Читать книгу El peronismo y la consagración de la nueva Argentina - Carlos Piñeiro Iñíguez - Страница 10
1.1.a) El creciente malestar con el gobierno de Castillo y el régimen
ОглавлениеLa preocupación ante un aumento de la conflictividad social y política, y la perspectiva de que llevase a enfrentamientos y al “desorden”, eran comunes a la gran mayoría de los oficiales de las Fuerzas Armadas. Si bien se articulaban de distinto modo y con variada intensidad, según la orientación ideológica de cada sector, en esa inquietud jugaban una serie de factores que eran igualmente observados como peligrosos, al menos potencialmente.
La concepción de la nación en armas, como base de la doctrina estratégica, situaba en el centro de la preocupación de los militares todo lo referido a la actividad económica y social de la Argentina, en el contexto regional y mundial de la guerra. La defensa nacional requería contar con los recursos necesarios, y el primero de ellos era disponer de efectivos suficientes, en condiciones de ser instruidos y de prestar servicio. El general Tonazzi, en la Memoria del Ministerio de Guerra de los años 1940-1941, señalaba: si la regla “adoptada por casi todos los países bien organizados” era que, en tiempos de paz, estuviese bajo bandera el equivalente al uno por ciento de su población, la Argentina distaba mucho de cumplirla. Y, entre las dificultades para lograr ese objetivo incluía “las precarias condiciones de vida en que se encuentran” algunas regiones del país. Aunque Tonazzi indicaba que tal situación era “obra de circunstancias transitorias”, los informes de Sanidad militar sobre el reconocimiento para incorporar conscriptos, de forma reiterada daban cuenta de altas proporciones de exceptuados por motivos médicos, por encima del 40%; de ellos, no menos del 10% como ineptos totales, y el resto, solo “aptos para servicios auxiliares”. La principal causa, en una y otra categoría de exceptuados, era la rotulada como “debilidad constitucional”, en su mayoría debida a malnutrición. Probablemente no exagerase Perón al decir que desde “muy joven, cuando presenciaba la incorporación de los soldados a mi regimiento, frente al estado lastimoso en que llegaban, se había despertado en mí un profundo sentimiento social ante lo que todos considerábamos como una tremenda injusticia”. Hacia 1943, la situación no era mucho mejor. Por entonces, los médicos militares se preocupaban gravemente por la incidencia de enfermedades como la tuberculosis, estableciendo una relación estrecha entre sanidad militar y salud pública que, a su vez, apuntaba a la necesidad de mejorar la condición socioeconómica de la mayoría de la población6. En este sentido, el interés por la economía nacional se reforzaba en la oficialidad más allá de sus posiciones ideológicas.
Con el rechazo del Programa de Reactivación de la Economía Nacional presentado por Pinedo se vieron limitadas las posibilidades de fortalecer la producción mediante un mercado ampliado regionalmente e incentivos a la inversión. Las medidas tomadas desde 1941, que reforzaron la presencia estatal en la economía y el incentivo adicional a la sustitución de importaciones generado por las dificultades del comercio exterior, no llegaban sin embargo a paliar los problemas que mostraban los cuellos de botella de la matriz productiva argentina. La escasez de insumos que debían importarse, entre otros de neumáticos, combustibles, maquinaria y repuestos, se agravó a partir de la entrada de Estados Unidos en la guerra y su política de restricciones a la Argentina, como modo de presionar para que pusiese fin a su neutralidad. Desde 1941 comenzó a conocerse un proceso contradictorio, que afectaba particularmente a la actividad industrial. Por un lado, el aumento de la utilización de materias primas nacionales y de aquellas que podían reciclarse a partir de existencias locales, como el caso de la chatarra en las actividades metalúrgicas. Por otro lado, la carestía de insumos importados y, especialmente, la imposibilidad de incorporar nueva maquinaria o modernizar equipos. El crecimiento de la producción, a partir de 1941, se produjo principalmente en rubros que procesaban materias primas locales (nacionales o recicladas), y sobre la base de un incremento de la utilización de mano de obra, de manera intensiva donde era posible, o recurriendo a la ampliación de turnos. Se combinaron, por esa vía, dos procesos económico-sociales potencialmente conflictivos. El aumento de precios, desconocido desde 1930, hizo de la “carestía de la vida” un tema recurrente en los medios periodísticos, en los reclamos gremiales y en la prédica política, tanto oficial como opositora. Al mismo tiempo, una creciente oferta laboral generó un crecimiento del empleo en las actividades industriales y manufactureras, que no se vio acompañado con aumentos significativos en el salario promedio. Esta combinación contribuyó a un nuevo ciclo de demandas gremiales. Si bien no tuvieron la gravedad de los conflictos de 1935-1936, a partir de 1941-1942 las huelgas en gremios como el textil, del calzado, metalúrgico, de la carne y la alimentación, aparecían como el anticipo de un movimiento de más vasto alcance7.
Ya la anterior guerra mundial había mostrado un peligroso incremento de la conflictividad, que en la Argentina se tradujo en enfrentamientos como los de la “Semana Trágica” y las huelgas de La Forestal y la Patagonia. Muchos oficiales que ahora estaban alcanzando jefaturas, en los primeros grados de su carrera habían conocido de primera mano esos acontecimientos y no deseaban revivirlos. Máxime cuando el comunismo se les aparecía, con vistas a la próxima posguerra, como una amenaza más real aún que en la anterior. El general José Humberto Sosa Molina (1893-1960), que en junio de 1943 era coronel, recordará que en la manifestación del Primero de Mayo de ese año fue “comisionado para apreciar de visu” el valor de la columna comunista, que le pareció “realmente imponente”: “Una enorme multitud con banderas rojas al frente, con los puños en alto y cantando ‘La Internacional’ presagiaba horas verdaderamente trágicas para la República”8.
Si bien, a más de siete décadas de distancia, ese temor puede sonar exagerado, lo cierto es que era una apreciación compartida no solo por los nacionalistas más extremos, sino por los liberales partidarios de los aliados. La presencia comunista en las organizaciones gremiales más dinámicas, además de la perspectiva de que su Partido tuviese un papel destacado en la propuesta alianza opositora al gobierno, fortalecían esa aprehensión que pareció corroborarse con la escisión de la Confederación General del Trabajo (CGT). El proceso de ruptura entre la CGT 1, dirigida por el ferroviario José Domenech y contraria a un abierto involucramiento partidario electoral, y la CGT 2, encabezada por el municipal Francisco Pérez Leirós e impulsora de la participación de lleno en la Unión Democrática (UD), se había gestado a partir del Segundo Congreso Ordinario, de diciembre de 1942, y estalló en la reunión del Comité Central Confederal (CCC) de marzo de 1943. Si la CGT 1 contaba con la más poderosa Unión Ferroviaria (UF), acompañada por otras organizaciones significativas como la Unión Tranviaria y el Sindicato de Cerveceros, en la CGT 2 la alianza socialista-comunista también reunía a gremios de peso, como la Unión de Obreros y Empleados Municipales (UOEM), la Federación de Empleados de Comercio, dirigida por el socialista Ángel Borlenghi, la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE), la Federación Gráfica Bonaerense y la Federación Obrera Nacional de la Construcción (FONC), entre las que agrupaban a mayor cantidad de afiliados. No se debe olvidar, además, que las dos partes en que había quedado desgajada la central obrera proclamaban por igual su adhesión a la lucha contra el Eje. La CGT, basándose en las resoluciones de su Primer Congreso Ordinario, de julio de 1939, en contra de “todo intento expansionista respaldado por la fuerza”, venía recaudando fondos en “Ayuda a los países que luchan contra el nazi-fascismo”. Los carnets donde se registraban los aportes, al igual que las estampillas correspondientes, llevaban un gran “V”, con el trazo izquierdo de la letra en celeste, y el derecho en blanco con las siglas “C.G.T.” inscritas, y certificaban la “contribución POR LA DEMOCRACIA / POR LA LIBERTAD / POR LA JUSTICIA SOCIAL”. Además de su carnet, cada aportante recibía un distintivo de solapa de metal dorado, que llevaba esmaltado el mismo símbolo de la “V” celeste y blanca y las siglas de la CGT. Las declaraciones antifascistas estuvieron a la orden del día en ambos sectores entre diciembre de 1942 y junio de 1943, y era clara la intención de los dirigentes de la CGT 1 de evitar los ataques de sus contrincantes que pudiesen hacerlos ver como una expresión sindical “pro-Eje” o, incluso, simplemente neutralista9.
Los conflictos sociales y la situación del movimiento obrero sumaban inquietud ante un panorama político marcado por el plan oficial de perpetuar en el gobierno a la Concordancia mediante el fraude. Si la única alternativa ante el descontento político y social era el mantenimiento del estado de sitio establecido en diciembre de 1941, la dinámica apuntaba a que las Fuerzas Armadas fuesen involucradas cada vez más en un papel de “guardia pretoriana” del régimen. Para los oficiales considerados “liberales”, eso implicaba retroceder en el camino que se había insinuado con Ortiz y los planteos finales del general Justo, para recaer en lo peor de las prácticas fraudulentas. Pero tampoco los nacionalistas, tanto los más autoritarios cuanto los cercanos a posiciones del radicalismo intransigente o del forjismo, estaban dispuestos a cumplir ese rol, al servicio de un sistema que consideraban entregado a intereses foráneos.