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La bruja, Jules Michelet
ОглавлениеNo sé si lo que voy a estampar constituirá una justificación de la brujería. Pero, para mí, no hay lindes concretos entre esta «superstición» y la magia. Por otra parte, la tan lamentable como vitanda brujería (o magia) se encuentra diseminada en las páginas del Testamento Viejo: no sé tampoco si voy desencaminado, pero la contienda entre Moisés y los sabios egipcios o la tradicional disputa entre San Pedro y Simón, el Mago, en los primeros años de la eclosión cristiana, y la unanimidad de la Patrística, en este punto al menos, demuestran que el hecho de la brujería está respaldado por una sólida autoridad escrituaria y eclesiástica. La noción de una suprema encarnación del mal en quien ostenta la jefatura de la jerarquía del infierno desde los inicios estaba incrustada en la creencia cristiana. De ese modo, al mundo entero de los humanos se le consideró rodeado de un innumerable ejército de espíritus malignos cuyo propósito no era otro que desviar los divinos propósitos, conduciendo a los hombres a la rebelión del pecado. El ministerio de Satán en la prueba a que fue sometido Job, el hombre lobo en el que casi se transformó Nabucodonosor, la nigromancia de la pitonisa de Endor que convocó la sombra mayestática de Samuel, las historias neotestamentarias de la posesión demoníaca y la desdemonización de la piara cerduna de Gadara, todos estos hechos se sobreañadieron a la creencia elemental en la brujería, y vinieron a constituir la concepción cristiana de las malas artes brujescas. Hay que reconocer que siempre hubo objetos naturales y ciertos ritos que tenían un poder misterioso para producir ciertos efectos, y el arte del brujo consistía en el conocimiento de esos misteriosos poderes y en la habilidad para combinarlos y dirigirlos a fines especiales. Me refiero a las piedras encantadas, a varas como la vara de Moisés, a amuletos, a herraduras de caballo, a los dedos del topo, a los números místicos, especialmente al siete. A los rezos para curar se oponían las oraciones maléficas.
La más elevada especie de la magia europea se mezcló, en la Edad Media, con la ciencia entonces imperante, y hombres como Cornelio Agrippa alcanzaron reputación de magos. De Agrippa tenemos su Filosofía oculta, que es todo un tratado de magia.
Es sabido que muchos teólogos y no pocos concilios provinciales tacharon tales creencias de paganizantes, pecaminosas y heréticas, hasta el punto de que, en la Decretal de Graciano, hay un canon que exige al clero que enseñe al pueblo que la brujería es engaño y, como tal, incompatible con la fe cristiana. Después de establecida la Inquisición en el siglo xiii, esa brujería fue considerada simplemente en relación con la herejía y pasaron ambas a ser agentes infernales empleadas en pervertir al fiel y por tanto merecedoras de tortura y de hoguera.
La muy extendida miseria de los siglos xi y xii, la alarmante expansión del catarismo, el terror de la Peste Negra, que hizo estragos en la Europa occidental en el siglo xiv, la aparición de los Flagelantes, tenían que contribuir a preparar las mentes a dar por cierta la realidad de agentes satánicos que obraban con desvergonzada virulencia en el mundo. Fueron los inquisidores los primeros en formular toda una teoría. El rígido mandato contenido en la ley mosaica (Éxodo XXII, 18) fue declarado como una prueba del hecho de la brujería, y el oscuro pasaje «por respeto a los ángeles» (I. Corintios XI, 10), junto con el pasaje del Génesis (VI, 2) fueron entresacados para establecer la realidad del Íncubus (íncubo), una forma de demonio adicto al depravado comercio carnal con las mujeres.
Michelet, el gran historiador del siglo xix, redescubierto en Francia por las nuevas generaciones literarias y por el gran público lector de la segunda posguerra, nos dejó esa gran obra maestra. Es más que el libro de un historiador, ya que todo su escrito es poesía. Es un canto a la bruja curandera y, en términos generales, un tributo literario a la mujer, a la que trata de omnipotente por sus poderes mágicos y su aura infernal. No es extraño que los surrealistas hayan exaltado a este fundador de una historia existencial surrealista. Michelet, con su lenguaje orgiástico, atribuye a la bruja una visión porvenirista: «Frente al Satanás del pasado, se ve que ella da a luz un Satanás del porvenir». A su omnipotencia unen su omnipresencia las brujas: «Se las encuentra en los lugares más siniestros, aislados, de mala fama… ¿Dónde podía vivir sino en las landas salvajes la desdichada tan perseguida…? ¿Dónde podía vivir la novia del diablo y del mal encarnado, que tanto bien hizo según el decir del gran médico del Renacimiento? Cuando en Basilea, 1527, Paracelso quemó toda la medicina, declaró no saber nada fuera de lo que había aprendido de las brujas».
La bruja aportó una curiosa medicina al revés, a la que llegó para obrar exactamente a la inversa de lo que se hacía en el mundo sagrado. Este tenía horror a los venenos. Satán (o la bruja) los emplea y los convierte en remedios. La Iglesia creía (y cree) que por medios espirituales (sacramentos, plegarias) puede actuar sobre el cuerpo mismo. Satanás, a la inversa, emplea medios materiales para actuar sobre el alma. A las bendiciones del sacerdote opone los pases magnéticos hechos por suaves manos de mujeres que adormecen los dolores. La gran revolución de las brujas, el gran paso al revés contra el espíritu de la Edad Media, es lo que podríamos llamar la rehabilitación del vientre y de las funciones digestivas. Ellas afirmaron audazmente: «No hay nada impuro y nada inmundo. Nada hay impuro fuera del mal moral. Toda cosa física es pura, ninguna debe ser prohibida por un vago espiritualismo».
La Edad Media veía a la carne y a su representante, la Mujer, como impura. Al insistir en este error, la misma mujer se creía inmunda.
Explica Michelet muchos hechos curiosos de aquellos días (medievales), y entre ellos uno que concierne a la asnología. Se enternece al comprobar que el Asno sube en la estima del hombre y el rústico se hace esta pregunta: «¿Por qué mi burro no puede entrar en la iglesia? Sin duda, tiene defectos, es trabajador rudo, pero cabeza dura: es indócil, obstinado, terco, en fin, igual a mí». De ahí la fiesta de los Inocentes, de los Locos, del Burro. Es el pueblo mismo quien, en el Asno, arrastra su propia imagen y se presenta ante el altar feo, risible, humillado.
Esta fecha tenía un ceremonial que no pudo ser más grotesco. Ceremonial que dio vida a la prosa del asno que la cantaban a dos coros, imitando por intervalos y como estribillo el rebuzno asnal. Asoma en esta fiesta la herejía antigua, condenada por la Iglesia: la inocencia de la naturaleza. No es extraño que, de siglo en siglo, desde el siglo vii al xvi, la Iglesia haya intentado prohibir las grandes fiestas populares del Burro, de los Inocentes, de los Locos.
Aparte de ser totalmente herético este libro de Michelet (prueba de ello es su inclusión en el Índice), está saturado de noticias que nos hablan de una época sospechosa de religiosidad un tanto turbia. Evidentemente, Satanás, que siempre ha sido un corrompido y un corruptor, se puso de acuerdo con el religioso en el aquelarre. El fraile traía, en aquel desvarío infernal, a su benedicta, a su sacristana, que no tenía un papel demasiado sacristanesco.