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Institución de la religión cristiana, Jean Calvin
ОглавлениеEl año 1957 visité la ciudad de Ginebra con la esperanza de conseguir plaza de traductor, que no logré. Aquel intento de «colocación» no fue baldío, pues, en una de las librerías de la parte alta de la ciudad, adquirí un ejemplar de Jules Laforgue y las Institutions de la Religion Chrétienne de Calvino. ¡Dos libros distintos, pero unidos por la concisión y el fatalismo!
Jean Calvin (llamado por su nombre latino Calvino) fue posiblemente el creador del lenguaje más acerado de la Reforma (protestante). Todo contribuyó a hacer de él un teólogo experto, de lenguaje sobrio y cortante. Su formación jurídica se descubre en su prosa enjuta. Sus Instituciones quieren ser una Summa antipapista, opuesta totalmente a la tomista. Gran escritor. Es uno de esos raros artífices de la prosa a quienes la historia les otorga más relieve que la literatura. Lutero, el fogoso Lutero, no alcanza la talla literaria de Calvino; sin embargo, pasa por creador de la prosa alemana, gracias a su versión alemana de la Biblia. Calvino cinceló como nadie el francés; hasta me atrevo a decir que su buril de hombre frío, decidido, reflexivo, preparó el de Pascal y el de Bossuet. La influencia literaria es patente en Pascal, clarísima en Bossuet. No poco fatalista, y su concepción por demás sombría. Desde 1541, fijó su residencia en Ginebra, lugar que no abandonó hasta su muerte. Dictador en dicha ciudad, la transformó en una especie de vasto convento laico. Los calvinistas, cuidadosos en el vestir, aunque sin lujos, parcos en el comer, no fomentarán los bailes y velarán por la decencia pública; mesurados en el hablar, no salió de sus labios juramento ni blasfemia. En su pensamiento, la nueva Ginebra (calvinista) tenía que ser una ciudad misionera, entregada al estudio de las letras sacras y a la práctica de las virtudes heroicas. Una vocación de esta naturaleza excluía no solo la vida disoluta y las flaquezas de la carne, sino también los goces inocentes, toda clase de solaces y comodidades que alegran la existencia. La poesía, el arte, los goces imaginativos quedaban eclipsados por este puritanismo austero. Tal sociedad más recordaba la impuesta por los jueces israelitas que una sociedad cualquiera de la Europa medieval o moderna. Calvino más se acercaba a la dureza mosaica que a la benignidad cristiana. Veía en el Evangelio un código que había que aplicar con el máximo rigor. Pero, repito, quien lee su libro le perdona su rigorismo puritano, dado el rigor con que labró su prosa.
Traigo a colación algunas de sus frases memorables: «Sombras y figuras judaicas oscurecedoras del Evangelio»; «no son israelitas todos los que descienden de Israel»; «a San Pablo no le pasa por la cabeza la idea de una cabeza visible»; «al erigir un altar cae por tierra Jesucristo»; «Cristo era tenido de los judíos por revoltoso»; «no han dejado rincón que no hayan hinchado de imágenes»; «el espíritu de cada uno es como un laberinto».
Para él, fue mágica la palabra sobriedad, este don que San Pablo recomienda. De aquí su laconismo, que le hace estampar frases que pueden pasar por aforismos. Así, para combatir a las imágenes y para demostrar que los profetas enseñaron a prescindir de ellas, escribe: «El leño es doctrina de vanidad». Sale al paso de los reproches que puedan hacerse a la Creación cuando dice tajantemente: «Él está enojado, no con su obra, sino contra la corrupción de la misma».
Creo sinceramente que Calvino, en esta Institución, se muestra muy polémico con los judíos. Y hay una frase que es casi sarcástica contra ellos. La frase entera no tiene desperdicio: «San Agustín llamó a los judíos libreros de la Iglesia cristiana, porque ellos nos han suministrado los libros que a ellos mismos no les sirven para nada».