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La escala de Jacob, Giovanni Papini

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Las conversiones de los grandes siempre son ruidosas, ya que se encargan las falanges del bando al que el converso acaba de integrarse de vocear el hecho. Y los que perdieron a uno más de su causa, antes que dolerse del abandono, le recriminan y le ponen de vuelta y media. La de Papini fue sonada. Aquel francotirador literario, intoxicado por casi todos los errores o excesos del siglo, que había hecho causa común con los falsos mitos del futurismo y que pasaba por ateísta, de pronto recobra el juicio a lo cristiano, descubre lo mejor que tiene el catolicismo (ancestral) del pueblo italiano, y combate lo que antes había sido caballo de batalla de su juventud. De repente, su vida quedará escindida en dos, y a su juventud, representada por Un hombre acabado, le seguirá la conversión que va a parar a esta Escala de Jacob, cuyas páginas revelan el principio de su conversión.

No deja de ser significativo el título. Papini rotula su libro con esa expresión («escala de Jacob») sacada del relato del patriarca, que, huyendo de su hermano Esaú, ve en sueño una escala que alcanza el cielo y por la cual suben y bajan ángeles (Génesis, 28, 12). El título no puede ser más elocuente. El hombre Papini huye del pelirrojo Esaú, al que la tradición bíblica ha descrito como un impetuoso y rudo cazador, fundador de Edom, territorio normalmente hostil a Israel, que figura en la literatura rabínica como sinónimo de lugar de réprobos. Edom es la palabra empleada muchas veces para designar a Roma.

Alentado por el título (los títulos son alentadores o desalentadores), Papini emprende una campaña de exposiciones personales, depuradamente ortodoxas, que debieron obtener el refrendo del clero romano. Desde el primer momento, se ve que Papini no escribe por escribir. Se trata de unos escritos que ofrecen el fundamento de la verdad «definitiva» a la que ha llegado el gran inconformista del período de entreguerra (1914-1919).

Me interesa subrayar la afirmación más categórica de este libro militante: quien lee el Evangelio no lee un libro. Está claro que, para Papini, el Evangelio no pertenece a la literatura «humana». No tiene parentesco alguno con los clásicos o con la literatura europea, hecha a la hechura del hombre. El Evangelio, a la par de los libros del Antiguo Testamento, está infinitamente por encima de todo artificio literario y dialéctico; no es un libro, sino una encarnación póstuma de Aquel que ama a cada uno de nosotros más de lo que nosotros mismos podemos amarnos.

Quien ve así el Evangelio, inmune al virus crítico de profesores prusianos, de eruditos ingleses, de renegados franceses y de judíos internacionales, podrá escribir la Historia de Cristo —este libro escrito con el espíritu «buono», alejado del criticismo demoledor—. La Historia de Cristo es un libro eminentemente poético, escrito con estro. Pero se basa —para escándalo del análisis malévolo— en una lectura ingenua y literal de los Evangelios. Papini hace caso omiso de la problemática historia exegética, que ha podido incubar a un Bultmann. Es la contrafigura poética de las vidas históricas de los exégetas del xix y de principios del siglo xx, que no pararon de poner reparos cicateros. En contraposición a estos descuartizadores y tiquismiquis, Papini nos ha dejado un libro fascinante por el poder de las imágenes y de las comparaciones basadas siempre en un hecho real de la historia. Compendia este libro memorable este escolio que encuentro en mi ejemplar de la Historia de Cristo: «Quien está con Jesús está contra la Naturaleza antigua y bestial y trabaja por la angélica que ha de vencer. Todo el resto es ceniza y charlatanería».

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