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INTRODUCCIÓN DEL AUTOR

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En nuestras ediciones de la Biblia hebrea, el libro de Ezequiel viene seguido por el libro de los doce profetas (tw/n dw,deka profhtw/n, cf. Sir 49, 10), llamado por los rabinos Los Doce (rf'[' ~ynEv.), a los que se les viene llamando desde tiempo inmemorial Los Doce Profetas Menores (qetannîm, minores), porque sus profecías, tal como han sido transmitidas hasta nosotros en forma escrita, son menos voluminosas, en comparación con los libros mayores de los profetas Isaías, Jeremías y Ezequiel1.

Cuando se compiló el canon, estos doce escritos fueron reunidos, formando un único volumen. Esto se hizo a fin de que no se perdiera alguno de ellos, a causa de su menor tamaño, en el caso de que se editaran por separado, como observa Kimchi en su Praef. Comm. in Ps, citando una tradición rabínica. Ellos fueron reconocidos, por tanto, como un libro mono,bibloj, to, dwdeka pro,fhton (cf. mi Lehrbuch der Einleitung in d. A. T. &156 y 216, nota 10 ss.). Sus autores vivieron y trabajaron como profetas en diferentes momentos, desde el siglo IX a. C. hasta el V a. C. De esa forma, estos libros proféticos ofrecen no solo los testimonios proféticos más antiguos, sino también los últimos, en relación con la historia futura de Israel y del Reino de Dios y también con el desarrollo progresivo de ese testimonio.

Según eso, cuando los miramos en conexión con los escritos de los profetas mayores, ellos incluyen todos los elementos esenciales de la palabra profética, por medio de la cual Dios ha equipado a los israelitas para los tiempos futuros que estarán marcados por el conflicto con las naciones del mundo, enriqueciéndoles así con la luz y poder de su Espíritu, de manera que (a diferencia de los pueblos incrédulos) sus siervos fueran capaces de anunciar la destrucción de los imperios pecadores, y la dispersión del pueblo israelita rebelde entre las naciones, anunciando también, para consuelo de los creyentes, la liberación y conservación de una semilla santa, con el triunfo eventual (final) de su reino sobre los poderes hostiles.

En la disposición de los doce libros, el principio cronológico ha determinado el orden en que aparecen los profetas del tiempo preasirio y del tiempo de los asirios, de forma que ellos se sitúan los primeros (desde Oseas a Nahún), siendo los más antiguos. Después siguen los profetas del tiempo de los caldeos (Habacuc y Sofonías); y, finalmente, la serie acaba con los tres profetas que son posteriores a la cautividad (Ageo, Zacarías y Malaquías), que aparecen en el orden en que ellos actuaron2.

De todas formas, dentro del primero de esos grupos no se sigue estrictamente el criterio cronológico, sino que el orden viene también determinado por la naturaleza del contenido de los libros. Jerónimo afirmaba en este punto que los profetas que no pusieron en el título de sus libros el tiempo en que ellos profetizaron debieron actuar en el mismo tiempo que lo hicieron los autores de los libros anteriores, en lo que se ofrece la fecha de su composición, (Praef. In 12 Proph.). Pero esta afirmación no se apoya en base sólida, sino que proviene de una mera conjetura, que además resulta errónea, pues Malaquías no profetizó en el tiempo de Dario Hystaspes, como lo hicieron los autores de los dos libros anteriores.

Por otra parte, hay profetas de los que se puede afirmar que el puesto que ocupan en el conjunto de los doce profetas no es tampoco correcto. Joel y Abdías no comenzaron a profetizar bajo Ozías de Judá y Jeroboán II de Israel, sino que comenzaron su misión antes de ese tiempo. Así Abdías profetizó antes de Joel, como es obvio por el hecho de que Joel 2, 32 introduce en su anuncio de salvación las palabras que utiliza Abdías 17: “Y en el Monte Sión habrá liberación”, y lo hace de un modo que es equivalente a una cita directa, utilizando la expresión “como el Señor ha dicho”.

Ciertamente, Oseas debería situarse cronológicamente después de Amós, y no antes que él si se observara un orden estricto. Ciertamente, según el encabezamiento de los libros, tanto Oseas como Amós profetizaron bajo Ozías y Jeroboán II. Pero Oseas continúo profetizando por un largo tiempo después de Amós, que había comenzado su ministerio antes que él.

El orden adoptado para ordenar los libros de los primeros profetas menores parece haber sido más bien el siguiente: Oseas fue colocado a la cabeza, porque su libro es el más extenso, como sucede en las cartas de san Pablo, en las que se coloca al principio la carta a los Romanos, a causa de su mayor amplitud. Después siguieron las profecías que no tenían una fecha en su encabezamiento, y fueron ordenadas de tal modo que un profeta del reino de Israel se emparejó siempre con uno del reino de Judá, es decir, Oseas con Joel, Amós con Abdías, Jonás con Miqueas y Nahún el galileo con Habacuc el levita.

En casos particulares influyeron también otras consideraciones. Así, Joel se emparejó con Oseas, a causa de su mayor apertura y Abdías con Amós porque su libro era más pequeño (incluso el más pequeño de todos); y Joel fue colocado antes de Amós porque este último comienza su libro con una cita de Joel 3, 16: “Yahvé rugirá desde Sión…”. Hay también otra circunstancia que puede haber llevado al emparejamiento de Abdías con Amós, y es el hecho de que el libro de Abdías puede ser tomado como una expansión de Am 9, 12: “que ellos puedan poseer el resto de Edom”.

A Abdías le sigue Jonás, antes que Miqueas, no solo porque Jonás vivió en el reino de Jeroboán II, que era contemporáneo de Amasías y de Ozías, mientras que Miqueas no apareció hasta el reinado de Jotán, y también, posiblemente, porque Abdías comienza con las palabras “hemos oído noticias de Judá, y un mensajero es enviado entre las naciones”, y ese mensajero fue de hecho Jonás (Delitzsch).

En el caso de los profetas del período segundo (tiempo de exilio) y tercero (del postexilio), los organizadores del libro conocían bien el orden cronológico, de forma que fue ese orden el que determinó la colocación de los libros en el conjunto. Ciertamente, en los libros de Nahún y de Habacuc no se menciona la fecha de la composición; pero, partiendo de la naturaleza de sus profecías, es evidente que Nahún, que profetizó la destrucción de Nínive, capital del Imperio asirio, debió haber vivido (o por lo menos trabajado) antes que Habacuc, que profetizó sobre la invasión caldea.

Y finalmente, cuando pasamos a los profetas posteriores a la cautividad, en el caso de Ageo y de Malaquías, en la fecha de su composición se indica no solo el año, sino también los meses. Y por lo que respecta a Malaquías, el autor de la colección de los doce libros sabía que Malaquías era el último de los profetas, por el hecho de que la colección fue completada, si no en el tiempo de su vida y con su colaboración, sino ciertamente muy poco después de su muerte. Este es el orden cronológico correcto, en la medida en que se puede deducir, con una tolerable certeza a partir del contenido de los distintos libros, y teniendo en cuenta la relación de unos profetas con otros. Este es pues el orden de surgimiento de los libros, y la relación en la que están unos con otros, incluso en el caso de aquellos profetas en cuyos libros no se indica la fecha de la composición:

1. Abdías, en el reinado de Jorán, rey de Judá, entre 2. Joel, en el reinado de Josías, rey de Judá, entre 3. Jonás, en el reinado de Jeroboán II de Israel, entre 4. Amós, en el reinado de Jeroboán II de Israel y Ozías de Judá, entre 5. Oseas, en el reinado de Jeroboán II de Israel y de Ozías, rey de Judá, entre 6. Miqueas, en el reinado de Jotam, Acaz y Ezequías de Judá, entre 7. Nahún, en la segunda mitad del reinado de Ezequías, entre 8. Habacuc, en el reinado de Manasés o Josías, entre 9. Sofonías, en el reinado de Josías, entre 10. Ageo, en el reinado de Darío Hystaspes 11. Zacarías, en el reinado de Darío Hystaspes 12. Malaquías, en el reinado de Artajerjes Longimano, entre 889 y 854 a. C. 875 y 848 824 y 780 810 y 783 790 y 725 758 y 710 710 y 699 650 y 628 628‒623 519 519 433 y 424

De un modo consecuente, la literatura de los escritos proféticos no comienza solo en el momento en que Asiria se elevó como poder imperial y asumió un aspecto amenazador contra Israel, es decir, bajo Jeroboán, hijo de Josías, rey de Israel, y bajo Ozías, rey de Judá, o en torno al año 800 a. C., como se supone de ordinario, sino unos 90 años antes, bajo el rey Jorán de Judá y el rey Jorán de Israel, mientras Eliseo vivía todavía en el reino de las diez tribus. Pero también en ese caso el crecimiento de la literatura profética se encuentra íntimamente conectado con el surgimiento de la teocracia.

El reinado de Jorán, hijo de Josafat, fue de gran importancia para el reino de Judá, que formaba el tronco y corazón del reino de Dios del Antiguo Testamento desde el tiempo en que las diez tribus se separaron de la casa de David, pues los israelitas de Judá fueron los que poseyeron el templo de Jerusalén, que el mismo Señor había santificado como lugar de presencia de su Nombre, y también la casa real de David, a quien Dios había prometido una existencia duradera, para siempre, una promesa que certificaba no solo su propia preservación, sino también el cumplimiento de las promesas divinas que Dios había hecho a Israel.

Jorán había tomado como esposa a Atalía, hija de Ajab y de Jezabel, la adoradora fanática de Baal; y a través de ese matrimonio introdujo en Judá la impiedad y el libertinaje de la dinastía de Ajab. Él caminó en la línea de los reyes de Israel, haciendo lo que era malo a los ojos del Señor, como lo hacía la casa de Ajab.

Mató a sus hermanos con la espada, y condujo a Jerusalén y a Judá a la idolatría (2 Rey 8, 18‒19; 2 Cron 21, 4‒7. 11), Después de su muerte y de la de su hijo Ajacías, su mujer Atalía tomó el mando, y mató a todos los herederos reales, a excepción de Joás, niño de un año, que fue escondido en unas habitaciones privadas, por la hermana de Ajacías, casada con Yoyada, el sumo sacerdote, escapando así de la muerte.

De esa manera, la casa real de David, divinamente escogida, estuvo en gran peligro de extinguirse si el Señor no hubiera preservado para ella un retoño, a causa de la promesa que había hecho a su siervo David (2 Rey 11, 1‒3; 2 Cron 22, 10‒12). A sus pecados siguió inmediatamente el castigo. En el reinado de Jorán no solo se reveló Edom de Judá, y lo hizo con tal fortuna que no pudo ser ya sometido nunca más, y además Yahvé mismo suscitó el espíritu de los filisteos y de los árabes de Petra, de tal manera que ellos lograron entrar en Jerusalén y se llevaron todos los tesoros del palacio, y tomaron cautivas a todas las mujeres e hijos del rey, a excepción de Ajacías, el hijo más joven (2 Rey 8, 20‒22; 2 Cron 21, 8‒10. 16. 17).

Jorán mismo fue afligido pronto con una enfermedad dolorosa y repugnante (2 Cron 21, 18‒19); su hijo Ajacías fue asesinado por Jehú tras menos de un año de reinado, con todos sus hermanos (parientes) e hijos de los gobernantes de Judá; y su mujer Atalía fue destronada y ejecutada tras un reinado de seis años (2 Rey 9, 27‒29; 11, 13 ss.; 2 Cron 22, 8‒9 y 23, 2 ss.).

Con el exterminio de la casa de Ajab en Israel, y de sus parientes en Judá, se suprimió en ambos reinos la adoración pública de Baal; y de esa forma se detuvo el despliegue externo de la corrupción creciente de tipo religioso y moral. Pero el mal no fue radicalmente curado. Incluso Joás, que había sido rescatado por el sumo sacerdote Yoyada, y colocado sobre el trono, se dejó llevar por los impulsos de los gobernantes de Judá, y tras la muerte de su liberador, tutor y mentor no solo restauró la idolatría en Jerusalén, sino que permitió que apedrearan al profeta Zacarías, hijo de Yoyada, que condenaba esta apostasía respecto del Señor (2 Cron 24, 17‒ 22).

Amasías, su hijo y sucesor, tras haber derrotado a los idumeos en el valle de la Sal, trajo los dioses de esa nación a Jerusalén y los puso allí para que fueran adorados (2 Cron 25, 14). Se alzaron conspiraciones contra ambos reyes (Jorán de Israel, y Jorán de Judá), de tal forma que los dos cayeron en manos de bandas de asesinos (2 Rey 12, 21; 14, 19; 2 Cron 24, 25‒26; 25, 27). Los dos reyes siguientes de Judá, es decir Ozías y Jotán, se abstuvieron ciertamente de la idolatría más grosera, y mantuvieron el culto de templo de Yahvé en Jerusalén; además, ellos lograron elevar el reino a un puesto de gran poder terreno, a través de la organización de un ejército poderoso y de la fortificación de Jerusalén y de otras ciudades de Judá.

Pero la apostasía interior del pueblo respecto del Señor y de su ley creció en esos reinados, de forma que bajo Ahaz el torrente de la corrupción rompió todos los diques. La idolatría se extendió por todo el reino, introduciéndose incluso en los patios del templo y la maldad alcanzó una altura antes desconocida (2 Rey 16; 2 Cron 28).

Así por un lado, el reinado impío de Jorán puso las bases para el decaimiento interior del reino de Judá, y sus propios pecados y los de su mujer Atalía fueron signo de la disolución religiosa y moral de la nación que, sin embargo, se detuvo por un tiempo a causa de la gracia y fidelidad del Dios de la alianza, para estallar después en el tiempo de Ahaz con una fuerza terrible, conduciendo al reino a los límites de la destrucción, y alcanzando su mayor altura de maldad bajo el rey Manasés, de manera que el Señor no pudo ya retenerse, de forma que pronunció el juicio de rechazo en contra del pueblo de su posesión (2 Rey 21, 10‒16). Por otro lado, el castigo infligido sobre Judá por los pecados de Jorán, castigo que se expresó en la rebelión de los idumeos y en el saqueo de Jerusalén por los filisteos y los árabes, fue el preludio de la elevación de la impiedad de los imperios de las naciones por encima y el contra del reino de Dios, con el fin, si fuera posible, de destruirlo.

Así podemos ver claramente la gran importancia que tuvo la rebelión de Edom en contra del reino de Judá, por la observación que hizo el historiador sagrado, añadiendo que “Edom se rebeló contra la casa de Judá hasta el día de hoy” (2 Rey 8, 22; 2 Cron 21, 10), es decir, hasta la disolución del reino de Judá, porque las victorias de Amasías y de Ozías en contra de los idumeos no culminaron en su sometimiento; y eso se muestra aún más claramente en la descripción contenida en el profeta Abdías 10‒14, donde se habla de los gestos hostiles de los idumeos en contra de Judá con ocasión de la toma de Jerusalén por los filisteos y los árabes. Ello muestra claramente que los idumeos no quedaron satisfechos con haberse liberado del odioso yugo de Judá, sino que intentaron destruir, con orgullo maligno, al pueblo de Dios.

Por su parte, en el reino de las diez tribus, Jehú había extirpado la adoración de Baal, pero no se había apartado de los pecados de Jeroboán, el hijo de Nabat. Por eso, también en ese reino, el Señor comenzó a “cortar partes de Israel”, y el rey Hazael de Siria le atacó por todos los costados. Por la oración de Joacaz, su hijo y sucesor, Dios tuvo una vez más compasión sobre las diez tribus de su reino, y envió liberadores, que fueron los dos reyes, Joás y Jeroboán II, de manera que se liberaron del yugo de los sirios, y Jeroboán fue capaz de restaurar las fronteras antiguas del reino (2 Rey 10, 28‒33; 13, 3‒5. 23‒25; 14, 25). Sin embargo, dado que este nuevo despliegue de gracia no consiguió los frutos de arrepentimiento y de retorno al Señor, el juicio de Dios estalló de nuevo sobre el reino pecador tras la muerte de Jeroboán y lo llevó a su destrucción.

Así se muestra la gran importancia que tuvo el reinado de Jorán de Judá, que estaba vinculado a la casa de Ahab de Israel y que se mantuvo en sus caminos impíos. A partir de estos hechos podemos descubrir sin duda de un modo más preciso los principios del cambio que vino a darse desde ese tiempo en adelante en el desarrollo de la profecía; es decir, en el hecho de que desde entonces el Señor comenzó a elevar profetas en medio de su pueblo, para que discernieran en el presente los gérmenes del futuro, interpretando desde esa luz los acontecimientos de su propio tiempo, imprimiéndolos en los corazones de sus propios paisanos, tanto por escrito como a través de las palabras de sus bocas.

La diferencia entre los prophetae priores (profetas anteriores), cuyos dichos y hechos están recordados en los libros históricos, y los prophetae posteriores, que compusieron escritos proféticos especiales, consiste por eso no tanto en el hecho de que los primeros eran profetas de “acciones irresistibles” y los últimos eran profetas de “palabras convincentes” (Delitzsch), como en el hecho de que los primeros mantenían el derecho del Señor ante el pueblo y ante sus gobernantes civiles, tanto por la palabra como por los hechos, ejerciendo por tanto una influencia inmediata sobre el desarrollo del reino de Dios en sus propios tiempos; por el contrario, los profetas posteriores se centraron en las circunstancias y relaciones de sus propios tiempos a la luz del plan divino de la salvación en su totalidad. De esa manera, ellos proclamaban el juicio de Dios, tanto el más cercano como más remoto, ocupándose así de la salvación futura y anunciando el progreso interior del reino de Dios, en conflicto con los poderes del mundo, y a través de esas predicciones preparaban el camino de la revelación de la gloria del Señor en su Reino o la venida del Salvador para establecer un reino de justicia y de paz.

Esta distinción ha sido reconocida también por G. F. Oehler, que descubrió que la razón para la composición de los libros proféticos separados fue el hecho de que la profecía adquirió una importancia que se extendía mucho más allá de los tiempos presentes; en esa línea se despertó en las mentes proféticas la conciencia de que los consejos divinos de salvación no podían cumplirse en la generación presente, pues la forma actual de teocracia debía romperse a pedazos, a fin de que, a través de una fuerte transformación judicial, pudiera brotar, a partir de un resto, rescatado y purificado, la futura iglesia de la salvación.

Desde ese fondo se explica el hecho de que las palabras de los profetas se pusieran por escrito a fin de que, cuando se cumplieran, ellas pudieran probar a la generación futura la justicia y fidelidad del Dios de la alianza, de manera que ellas pudieran servir como una lámpara para los justos, capacitándoles para entender los caminos del reino de Dios en medio de la oscuridad de los tiempos del juicio. Todos los libros proféticos están al servicio de esta misma finalidad, por grande que sea su diversidad en la presentación de la palabra profética que contienen, una diversidad que se explica por la individualidad de los autores y por las circunstancias especiales entre las que vivieron y trabajaron.

Para una bibliografía de los escritos exegéticos sobre los Profetas Menores, cf. mi Lehrbuch der Einleitung, p. 273 ss.


1. Así observa Agustín en De Civit. Dei, 18, 29: Se llaman menores porque su volumen es más breve en comparación que los que se llaman mayores, porque escribieron volúmenes de un tamaño más grande. Compárese con esto la noticia de b. Bathra 14b, en Delitzsch, Comentario a Isaías XXI.

2. Cf. Delitzsch, Isaías 25.

Comentario al texto hebreo del Antiguo Testamento - Profetas Menores

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