvé, siguiendo la revelación de Moisés, pero sin verdadera separación respecto a los paganos.

En esa línea, los paganos estaban dispuestos a ofrecer al Dios nacional de Israel el mismo reconocimiento que ellos concedían a los diversos baales, como modos distintos de revelación de la divinidad que era una y la misma. Por su parte, los israelitas estaban acostumbrados a una gran tolerancia respecto a los baales, de manera que este culto a Yahvé vino a convertirse en algo puramente externo.

Externamente, el culto a Yahvé seguía predominando. Pero en lo interior la adoración de los ídolos cobró casi la misma importancia, volviéndose incluso predominante. De esa forma, cuando se borraron las diferencias entre las dos religiones, sucedió que la religión vino a recibir el tipo de fuerza espiritual que era propia del espíritu de la nación (no del Espíritu del verdadero Dios). En este contexto, a causa de la corrupción de la naturaleza humana, no fue la religión de Yahvé la que descendió de su altura para transformar a los hombres, sino que fueron los hombres los que quisieron elevarse a la altura de la santidad de Dios, pero no del Dios verdadero, sino del que ellos mismos estaban inventado. De esa manera, la enseñanza voluptuosa y sensual de la idolatría se fue apoderando de los hombres, de los que había provenido (cf. Hengstenberg, Christologie I, 197 ss.).

Esto parece explicar el hecho de que, mientras las profecías de Amós y de Oseas muestran que la adoración de Baal prevalecía todavía en Israel bajo los reyes de la casa de Jehú, a pesar de que, conforme al relato del libro de los Reyes, Jehú había desarraigado el culto de Baal, exterminando la casa real de Ahab (1 Rey 10, 28). Eso significa que Jehú se había limitado a romper la supremacía externa de la adoración de Baal, instituyendo de nuevo la adoración de Yahvé, como religión de Estado, pero bajo el símbolo de los toros y becerros.

Según eso, esta adoración de Yahvé era en sí misma una idolatría de Baal porque, aunque legalmente los sacrificios se ofrecieran a Yahvé y aunque su nombre fuera confesado externamente y sus fiestas fueran observadas (Os 2, 13), en el corazón de los fieles Yahvé se había convertido en un Baal, de manera que el mismo pueblo le llamaba “nuestro Baal” (Os 2, 16) y observaba los días de los baales (2, 13).

Esta apostasía interior respecto al Señor, a pesar de que el pueblo le continuara venerando externamente y siguiera apelando a su alianza, tenía por necesidad un influjo muy desmoralizador sobre la vida nacional. Con la ruptura de esta ley fundamental de la alianza, que prohibía la fabricación y culto a las imágenes hechas por hombres (dada la importancia que esta ley tenía) vino a perderse no solo la reverencia que se debía a la santidad de la ley de Dios sino al mismo Dios.

Y en esa línea la falta de fidelidad respecto a Dios vino a convertirse en falta de fidelidad respecto a los hombres. Con el abandono del amor a Dios en todos los corazones, vino a perderse al mismo tiempo el amor hacia los hombres. Y el adulterio espiritual se transformó en fuente de adulterio carnal, con todas las otras formas de voluptuosidad que estaban vinculadas a la idolatría en aquella zona de Asía. Esto llevó a la ruptura de todos los lazos de amor y de castidad.

No hay en la tierra verdad, ni lealtad, ni conocimiento de Dios. El perjurar, el engañar, el asesinar, el robar y el adulterar han irrumpido. Uno a otro se suceden los hechos de sangre (Os 4, 1-2).

Ningún rey de Israel pudo poner fin a esta corrupción. Suprimiendo la adoración de los toros, ese rey hubiera puesto en riesgo la misma existencia del reino. Pues una vez que se retirara el muro de división entre el reino de Israel y el de Judá se ponía en peligro la misma distinción política entre Israel y Judá. Esto era lo que había temido el fundador del reino de las diez tribus (1 Rey 12, 27), dado que la familia real que ocupaba el trono no había recibido ninguna promesa de Dios que garantizara su permanencia en el reino.

Fundado desde el principio sobre una rebeldía en contra de la casa real de David, a la que el mismo Dios había escogido, el reino de las diez tribus llevaba desde el principio dentro de sí un espíritu de rebelión y revolución, y con ese espíritu los gérmenes de una autodisolución interna. Bajo esas circunstancias, ni el reino de Jeroboán II, tan largo y tan próspero en algunos rasgos externos, podía curar unos males tan profundos, hallándose condenado a aumentar la apostasía y la inmoralidad, pues el pueblo (que despreciaba la bondad y misericordia de Dios) interpretaba la prosperidad material como una recompensa por su justicia ante Dios, recibiendo así una confirmación de su autoseguridad y de sus pecados.

Esta era la ilusión que los falsos profetas querían fortalecer a través de nuevas predicciones de continua prosperidad (cf. Os 9, 7). La consecuencia de ello fue que, cuando Jeroboán murió, los juicios y castigos de Dios vinieron a desencadenarse contra la nación incorregible.

Primero vino, ante todo, una anarquía de doce años, y solo después de eso logró subir al trono Zacarías, el hijo de Jeroboán. Pero solo seis meses después fue asesinado por Salum, quien a su vez fue asesinado tras un reinado de un mes por Menahem, que reinó diez años sobre Samaría (2 Rey 15, 14. 17). En su reinado invadió la tierra el rey asirio Pul, que solo abandonó la tierra tras el pago de un gran tributo (2 Rey 15, 19-20).

A Menahem le sucedió su hijo Pekaías, el año cincuenta del reinado de Ozías. Pero tras un reinado de apenas dos años fue a su vez asesinado por el jefe de los carros de combate, Pekah, el hijo de Romelías, que conservó el trono durante 20 años (2 Rey 15, 22-27), pero que aceleró la ruina de su reino, pues formó una alianza con el rey de Siria para atacar a su reino hermano de Judá (Is 7). En esas circunstancias, el rey Ahaz de Judá llamó en su ayuda a Tiglatpileser, rey de Asiria, que no solo conquistó Damasco y destruyó el reino de Siria, sino que tomó una parte del reino de Israel, es decir, toda la tierra al este del Jordán, y llevó a sus habitantes al exilio (2 Rey 15, 29). Por su parte, Oseas, hijo de Elah, conspiró contra Pekah, y le mató, el año cuarto del reinado de Ahaz.

Después de eso vinieron ocho años de anarquía y confusión sobre el reino, de manera que Oseas solo consiguió tomar las riendas del poder el año doce de Ahaz. Poco tiempo después, él cayó bajo sujeción de Salmanasar, rey de Asiria, a quien debió pagar tributo. Pero, poco tiempo después, confiando en la ayuda de Egipto, rompió el pacto de fidelidad con el rey de Asiria, de manera que Salmanasar volvió, conquistó toda la tierra, incluida la capital, y llevó a Israel cautivo a Asiria (2 Rey 15, 30; 17, 1-6).

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