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Capítulo II

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»Una tarde, estando yo tumbado en la cubierta de mi vapor, oí unas voces que se aproximaban, y allí estaban el sobrino y el tío deambulando por la orilla. Recliné de nuevo la cabeza sobre el brazo, y ya me había quedado medio dormido cuando alguien dijo, casi en mi oído: “Soy tan inofensivo como un niño pequeño, pero no me gusta estar a las órdenes de nadie. Soy el director, ¿no es así? Se me ha ordenado enviarle allí. Es increíble…”. Me di cuenta de que los dos estaban de pie en la orilla al lado de la proa del vapor, justamente debajo de mi cabeza. No me moví; no se me ocurrió moverme: estaba medio dormido. “Es muy desagradable”, gruñó el tío. “Ha pedido a la Administración que le envíen aquí —dijo el otro— con la intención de demostrar de lo que era capaz; y a mí se me han dado instrucciones en ese sentido. Date cuenta de la influencia que debe tener ese hombre, ¿no es terrible?”. Los dos convinieron en que era terrible, después hicieron varias observaciones extrañas: “Hacer lluvia y buen tiempo…, un hombre…, el Consejo…, a su antojo…”, fragmentos de frases absurdas que vencieron mi somnolencia, de manera que ya había recuperado casi por completo la lucidez cuando el tío dijo: “El clima puede resolverte esa dificultad. ¿Está él solo allí?”. “Sí —respondió el director—; envió a su ayudante río abajo con una nota para mí en estos términos: ‘Eche a este pobre diablo del país y no se moleste en enviarme más de esta clase. Prefiero estar solo a tener junto a mí al tipo de hombres de que usted puede disponer’. Esto fue hace más de un año. ¿Puedes imaginarte semejante insolencia?”. “¿Algo más desde entonces?”, preguntó el otro, con voz ronca. “Marfil —respondió bruscamente el tío— a montones, y de primera clase, a montones. Sumamente fastidioso de su parte”. “¿Y con ello?”, preguntó la voz grave y sorda. “Factura”, fue la respuesta disparada, por así decirlo. Después un silencio. Habían estado hablando de Kurtz.

»Yo ya estaba bien despierto para entonces, pero como me hallaba comodísimamente tumbado, permanecí así, puesto que nada me inducía a cambiar de postura. “¿Cómo llegó ese marfil hasta aquí?”, refunfuñó el de más edad, que parecía muy enojado. El otro explicó que había venido con una flota de canoas a cargo de un oficinista inglés mestizo que Kurtz tenía con él; que Kurtz al parecer había tenido la intención de venir él mismo, ya que la estación estaba por aquella época escasa de mercancías y reservas, pero que, después de recorrer trescientas millas había decidido repentinamente volver atrás, lo que empezó a hacer él solo en una pequeña piragua con cuatro remeros, dejando que el mestizo continuara río abajo con el marfil. Los dos individuos parecían maravillados de que alguien intentara tal cosa. No lograban dar con un motivo que la justificara. En cuanto a mí, me pareció ver a Kurtz por primera vez. Lo vislumbré un instante: la piragua, cuatro salvajes remando y el blanco solitario volviendo de repente la espalda a la oficina central, al descanso, a la idea del hogar tal vez; dirigiendo su mirada hacia las profundidades de la selva, hacia su vacía y desolada estación. Yo no conocía el motivo. Tal vez era simplemente un tipo estupendo que se aferraba a su trabajo por amor a él. Su nombre, os dais cuenta, no había sido pronunciado ni una sola vez. Era “ese hombre”. Al mestizo, que por lo que pude ver había dirigido un difícil viaje con gran prudencia y valor, se hacía invariablemente alusión como a “ese canalla”. El “canalla” había informado de que el “hombre” había estado muy enfermo y no se había recuperado del todo…, los dos que estaban debajo de mí se alejaron unos pasos y pasearon de acá para allá a corta distancia. Oí: “Puesto militar… doctor… doscientas millas… completamente solo ahora… retrasos inevitables… nueve meses… sin noticias… extraños rumores”. Se acercaron otra vez, en el preciso momento en que el director estaba diciendo: “Nadie que yo sepa, salvo una especie de comerciante errante, un tipo pestífero, que arrebataba el marfil a los indígenas”. ¿Quién era ese del que hablaban ahora? Deduje de los fragmentos que se trataba de un hombre que debía estar en el distrito de Kurtz y que no agradaba al director. “No nos libraremos de la competencia desleal mientras no colguemos a uno de estos tipos para que sirva de ejemplo”, dijo. “Ciertamente —gruñó el otro—, ¡qué lo cuelguen! ¿Por qué no? En este país se puede hacer cualquier cosa, cualquier cosa. Eso es lo que yo digo; nadie puede aquí, entiendes, aquí, poner en peligro tu posición. ¿Y por qué? Tú soportas el clima; aguantas más que todos ellos. El peligro está en Europa; pero allí, antes de salir, me ocupé de que…”. Se apartaron y susurraron, pero después sus voces volvieron a elevarse. “La enorme serie de retrasos no es culpa mía. Hice lo que pude”. El hombre grueso suspiró. “Muy triste”. “Y el pestilente desatino de su conversación —continuó el otro—. Me molestaba muchísimo cuando estaba aquí. Cada estación debería ser como un faro en el camino hacia cosas mejores, un centro para el comercio, desde luego, pero también para la humanización, la mejora, la enseñanza”. “Imagínate, ¡ese asno! ¡Y quiere ser director! No, es…”. En ese momento le ahogó la excesiva indignación y yo levanté ligerísimamente la cabeza. Me sorprendió ver lo cerca que estaban: justo debajo de mí. Podría haber escupido sobre sus sombreros. Miraban al suelo, absortos en sus pensamientos. El director se golpeaba suavemente la pierna con una delgada rama: su sagaz pariente levantó la cabeza. “¿Has estado bien desde que saliste esta vez?”, preguntó. El otro se sobresaltó: “¿Quién, yo? Oh, estupendamente, estupendamente. Pero los demás, ¡oh, Dios mío! Todos enfermos. Además, se mueren tan deprisa, que no me da tiempo a enviarlos fuera del país, ¡es increíble!”. “Hum. Así es —gruñó el tío—. ¡Ah!, hijo mío, confía en esto; te lo digo, confía en esto”. Le vi extender esa corta aleta que tenía por brazo en un gesto que abarcó el bosque, la ensenada, el fango, el río; pareció hacer señal, en un deshonroso ademán ante el rostro de la tierra iluminado por el sol, de llamar engañosamente a la muerte acechante, al mal oculto, a la profunda oscuridad de su corazón. Era tan sobrecogedor que me puse en pie de un salto y volví a mirar al borde del bosque, como si esperara una respuesta de algún tipo a aquella negra muestra de confianza. Ya sabéis las ideas tan absurdas que se le ocurren a uno a veces. La profunda tranquilidad hacía frente a estas dos figuras con su ominosa paciencia, esperando a que pasara una invasión fantástica.

»Blasfemaron juntos en voz alta, de puro miedo, creo yo, y después, fingiendo no saber nada de mi existencia, se dieron la vuelta camino de la estación. El sol estaba bajo; al inclinarse hacia adelante el uno junto al otro, parecían estar tirando fatigosamente colina arriba de sus dos ridículas sombras de diferente longitud, que se arrastraban detrás de ellos lentamente por encima de la alta hierba sin doblar ni una sola hoja.

»En pocos días la Expedición de Eldorado se adentró en la paciente selva, que se cerró sobre ella como el mar se cierra sobre un buzo. Mucho después llegó la noticia de que todos los burros habían muerto. No sé nada acerca de la suerte que corrieron los animales menos valiosos. Sin duda, ellos, como el resto de nosotros, encontraron lo que se merecían. No investigué. Estaba en aquel momento bastante excitado con la perspectiva de conocer a Kurtz muy pronto. Cuando digo “muy pronto”, lo digo en sentido relativo: cuando llegamos a la orilla bajo la estación de Kurtz habían transcurrido exactamente dos meses desde el día en que dejamos la ensenada.

»Remontar aquel río era regresar a los más tempranos orígenes del mundo, cuando la vegetación se agolpaba sobre la tierra y los grandes árboles eran los reyes. Un arroyo seco, un gran silencio, un bosque impenetrable. El aire era cálido, espeso, pesado, perezoso. No había júbilo alguno en la brillantez de la luz del sol. Los largos tramos del canal fluían desiertos hacia las distancias en penumbra. En los plateados bancos de arena, los hipopótamos y los caimanes tomaban juntos el sol. Las aguas al ensancharse fluían entre una multitud de islas arboladas; se podía uno perder en aquel río tan fácilmente como en un desierto y tropezarse durante todo el día con bancos de arena, tratando de dar con el canal, hasta que se creía uno hechizado y aislado para siempre de todo lo que se había conocido antes, en algún lugar, muy lejos, en otra existencia tal vez. Había momentos en que tu pasado volvía a ti, como ocurre a veces, cuando no tienes ni un momento de más para ti mismo; pero se presentaba en la forma de un sueño intranquilo y ruidoso, recordado con asombro entre las sobrecogedoras realidades de ese extraño mundo de plantas, agua y silencio. Y esta quietud de vida no se parecía en lo más mínimo a la paz. Era la quietud de una fuerza implacable que medita melancólicamente sobre una intención inescrutable. Miraba con aspecto vengativo. Más tarde me acostumbré a ella; ya no la veía, no tenía tiempo. Tenía que seguir adivinando el canal; tenía que distinguir, más que nada por inspiración, los indicios de bancos ocultos; me mantenía alerta por las posibles piedras hundidas; estaba aprendiendo a apretar de golpe los dientes antes de que mi corazón se escapara, cuando por chiripa pasaba rozando algún infernal y viejo obstáculo disimulado que habría arrancado la vida al vapor de hojalata y ahogado a todos los peregrinos; yo tenía que estar alerta a los indicios de madera seca que podíamos cortar durante la noche para alimentar las calderas al día siguiente. Cuando hay que prestar atención a cosas de ese tipo, a los meros incidentes de la superficie, la realidad —la realidad, os digo— se desvanece. La verdad interior está escondida; afortunadamente, afortunadamente. Pero yo la sentía a pesar de todo; sentía a menudo su misteriosa quietud observándome en mis travesuras, igual que os mira a vosotros, compañeros, actuando sobre vuestras respectivas cuerdas flojas por, ¿cuánto es?, media corona la voltereta.

—Trata de ser educado, Marlow —refunfuñó una voz, y supe que al menos había un oyente despierto junto a mí.

—Le ruego me perdone, olvidé la angustia que va incluida en el precio, y, en realidad, ¿qué importa el precio si la actuación es buena? Vosotros hacéis vuestros números muy bien. Y yo tampoco los hacía mal, puesto que me las arreglé para no hundir ese vapor en mi primer viaje. Todavía me asombra. Imaginaos a un hombre con los ojos vendados que se pone a conducir una furgoneta por una mala carretera. Aquel asunto me hizo sudar y temblar considerablemente, os lo puedo asegurar. Después de todo, para un hombre de mar arañar el fondo del objeto que debe flotar todo el tiempo que está bajo su cuidado es el pecado imperdonable. Puede que nadie lo sepa, pero el golpazo nunca se olvida, ¿eh? Es un golpe en el mismísimo corazón. Lo recuerdas, sueñas con él, te despiertas a media noche y piensas en él, años más tarde, y sientes sudores y escalofríos por todo el cuerpo. No pretendo decir que aquel vapor flotara todo el tiempo. Más de una vez tuvo que vadear durante un rato, con veinte caníbales chapoteando alrededor y empujando. Habíamos enrolado varios de esos hombres a modo de tripulación. Buenos hombres, caníbales, en su lugar. Eran hombres con los que se podía trabajar y les estoy agradecido; y después de todo no se devoraban unos a otros en mi presencia: habían traído consigo una provisión de carne de hipopótamo que se pudrió e hizo que el misterio de la selva hediera en mis narices. ¡Puf! Todavía puedo olerlo. Llevaba a bordo al director y a tres o cuatro peregrinos con sus cayados, todo completo. A veces nos tropezábamos con una estación cercana a la orilla, pegada a las faldas de lo desconocido, y los hombres blancos, que salían a toda prisa de una cabaña destartalada, con grandes gestos de alegría, sorpresa y bienvenida, parecían muy extraños: daba la impresión de que un hechizo los tenía cautivos allí. La palabra marfil resonaba durante un rato en el aire y luego volvíamos al silencio, a lo largo de extensiones vacías, doblando los mansos recodos, entre los altos muros de nuestra sinuosa ruta, mientras el pesado golpe del timón reverberaba en huecos palmoteos. Árboles, árboles, millones de árboles, masivos, inmensos, que trepaban hacia lo alto; y a sus pies, apretujando la orilla contra la corriente, se arrastraba el pequeño vapor tiznado, como lo hace un perezoso escarabajo por el suelo de un grandioso pórtico. Le hacía sentir a uno muy pequeño, muy perdido. Y, sin embargo, ese sentimiento no era del todo deprimente. Después de todo, aunque fueras pequeño, el mugriento escarabajo seguía arrastrándose, que era exactamente lo que se pretendía que hiciera. Hacia dónde se imaginaban los peregrinos que se deslizaba, eso ya no lo sé. Apuesto a que hacia algún lugar donde esperaban obtener algo… Para mí, reptaba hacia Kurtz, exclusivamente; pero cuando las tuberías del vapor comenzaron a tener fugas, nos deslizamos muy lentamente. Las extensiones de agua se abrían ante nosotros y se cerraban a nuestra espalda como si el bosque se hubiera adentrado tranquilamente en el agua para obstruir nuestro camino de regreso. Penetramos más y más en el corazón de la oscuridad. Reinaba un gran silencio allí. A veces, por la noche, el redoble de los tambores, detrás de la cortina de árboles, remontaba el río y permanecía ininterrumpido, pero débil, como flotando en el aire, en lo alto, por encima de nuestras cabezas, hasta el alba. Si aquello significaba guerra, paz u oración, es algo que no hubiéramos podido decir. Las auroras eran anunciadas por el descanso de una fría quietud; los leñadores dormían, sus fuegos ardían débilmente; el chasquido de una ramita le habría sobresaltado a uno. Éramos vagabundos en tierra prehistórica, en una tierra que tenía el aspecto de un planeta desconocido. Podíamos haber soñado que éramos los primeros hombres que tomaban posesión de una herencia maldita que debía ser sometida al precio de una profunda angustia y de enorme esfuerzo. Pero de pronto, cuando luchábamos por doblar un recodo, vislumbrábamos momentáneamente unas paredes de juncos, unos techos de hierba puntiagudos, un estallido de alaridos, un revuelo de extremidades negras, una masa de manos dando palmadas, de pies pateando, de cuerpos tambaleándose, de ojos girando bajo la inclinación del pesado e inmóvil follaje. El vapor avanzaba penosa y lentamente al borde de un negro e incomprensible frenesí. El hombre prehistórico nos estaba maldiciendo, suplicando, dándonos la bienvenida, ¿cómo saberlo? Estábamos aislados de la comprensión de todo aquello que nos rodeaba, pasábamos deslizándonos como fantasmas, asombrados y secretamente aterrados, como lo estarían hombres cuerdos ante un brote de entusiasmo en un manicomio. No podíamos comprender porque estábamos demasiado lejos, y no podíamos recordar porque estábamos viajando en la noche de los primeros tiempos, de aquellos tiempos que se han ido, dejando apenas una señal y ningún recuerdo.

»La tierra parecía algo no terrenal. Estamos acostumbrados a verla bajo la forma encadenada de un monstruo dominado, pero allí, allí podías ver algo monstruoso y libre. No era terrenal, y los hombres eran… No, no eran inhumanos. Bueno, sabéis, eso era lo peor de todo: esa sospecha de que no fueran inhumanos. Brotaba en uno lentamente. Aullaban y brincaban y daban vueltas y hacían muecas horribles; pero lo que estremecía era pensar en su humanidad (como la de uno mismo), pensar en el remoto parentesco de uno con ese salvaje y apasionado alboroto. Desagradable. Sí, era francamente desagradable; pero si uno fuera lo bastante hombre, reconocería que había en su interior una ligerísima señal de respuesta a la terrible franqueza de aquel ruido, una oscura sospecha de que había en ello un significado que uno, tan alejado de la noche de los primeros tiempos, podía comprender. ¿Y por qué no? La mente del hombre es capaz de cualquier cosa, porque está todo en ella, tanto el pasado como el futuro. ¿Qué había allí, después de todo? Júbilo, temor, pesar, devoción, valor, ira, ¿cómo saberlo?, pero había una verdad, la verdad despojada de su manto del tiempo. Que el necio se asombre y se estremezca; el hombre sabe y puede mirar sin parpadear. Pero por lo menos debe ser tan hombre como esos de la costa. Debe hacer frente a esa verdad con su propia verdad, con su propia fuerza innata; los principios no sirven. Adquisiciones, ropas, bonitos harapos (que se irían volando a la primera sacudida). No; se necesita una creencia deliberada. ¿Qué hay en ese diabólico alboroto algo que me llama? Pues muy bien; lo oigo, lo reconozco; pero yo también tengo una voz, y, para bien o para mal, la mía es un habla que no se puede acallar. Desde luego, un necio, aunque esté muy asustado y lleno de buenos sentimientos, está siempre a salvo. ¿Quién es el que gruñe? ¿Os asombráis de que no desembarcara para aullar y danzar? Bueno, pues no, no desembarqué ¿Nobles sentimientos decís? ¡Al diablo los nobles sentimientos! No tuve tiempo. Tuve que perderlo con el albayalde y las tiras de manta de lana, ayudando a vendar los escapes de esas tuberías, os digo. Tenía que estar atento al timón, esquivar aquellos troncos y conseguir que ese bote de hojalata marchara por las buenas o por las malas. Había en la superficie de aquellas cosas suficiente verdad como para salvar a un hombre más sabio que yo. Y de cuando en cuando tenía que ocuparme del salvaje que trabajaba de fogonero. Era un ejemplar perfeccionado; podía encender una caldera vertical. Estaba allí, debajo de mí, y, palabra de honor, mirarle resultaba tan edificante como ver a un perro haciendo una parodia con calzones y sombrero de plumas caminando sobre sus patas traseras. Unos cuantos meses de preparación habían sido suficientes para aquel muchacho realmente estupendo. Escudriñaba el manómetro de vapor y el indicador del nivel de agua con un evidente esfuerzo de intrepidez; además tenía dientes limados, el pobre diablo; la lana de su cabeza, afeitada en una forma muy extraña y tres cicatrices ornamentales en cada una de sus mejillas. Hubiera debido estar dando palmas y brincos en la orilla, en lugar de lo cual se esforzaba en su trabajo, presa de un extraño maleficio, lleno de un conocimiento provechoso. Era útil porque había sido instruido y lo que sabía era esto: que cuando el agua desapareciera de aquella cosa transparente, el espíritu maligno que se hallaba dentro de la caldera se pondría furioso por causa de la enormidad de su sed, y se tomaría una terrible venganza. Y así, sudaba, encendía y miraba el cristal temerosamente (con un amuleto improvisado, hecho con trapos, atado a su brazo, y un trozo de hueso pulimentado del tamaño de un reloj, que le atravesaba horizontalmente el labio inferior), mientras las orillas cubiertas de árboles pasaban deslizándose lentamente ante nosotros, el ruidito quedaba atrás, interminables millas de silencio se sucedían, y nosotros seguíamos arrastrándonos hacia Kurtz. Pero los troncos eran gruesos, el agua traicionera y poco profunda, la caldera parecía realmente albergar un demonio hostil en su seno, y por eso ni el fogonero ni yo teníamos un solo momento para asomarnos a nuestros horripilantes pensamientos.

»Unas cincuenta millas más abajo de la Estación Interior nos topamos con una cabaña hecha de caña, un mástil torcido y melancólico con los irreconocibles jirones de lo que había sido una bandera de alguna clase que había ondeado desde él, y una pila de leña hacinada. Aquello era algo inesperado. Llegamos a la orilla, y sobre el montón de leña encontramos una tablilla con algo borroso escrito a lápiz. Cuando quedó descifrado, vimos que decía: “Leña para ustedes. Apresúrense. Acérquense con precaución”. Había una firma, pero era ilegible. No ponía Kurtz, sino una palabra mucho más larga. Apresúrense. ¿Hacia dónde? ¿Río arriba? “Acérquense con precaución”. No lo habíamos hecho así. Pero la advertencia no podía estar pensada para un lugar al que había que acercarse para encontrarlo. Algo iba mal más arriba. Pero ¿qué, y en qué grado?, ésa era la cuestión. Hicimos algunos comentarios adversos a la imbecilidad de aquel estilo telegráfico. La maleza de alrededor no decía nada, y tampoco nos permitía mirar muy a lo lejos. Una desgarrada cortina de sarga roja colgaba a la entrada de la cabaña y aleteaba angustiosamente en nuestros rostros. La vivienda estaba desmantelada, pero se podía ver que no hacía mucho había vivido allí un hombre blanco. Quedaba una tosca mesa: un tablón sobre dos postes; en un rincón oscuro reposaba un montón de basura, y junto a la puerta yo cogí un libro. Había perdido las tapas y las páginas habían sido manoseadas hasta quedar extremadamente blandas y sucias; pero el lomo había sido amorosamente cosido de nuevo, con hilo de algodón blanco que todavía conservaba un aspecto limpio. Era un hallazgo extraordinario. Se titulaba Investigación acerca de algunos aspectos de la náutica, y su autor era un tal Tower, Towson, o un nombre por el estilo, capitán mercante de la marina de Su Majestad. La materia parecía bastante aburrida, con sus diagramas ilustrativos y sus repulsivos cuadros de cifras. El ejemplar tenía sesenta años. Tomé en mis manos esa impresionante antigualla con la mayor ternura posible, no fuera a ser que se desintegrara entre mis dedos. En su interior, Towson o Tower investigaba seriamente la resistencia de tensión de la cadena y de los aparejos de los barcos y cuestiones similares. No era un libro muy apasionante, pero a primera vista se podía ver una dedicación, una honrada preocupación por la manera correcta de ponerse a trabajar, lo que daba a estas humildes páginas, pensadas años atrás, una luminosidad superior a la meramente profesional. El sencillo y viejo marino, con su charla de cadenas y asideros, me hizo olvidar la jungla y los peregrinos con una deliciosa sensación de haber ido a dar con algo inequívocamente real. Que existiera un libro semejante era de por sí bastante asombroso; pero aún más sorprendente eran las notas a lápiz en el margen y que claramente se referían al texto. ¡No podía dar crédito a mis ojos! ¡Estaban en lenguaje cifrado! Sí, parecían estar en clave. Imaginaos a un hombre arrastrando consigo un libro como el descrito hacia este lugar perdido, estudiándolo y haciendo anotaciones ¡y en lenguaje cifrado! Era un misterio extravagante.

»Durante un rato había sido vagamente consciente de un ruido fastidioso, y cuando levanté la mirada vi que la pila de leña había desaparecido y que el director, ayudado por todos los peregrinos, me estaba gritando desde la orilla del río. Me metí el libro en el bolsillo. Os aseguro que abandonar su lectura fue como arrancarme del cobijo de una vieja y sólida amistad.

»Puse el renqueante motor en marcha. “Debe de ser ese miserable comerciante, ese intruso”, exclamó el director, mirando malévolamente hacia el lugar que habíamos dejado atrás. “Debe de ser inglés”, dije yo. “Eso no le evitará meterse en líos si no tiene cuidado”, musitó el director sombríamente. Comenté con fingida inocencia que en este mundo ningún hombre era inmune a las dificultades.

»La corriente era ahora más rápida. El vapor parecía estar a punto de exhalar el último suspiro; la rueda de popa golpeaba lánguidamente, y yo me sorprendí a mí mismo escuchando con suma expectación cada nuevo latido del barco, porque, a decir verdad, esperaba que aquel calamitoso trasto se diera por vencido en cualquier momento. Era como observar los últimos coletazos de una vida. Pero seguíamos arrastrándonos. De vez en cuando elegía un árbol situado un poco más adelante por el que medir nuestro avance hacia Kurtz, pero invariablemente lo perdía antes de pasar por su lado. Mantener la vista fija durante tanto tiempo sobre una misma cosa era demasiado para la paciencia humana. El director mostraba una magnífica resignación. Yo me impacientaba y me encolerizaba, y empecé a discutir conmigo mismo si iba o no a hablar abiertamente con Kurtz; pero antes de que pudiera llegar a ninguna conclusión me vino a la mente que el que hablara o me callara, en realidad cualquiera de mis acciones, sería absolutamente fútil. ¿Qué importaba lo que uno supiera o ignorara? ¿Qué importaba quién fuera director? A veces tiene uno esos atisbos de penetración. La esencia de este mundo yacía bastante por debajo de su superficie, más allá de mi alcance, y más allá de mi poder de intromisión.

»Al atardecer del segundo día juzgamos que estábamos a unas ocho millas de la estación de Kurtz. Yo quería seguir adelante, pero el director adoptó una expresión grave y me dijo que la navegación a partir de aquel punto era tan peligrosa que sería aconsejable, puesto que el sol estaba ya muy bajo, esperar donde estábamos hasta la mañana siguiente. Por otra parte, subrayó que, si había que seguir la advertencia de acercarse con precaución, deberíamos hacerlo a la luz del día, no cuando oscurece, ni en plena oscuridad. Aquello era bastante sensato. Ocho millas significaban cerca de tres horas de navegación para nosotros y además yo podía ver pequeñas ondas sospechosas en el extremo superior del tramo. A pesar de todo, estaba contrariado hasta lo indecible por el retraso, y de la manera más irracional, puesto que después de tantos meses una noche más poco podía importar. Como teníamos leña en abundancia y el lema era precaución, eché el ancla en medio del río. El tramo era angosto, recto, con altos bordes, como terraplenes de ferrocarril. El crepúsculo fue deslizándose sobre él antes de que el sol se hubiera puesto. La corriente fluía mansa y rápidamente, pero una muda inmovilidad cubría las márgenes. Los árboles vivientes, aprisionados por las enredaderas y por cada uno de los arbustos vivientes de la maleza, podrían haber sido convertidos en piedras, hasta la rama más delgada, hasta la hoja más liviana. No era sueño; aquello parecía innatural, como un estado de trance. No podía oírse ninguna clase de ruido, ni aun el más débil. Uno miraba pasmado y empezaba a sospechar si no estaría sordo. En esto se hizo la noche repentinamente, y nos dejó también ciegos. Hacia las tres de la madrugada saltó un gran pez, y el fuerte choque del agua me hizo brincar como si un arma hubiera sido disparada. Cuando salió el sol había una niebla blanca, muy cálida y pegajosa, y más cegadora que la noche. Ni se movía ni avanzaba, simplemente estaba allí, rodeándole a uno como algo sólido. A las ocho o a las nueve, tal vez, se levantó como se levanta una persiana. Pudimos echar una ojeada a la multitud de altísimos árboles, a la inmensa y enmarañada selva sobre la que estaba suspendida la resplandeciente bola del sol, todo en perfecta quietud; y entonces la blanca persiana cayó de nuevo, suavemente, como escurriéndose por rieles engrasados. Ordené que la cadena, que habíamos comenzado a halar, fuera arrojada de nuevo. Antes de que terminara de correr, con su sordo rechinar, un grito, un grito muy fuerte, como de desolación infinita, se fue elevando lentamente en el aire opaco. Cesó. Un clamor quejumbroso, modulado en salvajes disonancias, llenó nuestros oídos. Lo inesperado de aquel grito hizo que el cabello se me erizara bajo la gorra. No sé qué impresión les causó a los demás; a mí me pareció como si la propia bruma hubiera gritado, tan repentinamente había surgido aquel ruido tumultuario y luctuoso, procedente, al parecer, de todas partes a la vez. Culminó en un estallido precipitado de chillidos excesivos y casi insoportables que al poco tiempo cesaron, dejándonos paralizados en una variedad de estúpidas posturas, y escuchando obstinadamente el silencio, casi igual de excesivo y espantoso. “¡Dios mío! ¿Qué significa…?”, balbució a mi lado uno de los peregrinos, un hombrecillo grueso, de pelo rubio y patillas pelirrojas, que llevaba botas con suela de goma y un pijama de color rosa remetido en los calcetines. Otros dos permanecieron boquiabiertos durante todo un minuto, y después se abalanzaron hacia la pequeña cabina, para volver a salir precipitadamente y sin control al instante y quedarse de pie lanzando miradas asustadas, apuntando con los Winchesters. Lo único que lográbamos ver era el vapor sobre el que nos hallábamos, su contorno borroso, como si estuviera a punto de disolverse, y una franja brumosa de agua, de quizá dos pies de anchura, a su alrededor; y eso era todo. El resto del mundo no estaba en parte alguna por lo que a nuestros ojos y oídos se refería. En parte alguna. Se había esfumado, desaparecido; había sido barrido sin dejar detrás ni un susurro ni una sombra.

»Me adelanté y ordené que acortaran la cadena, de forma que estuviéramos preparados a levar el ancla y poner el vapor en movimiento de inmediato, en caso de que fuera necesario. “¿Atacarán?”, susurró una voz atemorizada. “Harán una carnicería en nosotros con esta niebla”, murmuró otra voz. Los rostros se crispaban por la tensión, las manos temblaban ligeramente, los ojos ni siquiera pestañeaban. Tenía gran curiosidad por ver el contraste entre las expresiones de los hombres blancos y las de los muchachos negros de nuestra tripulación, que desconocían aquella parte del río tanto como nosotros, si bien su hogar se hallaba sólo a ochocientas millas de distancia. Los blancos, naturalmente muy desconcertados, tenían además el curioso aspecto de estar angustiosamente sobresaltados ante tan escandaloso tumulto. Los otros tenían una expresión expectante, de natural interés; pero sus rostros estaban esencialmente tranquilos, incluso el de aquellos —uno o dos— que sonreían mientras halaban la cadena. Algunos intercambiaban frases cortas refunfuñando, lo que parecía resolver el asunto a su gusto, Su jefe, un joven y fornido negro, austeramente ataviado con telas ribeteadas de color azul oscuro, con feroces aberturas nasales y el pelo hábilmente arreglado en grasientos bucles, estaba de pie junto a mí. “Ajá”, dije yo, como mera muestra de camaradería. “Cójales —contestó bruscamente, al tiempo que sus ojos se dilataban como inyectados en sangre y relampagueaba su afilada dentadura—, cójales. Dénoslos”. “A vosotros, ¿eh? —pregunté—; ¿y qué haríais con ellos?”. “Comérnoslos”, dijo secamente, y apoyando el codo sobre la barandilla dirigió su mirada hacia la niebla en una actitud solemne y profundamente pensativa. Yo, indudablemente, me habría quedado totalmente horrorizado de no haber pensado que tanto él como sus muchachos debían estar muy hambrientos, que su hambre debía de haber ido en aumento durante todo el último mes, por lo menos. Se les había contratado por seis meses (no creo que ninguno de ellos tuviera una idea clara del tiempo, como la tenemos nosotros, después de innumerables siglos. Ellos pertenecían todavía a los comienzos del tiempo; no habían heredado una experiencia que les enseñara, por decirlo de alguna forma). Y, por supuesto, mientras hubiera un trozo de papel escrito río abajo de acuerdo con una u otra clase de ley absurda, a nadie se le pasaba por la imaginación preocuparse de cómo vivían. Bien es verdad que ellos habían traído consigo un poco de carne de hipopótamo podrida, que de todas formas no podría haberles durado mucho, aunque los peregrinos no hubieran tirado por la borda buena parte de ella en medio de una lamentable algarabía. Parecía una forma de proceder despótica, pero en realidad se trataba de un caso de legítima defensa. No se puede estar oliendo a hipopótamo muerto al despertar, mientras se duerme, mientras se come, sin perder el precario apego a la existencia. Además de eso, ellos les habían venido dando cada semana tres trozos de alambre de latón, de unas nueve pulgadas de longitud cada uno, y se suponía que tenían que comprar sus provisiones con esa moneda en los poblados de la ribera. Os podéis imaginar cómo funcionaba aquello. O bien no había tales poblados, o la gente les era hostil, o el director, que como el resto de nosotros se alimentaba de conservas y, ocasionalmente, de algún cabrito de propina, no quería detener el vapor por una razón más o menos recóndita. De modo que, a menos que ellos se tragaran el alambre mismo o fabricaran lazos con ellos para atrapar a los peces, no veo de qué les podía servir ese extravagante salario. Debo decir que se les pagaba con una regularidad digna de una compañía mercantil grande y honorable. Por lo demás, la única cosa de comer (aunque no tenía el menor aspecto de ser comestible) que vi en su poder eran unos cuantos trozos de una sustancia parecida a una pasta medio cocida, de un color de lavanda sucia, que conservaban envueltos en hojas, y de los que de vez en cuando engullían un trozo, tan pequeño que parecía haber sido hecho más por la apariencia del objeto que con intención seria de sustento. Cuando ahora pienso en ello, me asombra por qué, en nombre de todos los atormentantes demonios del hambre, no nos atacaron (eran treinta contra cinco) y se dieron un buen atracón, aunque sólo fuera por una vez. Eran hombres corpulentos y vigorosos, sin demasiada capacidad de sopesar las consecuencias, con valor, con fuerza, incluso entonces, aunque su piel había dejado de ser lustrosa y sus músculos habían perdido su dureza. Y yo vi que alguna inhibición, alguno de esos secretos humanos que desafían la probabilidad, había entrado en juego allí. Yo les miré con un repentino aumento de interés, no porque pensara que podía ser devorado por ellos sin que pasara mucho tiempo, aunque confieso que sólo entonces me di cuenta (bajo una nueva luz, por así decirlo) del aspecto tan poco saludable que tenían los peregrinos, y tuve la esperanza, sí, la tuve realmente, de que mi aspecto no fuera tan, ¿cómo decirlo?, tan poco apetitoso: un toque de fantástica vanidad que encajaba muy bien con el estado onírico que impregnaba todos mis días en aquella época. Quizá tuviera además algo de fiebre. Uno no puede vivir con el dedo eternamente sobre el pulso de la muñeca. Yo tenía a menudo “algo de fiebre” o alguna que otra ligera afección: los juguetones zarpazos de la selva, la insignificancia que precede al ataque más serio que sobrevino a su debido tiempo. Sí; yo les miraba como vosotros miraríais a cualquier ser humano, con curiosidad por sus impulsos, motivos, habilidades y debilidades, cuando se les somete a la prueba de una inexorable necesidad física. ¡Contención! ¿Qué clase de contención? ¿Se trataba de superstición, repugnancia, paciencia, miedo o alguna clase de primitivo honor? No hay miedo que pueda hacer frente al hambre, no hay paciencia que pueda hacerlo desaparecer, la repugnancia simplemente no existe donde existe el hambre; y en cuanto a la superstición, y lo que podríamos llamar principios, tienen menos peso que la hojarasca en el viento. ¿No conocéis lo diabólico de una persistente inanición; su exasperante tormento, sus negros pensamientos, su sombría y obsesiva ferocidad? Bien, yo sí la conozco. Un hombre necesita toda su fuerza innata para combatir el hambre debidamente. Es más fácil en realidad arrastrar la aflicción, el deshonor y la perdición de la propia alma, que esa clase de hambre prolongada. Triste, pero cierto. Y además esos muchachos no tenían ninguna razón terrenal para tener escrúpulos. ¡Contención! Cabría esperar la misma contención de una hiena al acecho entre los cadáveres de un campo de batalla. Pero allí estaba el hecho, frente a mí; el hecho deslumbrante, evidente como la espuma sobre las profundidades del mar, como la onda sobre un insondable enigma, un misterio mayor, cuando pensaba en él, que la nota curiosa e inexplicable de desesperado dolor en medio de ese clamor salvaje que había pasado raudo a nuestro lado en la orilla del río, detrás de la blancura cegadora de la niebla.

»Dos peregrinos estaban discutiendo en apresurados susurros acerca de cuál de las dos orillas… “La izquierda”. “No, no; ¿cómo puede usted decir eso? La derecha, la derecha, por supuesto”. “Es muy serio —dijo la voz del director detrás de mí—. Me sentiría desolado si algo le sucediese al señor Kurtz antes de que llegáramos”. Le miré y no tuve la menor duda de que era sincero. Era justo el tipo de hombre que desearía siempre mantener las apariencias. Ése era su freno. Pero cuando murmuró algo acerca de continuar inmediatamente, no me tomé siquiera la molestia de contestarle. Yo sabía, y lo sabía él, que era imposible. En cuanto dejáramos de asirnos al fondo nos encontraríamos completamente en el aire, en el espacio. No hubiéramos podido decir a dónde nos dirigíamos, si estábamos remontando el río o navegando río abajo, o atravesándolo incluso, hasta que hubiéramos alcanzado una de las orillas. Y aun en ese caso no hubiéramos sabido en un primer momento de cuál se trataba. Naturalmente, no me moví. No tenía ganas de naufragar. No os podríais imaginar un lugar más siniestro para un naufragio. Tanto si nos ahogábamos en el acto como si no, era seguro que habríamos perecido todos rápidamente de una u otra forma. “Le autorizo a que se arriesgue cuanto sea necesario”, dijo él, después de un corto silencio. “Me niego a correr ningún riesgo”, dije yo con sequedad, que era exactamente el tipo de respuesta que él esperaba, aunque le pudo sorprender el tono. “Está bien, tengo que respetar su opinión. Usted es el capitán”, dijo él con notoria cortesía. Le volví la espalda para mostrar mi aprecio y miré hacia la niebla. ¿Cuánto iría a durar? La perspectiva era de lo más desesperada. El acceso hasta el tal Kurtz buscando afanosamente marfil en la maldita maleza estaba rodeado de tantos peligros como si se tratara de una princesa encantada durmiendo en un castillo fantástico. “¿Cree usted que atacarán?”, preguntó el director en tono confidencial.

»No pensaba que fueran a atacar por varias razones obvias. La espesa niebla era una. Si se alejaban de la orilla en sus canoas se perderían en ella, como nos ocurriría a nosotros si intentáramos movernos. Por otra parte, yo había juzgado que la jungla de ambas márgenes era absolutamente impenetrable (y, a pesar de ello, había allí ojos, ojos que nos habían visto). Los matorrales de la orilla eran realmente muy espesos; pero detrás, la maleza era evidentemente penetrable. No obstante, durante el corto ascenso yo no había visto canoas en ninguna parte del último tramo, y, desde luego, no a los costados del vapor. Pero lo que hacía inconcebible la idea de un ataque para mí era la naturaleza del ruido, de los gritos que habíamos oído. No tenían el carácter feroz que presagia una intención hostil inmediata. Inesperados, salvajes y violentos como habían sido, me habían producido una irresistible sensación de pesar. La visión momentánea del vapor había, por alguna razón, llenado a aquellos salvajes de una aflicción incontrolada. El peligro, si existía, expliqué, se derivaba de nuestra proximidad a una gran pasión humana desatada. Incluso el dolor más extremo puede desfogarse en última instancia en la violencia, pero más a menudo toma la forma de la apatía.

»¡Deberíais haber visto la mirada fija de los peregrinos! No tenían ánimos para sonreír, ni tampoco para insultarme, pero yo creo que pensaron que me había vuelto loco de miedo, tal vez. Les di una auténtica conferencia. Queridos amigos, de nada valía enojarse. ¿Mantenerse alerta? Bueno, os podéis imaginar que observaba la niebla en espera de síntomas de que fuera a levantar, como un gato observa a un ratón. Pero, para cualquier otra cosa, nuestros ojos eran tan poco útiles como si hubiéramos estado enterrados a millas de profundidad en un montón de algodón. Producía la misma sensación: opresiva, cálida, sofocante. Además, todo lo que dije, aunque sonara extravagante, era absolutamente cierto. Aquello a lo que después aludimos como si se hubiera tratado de un ataque fue en realidad un intento de rechazo. La acción distaba mucho de ser agresiva, no era siquiera defensiva, en el sentido usual: había sido emprendida bajo la tensión de la desesperación, y en esencia era puramente protectora.

»Se desarrolló, diría, dos horas después de que levantara la niebla, y su inicio tuvo lugar en un sitio aproximadamente a milla y media de la estación de Kurtz. Acabábamos de volver un recodo debatiéndonos en medio de sacudidas, cuando vi un islote, una pequeña colina cubierta de hierba de un verde brillante, en medio de la corriente. Era lo único que se veía, pero cuando nuestro horizonte se ensanchó, me di cuenta de que era la cabeza de un largo banco de arena, o más bien de una cadena de bancos poco profundos que se extendían a lo largo del centro del río. Estaban descoloridos, a flor de agua, y se veía todo el conjunto justo debajo de ella, exactamente igual que se ve la columna vertebral de un hombre a lo largo de su espalda, bajo la piel. Ahora, hasta donde a mí se me alcanzaba, me podía dirigir a la derecha o a la izquierda de aquello. No conocía ninguno de los canales, por supuesto. Las orillas tenían un aspecto bastante parecido, la profundidad parecía la misma; pero como me habían informado de que la estación estaba en el lado Oeste, naturalmente me dirigí al paso occidental.

»No habíamos acabado de entrar en él cuando advertí que era mucho más estrecho de lo que yo había supuesto. A nuestra izquierda estaba el largo e ininterrumpido bajío y a la derecha una alta y escarpada orilla, densamente poblada de matorrales. Por encima de la maleza los árboles se agolpaban en apretadas filas. Las ramas colgaban espesas por encima de la corriente, y de cuando en cuando el brazo de algún árbol se proyectaba inflexible sobre ella. Era ya bien entrada la tarde; el rostro de la selva era tenebroso y ya había caído sobre el agua una amplia franja de sombra. Dentro de ella navegábamos río arriba, muy lentamente, como podéis imaginar. Le hice virar todo lo que pude hacia la orilla, donde el agua era más profunda, según indicaba el palo de sonda.

»Uno de mis hambrientos y contenidos amigos estaba sondando desde la proa, justo debajo de mí. Este barco de vapor era exactamente como una gabarra cubierta. En la cubierta había dos casetas de madera de teca con puertas y ventanas. La caldera estaba en el extremo anterior y las máquinas en la popa. Por encima de todo ello había un techo ligero sostenido por puntales. La chimenea emergía de aquel techo, y delante de ella una pequeña cabina construida con tablas delgadas servía de garita del timonel. En su interior había un lecho, dos taburetes plegables, un Martini-Henry cargado apoyado en un rincón, una pequeña mesa y el timón. Tenía una amplia puerta delante con anchos postigos a cada lado. Normalmente todo ello estaba siempre abierto. Yo pasaba los días apoyado sobre la parte delantera de aquel tejado, delante de la ventana. Por la noche dormía, o lo intentaba, en el lecho. El timonel era un negro atlético procedente de una tribu costera y educado por mi desdichado predecesor. Lucía un par de pendientes de latón, vestía una tela azul que lo envolvía de la cintura a los tobillos y tenía una altísima opinión de sí mismo. Era el imbécil más inestable que jamás he visto. Gobernaba el barco con infinita jactancia mientras uno estaba delante; pero en cuanto te perdía de vista, caía inmediatamente presa de un abyecto pavor y permitía que aquel tullido vapor se le desmandara en cuestión de minutos.

»Estaba mirando hacia el palo de sonda y me sentía muy contrariado de comprobar que a cada nueva prueba sobresalía un poco más de aquel río, cuando vi que el encargado abandonaba su ocupación súbitamente y se tumbaba en la cubierta, sin siquiera tomarse la molestia de izar a bordo el palo. Pero seguía sujetándolo, y el palo se arrastraba en el agua. Al mismo tiempo, el fogonero, a quien también pude ver debajo de mí, se sentó bruscamente delante del horno y dejó caer la cabeza hacia delante. Yo estaba asombrado. En aquel instante tuve que mirar rapidísimamente al río, porque había un obstáculo en el canalizo. Palos, unos palos pequeños, volaban alrededor a montones: pasaban zumbando por delante de mis narices, caían a mis pies, iban a estrellarse detrás de mí contra mi garita de timonel. Durante este tiempo, el río, la orilla, el bosque, estaban en silencio, en perfecto silencio. Sólo oía el chapote ante batir de las aspas del timón y el zumbido de aquellas cosas. Esquivamos el obstáculo a duras penas. ¡Flechas, por Júpiter! ¡Nos estaban disparando! Entré rápidamente para cerrar el postigo que daba a tierra. Aquel estúpido timonel, con las manos en las cabinas del timón, levantaba las rodillas, pateaba el suelo con los pies, se mordía los labios, como un caballo sujeto por las riendas. ¡Maldito sea! Y estábamos haciendo eses a una distancia de diez pies de la orilla. Me tuve que asomar hacia fuera para engoznar el postigo, y vi un rostro entre las hojas a mi misma altura que me miraba feroz y fijamente; y de repente, como si me hubieran retirado un velo de los ojos, descubrí, en lo profundo de la enmarañada tenebrosidad, pechos desnudos, brazos, piernas, ojos brillantes: la maleza bullía de miembros humanos en movimiento, resplandecientes, del color del bronce. Las pequeñas ramas se agitaban, se mecían, crujían, las flechas salían volando de entre ellas y entonces conseguí cerrar el postigo. “Manténlo en posición recta”, le dije al timonel, que mantuvo su cabeza rígida, con la vista al frente; pero sus ojos giraban y continuó subiendo y bajando los pies suavemente. Tenía un poco de espuma en la boca. “¡Estáte quieto!”, le ordené, furioso. Lo mismo podía haber ordenado a un árbol que no se meciera en el viento. Salí fuera precipitadamente. Debajo de mí se oía un gran alboroto de pies sobre la cubierta de hierro y confusas exclamaciones. Una voz gritó: “¿Puede dar la vuelta?”. Pude ver en el agua una ola en forma de embudo más adelante. ¿Qué? ¡Otro tronco! Estalló un tiroteo bajo mis pies. Los peregrinos habían hecho fuego con sus Winchesters y sencillamente estaban arrojando plomo a chorros sobre aquel matorral. Se elevó una impresionante humareda que fue avanzando lentamente hacia adelante. Blasfemé. Ahora ya no podía ver el tronco ni la ola. Me quedé de pie en la puerta, escudriñando, mientras una lluvia de flechas caía sobre nosotros. Tal vez estuvieran envenenadas, pero parecían incapaces de matar una mosca. La maleza comenzó a ulular. Nuestros leñadores lanzaron un grito de guerra. La detonación de un rifle a mis espaldas me dejó sordo. Miré por encima de mi hombro, y la garita del timonel estaba todavía llena de ruido y humo cuando me abalancé sobre el timón. El estúpido negro había dejado caer todo para abrir el postigo y disparar ese Martini-Henry. Estaba de pie ante el amplio hueco mirando fieramente; le grité que volviera, mientras rectificaba la repentina desviación del vapor. No había espacio para dar la vuelta, suponiendo que hubiera querido hacerlo; el tronco estaba muy cerca en algún lugar, delante de nosotros, en aquel maldito humo, y no había tiempo que perder; de modo que lo arrimé a la orilla, a la mismísima orilla, donde yo sabía que el agua era profunda.

»Nos abrimos camino lentamente a lo largo de la maleza que colgaba sobre nosotros en un torbellino de ramas rotas y hojas que revoloteaban. Abajo cesó pronto el tiroteo, como yo había previsto que sucedería cuando se vaciaran los cargadores. Eché hacia atrás la cabeza ante un zumbido centelleante que atravesó la garita, entrando por una abertura del postigo y saliendo por otra. Al mirar más allá de aquel timonel loco, que sacudía el rifle descargado y chillaba en dirección a la orilla, vi formas vagas de hombres corriendo doblados por la cintura, saltando, deslizándose, inconfundibles, incompletas, evanescentes. Delante del postigo apareció algo grande en el aire, el rifle cayó por la borda y el hombre retrocedió con rapidez, me miró por encima de su hombro de una manera extraordinaria, profunda, familiar, y cayó sobre mis pies. Un lado de su cabeza golpeó dos veces el timón, y el extremo de lo que parecía un largo bastón repiqueteó a su alrededor y fue a derribar una banqueta plegable. Parecía como si, después de arrebatar aquel objeto a alguien de la orilla, el esfuerzo le hubiera hecho perder el equilibrio. El tenue humo se había disipado, habíamos sorteado el tronco, y mirando al frente yo veía que unas cien yardas más adelante podría alejar el barco de la orilla, pero sentía mis pies tan calientes y mojados que tuve que mirar hacia abajo. El hombre había rodado sobre su espalda y me miraba fijamente; apretaba el palo con las dos manos. Era el mango de una lanza que, arrojada o empujada a través de la abertura, le había alcanzado en un costado, justo debajo de las costillas; la hoja se había hundido completamente, después de causar una terrible hendidura; mis zapatos estaban empapados; había un manso charco de sangre, de un rojo oscuro brillante, debajo del timón. Sus ojos tenían un resplandor extraño. Estalló de nuevo el tiroteo. Me miró angustiosamente, asiendo la lanza como algo precioso, con aire de temer que yo intentara arrebatársela. Tuve que hacer un esfuerzo para apartar mis ojos de su mirada y atender al timón. Levantando una mano por encima de mi cabeza, busqué a tientas el cordón del silbato del vapor y tiré de él precipitadamente, produciendo pitido tras pitido. El tumulto de los enfurecidos gritos de guerra cesó al instante, y de las profundidades del bosque surgió un trémulo y prolongado gemido de lastimero temor y absoluta desesperación, como podemos imaginar que sería el que siguiera a la huida de la última esperanza sobre la tierra. Hubo una gran conmoción entre la maleza; la lluvia de flechas cesó; algunos disparos sueltos resonaron agudamente; y siguió el silencio, en el que el lánguido golpear de la rueda del timón llegaba con nitidez a mis oídos. Puse el timón todo a estribor en el preciso momento en que el peregrino del pijama rosa, muy acalorado y agitado, hizo su aparición en la puerta: “Me envía el director… —comenzó en tono oficial, y se detuvo—. ¡Dios mío!”, dijo, mirando al herido.

»Los dos blancos estábamos de pie sobre él, y su mirada nos envolvió, brillante e inquisitiva. Os aseguro que parecía como si fuera a hacernos en cualquier momento una pregunta en un lenguaje inteligible, pero murió sin emitir el menor sonido, sin mover un solo miembro, sin encoger un músculo. Sólo en el último momento, como en respuesta a alguna señal que no podíamos ver, a algún susurro que no lográbamos oír, frunció pesadamente el entrecejo, y ese entrecejo dio a su negra máscara mortuoria una expresión inconcebiblemente sombría, meditabunda y amenazadora. El brillo de su mirada inquisitiva se desvaneció de prisa en una vacía vidriosidad. “¿Sabe usted llevar el timón?”, pregunté al agente con ansiedad. Hizo un gesto dubitativo, pero lo así del brazo y comprendió en seguida que quería que llevara el timón tanto si sabía como si no. A decir verdad, yo estaba morbosamente ansioso por cambiarme de zapatos y calcetines. “Está muerto”, murmuró aquel sujeto, enormemente impresionado. “No hay duda de ello —dije, tirando como loco de los cordones de los zapatos—. Y, a propósito, imagino que el señor Kurtz también estará muerto a estas alturas”.

»Por el momento ésa era la idea dominante. Tenía una sensación de enorme decepción, como si acabara de descubrir que había estado afanándome por algo desprovisto de todo fundamento. No me habría sentido más disgustado si hubiera hecho todo este recorrido con el único propósito de hablar con el señor Kurtz. Hablar con…, arrojé un zapato por la borda y me di cuenta de que eso era exactamente lo que había estado esperando con ilusion: una charla con Kurtz. Hice el extraño descubrimiento de que nunca le había imaginado actuando, sino hablando. No me dije a mí mismo: “Ahora ya no le veré nunca” o “Ahora ya no le daré la mano jamás”, sino “Ahora ya no le oiré nunca”. El hombre se me presentaba como una voz. Naturalmente, no es que no le asociara con algún tipo de actividad. ¿Acaso no me habían dicho en todos los tonos posibles de envidia y admiración que él había recogido, trocado, timado o robado más marfil que todos los demás agentes juntos? Eso no era lo importante. Lo importante era que se trataba de una criatura dotada, y que de entre todas sus dotes la que destacaba preeminentemente, la que proporcionaba sensación de una presencia real, era su capacidad de hablar, sus palabras; el don de la expresión, el desconcertante, el revelador, el más exaltado y el más despreciable, el palpitante torrente de luz o el engañoso flujo del corazón de una impenetrable oscuridad.

»El otro zapato voló hasta aquel endemoniado río. Pensé “¡Por Júpiter! Todo ha terminado. Llegamos demasiado tarde; él ha desaparecido; el don ha desaparecido por obra de alguna lanza, flecha o maza. Nunca oiré hablar a ese hombre, después de todo”. Y mi pesar tenía una emoción asombrosamente extravagante, tan grande como la que había observado en la ululante aflicción de aquellos salvajes entre los matorrales. En cierto modo no habría podido sentir mayor soledad y desolación si me hubieran despojado de una creencia o no hubiera alcanzado mi destino en la vida… ¿Por qué suspiras de esta forma atroz, quienquiera que seas? ¿Qué es absurdo? Bueno, es absurdo. ¡Santo Dios! ¿Acaso un hombre no debe nunca…? Eh, dadme un poco de tabaco…

Hubo una pausa de profunda quietud, después una cerilla llameó, y el delgado rostro de Marlow apareció, fatigado, hundido, surcado por arrugas de arriba abajo y con los párpados caídos, con un aspecto de atención concentrada; y mientras daba vigorosas chupadas de la pipa, parecía avanzar y retroceder en la noche con el rítmico aleteo de la minúscula llama. La cerilla se apagó.

—¡Es absurdo! —gritó—. Esto es lo peor de intentar contarlo. Aquí estáis todos, cada uno con dos buenas amarras, como un casco con dos anclas: con un carnicero en una esquina y un policía en la otra; excelente apetito y temperatura normal, ¿oís?, normal durante todo el año. Y decís ¡absurdo! ¡Al demonio con vuestro absurdo…! ¡Absurdo! Queridos compañeros, ¿qué podéis esperar de un hombre que acababa de arrojar por la borda un par de zapatos nuevos en un ataque de nervios? Ahora que pienso en ello, es sorprendente que no llorara. Estoy, en conjunto, orgulloso de mi entereza. Me aterraba la idea de haber perdido el inestimable privilegio de escuchar al tan dotado Kurtz. Por supuesto, estaba equivocado. El privilegio me estaba esperando. Oh sí, oí más que suficiente. Y tenía razón también. Una voz. Él era poco más que una voz. Y le oí… a él… a ello… esa voz… otras voces —todas ellas apenas si eran más que voces… y el recuerdo de aquella época persiste a mi alrededor, impalpable, como la agonizante vibración de un inmenso torrente de palabras, estúpido, atroz, sórdido, salvaje, o simplemente mezquino, sin ninguna clase de sentido. Voces, voces… incluso la misma chica… ahora…

Permaneció en silencio durante un largo rato.

—Al final conjuré el fantasma de su talento con una mentira —comenzó de repente—. ¡Chica! ¿He mencionado a una chica? Oh, ella está al margen de todo aquello por completo. Ellas (me refiero a las mujeres) están al margen de aquello, o deberían estarlo. Debemos ayudarlas a que permanezcan en su bello mundo, no sea que el nuestro empeore. Oh, ella tenía que estar al margen de aquello. Deberíais haber oído al cuerpo desenterrado de Kurtz diciendo: «Mi prometida». Entonces habríais percibido de forma directa hasta qué punto ella estaba al margen de aquello. ¡Y el altanero hueso frontal del señor Kurtz! Dicen que el pelo continúa creciendo a veces, pero este espécimen estaba impresionantemente calvo. La selva le había pasado la mano por la cabeza y, ¡ya veis!, quedó como una bola, una bola de marfil; le había acariciado y, ¡ahí le tenéis!, se había marchitado; la selva le había cautivado, le había amado, le había abrazado, había penetrado en sus venas, consumido su carne y unido su alma a la suya, por medio de inconcebibles ceremonias de algún rito de iniciación demoníaca. Él era su consentido y mimado favorito. ¿Marfil? Me imagino que sí. Montones, pilas de marfil. El viejo cobertizo de barro estaba lleno hasta los topes. Uno pensaría que no quedaba ya un solo colmillo sobre o bajo tierra en todo el país. «En su mayoría fósil», había observado el director desdeñosamente. No era más fósil de lo que pueda serlo yo; pero ellos lo llaman fósil cuando tienen que desenterrarlo. Parece ser que esos negros entierran a veces los colmillos; pero, evidentemente, no pudieron enterrar esta partida a suficiente profundidad como para salvar al dotado señor Kurtz de su destino. Nosotros llenamos de marfil todo el vapor y tuvimos que amontonar una buena cantidad en la cubierta. Así pudo verlo y disfrutar mientras lo podía ver, porque el aprecio de esta predilección le había acompañado hasta el final. Le deberíais haber oído decir: «Mi marfil». Oh, sí, yo le oí: «Mi prometida, mi marfil, mi estación, mi río, mi…», todo le pertenecía. Me hizo contener la respiración esperando que la selva estallara en estruendosas carcajadas, capaces de hacer temblar a las estrellas fijas. Todo le pertenecía, pero eso era una insignificancia. La cuestión era saber a qué pertenecía él, cuántos poderes de las tinieblas le reclamaban como suyo. Ésa era la reflexión que le hacía a uno estremecerse de arriba abajo. Era imposible, y tampoco era bueno, tratar de imaginárselo. Él se había colocado, literalmente, en un alto sitial entre los demonios de la tierra. No lo podéis entender, ¿cómo podríais entenderlo vosotros, que tenéis los pies sobre el sólido pavimento, que estáis rodeados de amables vecinos dispuestos siempre a prestaros ayuda o a caer sobre vosotros, que camináis delicadamente entre el carnicero y el policía, bajo el sagrado terror del escándalo, la horca y los manicomios? ¿Cómo podéis vosotros imaginaros a qué precisa región de los primeros tiempos pueden conducir a un hombre sus pies sin trabas, impulsados por la soledad (soledad absoluta, sin un solo policía), por el silencio (silencio absoluto, donde no se oye la voz consejera de amables vecinos susurrando acerca de la opinión pública)? Estas pequeñas cosas son las decisivas. En el momento en que desaparece, uno tiene que recurrir a su propia fuerza innata, a su capacidad de lealtad. Por supuesto, se puede ser demasiado estúpido para equivocarse; ser demasiado obtuso incluso para saber que los poderes de las tinieblas te están asaltando. Estoy seguro de que ningún insensato ha vendido jamás su alma al diablo: el insensato es demasiado insensato, o el diablo es demasiado diablo; no sé cuál de las dos cosas. O bien puede que se sea una criatura tan tremendamente exaltada como para ser completamente ciega y sorda a todo lo que no sean visiones y sonidos celestiales. En estos casos la tierra no es para uno más que un lugar donde estar; y no voy a pretender decidir si ser así es un inconveniente o una ventaja. Pero la mayoría de nosotros no somos ni una cosa ni otra. La tierra es, para nosotros, un lugar donde vivir, donde tenemos que soportar visiones, sonidos y también olores, ¡por Júpiter! Tenemos que respirar hipopótamo podrido, por así decirlo, sin contaminarnos. Y es ahí, ¿os dais cuenta?, donde entra en juego la fuerza, la fe en la propia capacidad de cavar discretamente agujeros donde enterrar la sustancia: el poder de dedicación, no a uno mismo, sino a una empresa oscura y agotadora. Y eso ya es suficientemente difícil. Creedme, no estoy tratando de disculpar, ni siquiera de explicar; estoy intentando entender al… señor Kurtz…, a la sombra del señor Kurtz. Ese fantasma surgido de detrás de la Nada me honró con su asombrosa confianza antes de desaparecer por completo. Y lo hizo porque podía hablar en inglés conmigo. El Kurtz original había sido educado en parte en Inglaterra, y, como él mismo era capaz de admitir, sus simpatías se hallaban en el lugar adecuado. Su madre era medio inglesa, su padre medio francés. Toda Europa contribuyó a hacer a Kurtz; y más tarde me enteré de que la Sociedad Internacional para la Supresión de las Costumbres Salvajes le había confiado, muy acertadamente, la redacción de un informe que les sirviera de guía en el futuro. Y además lo había escrito. Yo lo he visto. Lo he leído. Era elocuente, vibrante de elocuencia, pero era demasiado tenso, creo yo. ¡Había encontrado tiempo incluso para escribir diecisiete apretadas páginas! Pero esto debió de hacerlo antes de que sus nervios, digamos, le fallaran y le llevaran a presidir ciertas danzas nocturnas que terminaban en indescriptibles ritos, que, según pude colegir de mala gana en varias ocasiones, se le ofrecían a él, ¿entendéis?, al propio señor Kurtz. Pero se trataba de un hermoso escrito. Sin embargo, el primer párrafo me resulta ahora ominoso a la luz de ulteriores informaciones. Comenzaba con el argumento de que nosotros, los blancos, desde el nivel de desarrollo que hemos alcanzado, «tenemos, necesariamente, que parecerles (a los salvajes) seres sobrenaturales; nos acercamos a ellos con el mismo poder que una deidad», y así sucesivamente. «Por el simple ejercicio de nuestra voluntad podemos tener un poder benefactor prácticamente ilimitado», etc. A partir de ese punto se elevaba, y me arrastró con él. La peroración era magnífica, aunque difícil de recordar, ya sabéis. Me hacía imaginar una exótica Inmensidad gobernada por una augusta Benevolencia. Me hizo estremecer de entusiasmo. Éste era el ilimitado poder de la elocuencia, de las palabras, de las ardientes y nobles palabras. No había alusiones prácticas que interrumpieran la corriente mágica de las frases, a menos que una a modo de anotación al pie de la última página, evidentemente garabateada mucho después con mano insegura, pueda ser considerada como la exposición de un método. Era muy simple, y al final de aquella conmovedora apelación a toda clase de sentimientos altruistas le deslumbraba a uno, luminoso y aterrador, como un relámpago en un cielo sereno: «¡Exterminar a todos los salvajes!». Lo curioso era que parecía haber olvidado por completo aquella valiosa posdata, porque más tarde, cuando recuperó el sentido, por así decirlo, me suplicaba, repetidamente, que me hiciera cargo de «mi panfleto» (así lo llamó), ya que iba sin duda a ejercer en el futuro una influencia positiva sobre su carrera. Yo estaba bien informado acerca de todas estas cosas, y, además, resultó que fui yo quien se tuvo que ocupar de su memoria. He hecho por ello lo suficiente como para que se me otorgue el derecho incontestable, si tal es mi deseo, de depositarlo para su eterno descanso en el cubo de la basura del progreso, entre todas las heces y, metafóricamente hablando, todos los gatos muertos de la civilización. Pero ya veis que no puedo escoger. Él no va a ser olvidado. Sería cualquier cosa, pero no era vulgar. Tenía el poder de obligar a las almas rudimentarias a ejecutar una danza embrujada en su honor valiéndose del hechizo y del terror; podía colmar también las pequeñas almas de los peregrinos de amarga aprensión: tenía al menos un fiel amigo y había conquistado un alma en el mundo que no era rudimentaria ni estaba corrompida por el egoísmo. No; no puedo olvidarle, aunque no estoy dispuesto a afirmar que el individuo mereciera la vida que habíamos perdido por llegar hasta él. Echaba horriblemente de menos a mi viejo timonel, le echaba de menos incluso mientras su cuerpo yacía todavía en la garita. Quizá os parezca sumamente extraño este sentimiento por un salvaje que no tenía mayor importancia que un grano de arena en un Sahara negro. Bueno, ¿no veis?, él había hecho algo, había llevado el timón, durante meses le tuve a mi espalda: una ayuda, un instrumento. Éramos como socios. Él conducía para mí y yo tenía que cuidar de él: me preocupaba por sus deficiencias, y así se había creado un sutil vínculo, del que sólo llegué a darme cuenta cuando fue súbitamente roto. Y la íntima profundidad de aquella mirada que me dirigió cuando fue herido permanece aún en mi memoria, como una llamada de parentesco lejano afirmado en un momento supremo.

»¡Pobre insensato! Si hubiera dejado en paz aquel postigo… No tenía ningún autocontrol, ninguno… igual que Kurtz… era como un árbol mecido por el viento. En cuanto me hube puesto un par de zapatillas secas, le llevé a rastras afuera, después de haberle arrancado la lanza del costado, operación que confieso que realicé con los ojos bien cerrados. Sus dos talones saltaron a la vez sobre el pequeño escalón de la puerta; sus hombros oprimían mi pecho; le abracé por detrás con desesperación. ¡Oh! Era pesado, muy pesado; más pesado que ningún otro hombre sobre la tierra, me atrevería a decir. Luego le tiré por la borda sin más. La corriente lo atrapó como si fuera una brizna de hierba, y vi al cuerpo dar dos vueltas antes de perderle de vista para siempre. El director y todos los peregrinos se congregaron entonces en la cubierta entoldada, alrededor de la garita del timonel, parloteando unos con otros como una bandada de urracas excitadas, y hubo un murmullo escandalizado ante mi despiadada diligencia. No puedo imaginar para qué querían conservar aquel cuerpo por ahí rodando. Para embalsamarlo, tal vez. Pero también había oído otro murmullo, y muy ominoso, en la cubierta de abajo. Mis amigos los leñadores estaban igualmente escandalizados, y con mayor razón, aunque admito que la razón era en sí misma bastante inadmisible. ¡Oh, bastante! Yo había decidido que si mi difunto timonel había de ser devorado, sólo los peces lo harían. En vida había sido un timonel muy de segunda clase, pero ahora que estaba muerto podría haberse convertido en una tentación de primera clase, y causar posiblemente algún problema serio. Además, yo estaba ansioso por tomar el timón, ya que el hombre del pijama rosa había demostrado ser una nulidad sin esperanza en la materia.

»Eso es lo que hice en cuanto terminó el sencillo funeral. Íbamos a media máquina, manteniéndonos justo en el centro de la corriente, y yo escuchaba lo que se hablaba a mi alrededor. Daban por perdido a Kurtz, daban por perdida la estación; Kurtz estaba muerto y la estación había sido incendiada, y así sucesivamente. El peregrino pelirrojo estaba fuera de sí, con la idea de que al menos ese pobre Kurtz había sido debidamente vengado. “¿Qué opináis? Debemos haber hecho una buena matanza en la maleza. ¿Eh? ¿Qué pensáis? ¿Verdad que sí?”. Hasta bailaba el pequeño y sanguinario mendigo pelirrojo. ¡Y casi se desmayó cuando vio al herido! No pude evitar decir: “Han producido ustedes una fantástica humareda en todo caso”. Yo había visto, por el modo en que las copas de los arbustos crujían y se agitaban, que casi todos los disparos habían sido demasiado altos. No se puede hacer blanco en nada a menos que se apunte y se dispare con el arma apoyada en el hombro; pero aquellos individuos disparaban con el arma apoyada en la cadera y los ojos cerrados. La retirada, mantenía yo (y tenía razón) la había causado el pitido del silbato. Con esto se olvidaron de Kurtz y empezaron a vociferar protestas de indignación.

»El director estaba junto al timón, murmurando confidencialmente acerca de la necesidad de alejarnos lo más posible río abajo, de una manera u otra, antes de que oscureciera, cuando a lo lejos vi un claro en la orilla y el contorno de alguna clase de edificio. “¿Qué es eso?”, pregunté. Dio unas palmadas con asombro. “La estación”, gritó. Me pegué a la orilla inmediatamente, yendo todavía a media máquina.

»A través de mis gemelos vi la falda de una colina salpicada de árboles raros y enteramente libre de maleza. El largo y deteriorado edificio que había en la cima se hallaba medio sepultado por la alta hierba; los grandes agujeros del tejado puntiagudo mostraban su negra boca a lo lejos; la jungla y el bosque formaban el fondo. No había ni cerca ni valla de ninguna clase; pero, al parecer, había habido una, ya que cerca de la casa quedaban media docena de delgados postes en hilera, toscamente labrados, cuyos extremos estaban adornados por bolas talladas. La barandilla, o lo que quiera que hubiera habido de poste a poste, había desaparecido. Por supuesto, el bosque rodeaba todo aquello. La orilla estaba despejada, y junto al agua vi a un hombre blanco bajo un sombrero semejante a una rueda de carro, haciendo insistentemente señales con todo el brazo. Examinando el borde del bosque de arriba abajo, tuve casi la seguridad de poder ver movimientos, formas deslizándose aquí y allá. Seguí avanzando con prudencia y después paré las máquinas y dejé que la corriente empujara el barco hacia abajo. El hombre de la playa comenzó a gritar, instándonos a desembarcar. “Hemos sido atacados”, gritó el director. “Lo sé, lo sé. No pasa nada —gritó el otro en respuesta, tan alegre como podáis imaginaros—. Vengan. No pasa nada. Cuánto me alegro”.

»Su aspecto me recordaba algo que ya había visto, algo divertido que había visto en alguna parte. Mientras maniobraba para poner el barco de costado, me preguntaba a mí mismo: ¿A qué se parece ese individuo? De repente lo supe. Se parecía a un arlequín. Sus ropas estaban hechas de un tejido que probablemente había sido una holanda marrón, pero que ahora estaba cubierto de remiendos por todas partes; remiendos brillantes, azules, rojos y amarillos; remiendos por detrás, por delante, por los codos, por las rodillas, una tira de color alrededor de la chaqueta, bordes escarlata en la parte inferior de los pantalones; y la luz del sol le hacía aparecer extremadamente alegre y al mismo tiempo maravillosamente aseado, porque se podía apreciar con qué esmero habían sido hechos todos aquellos remiendos. Una cara infantil, imberbe, muy agradable, sin rasgos destacables, con la nariz pelada, pequeños ojos azules, sonrisas y ceños persiguiéndose por aquel semblante ingenuo, como la luz del sol y la sombra por una llanura barrida por el viento “¡Cuidado, capitán! —gritó—. Hay un tronco ahí desde la noche pasada”. ¿Qué? ¿Otro tronco? Confieso que blasfemé vergonzantemente sin ningún decoro. Había estado a punto de agujerear mi tullido trasto, como remate de aquel encantador viaje. El arlequín de la orilla alzó su nariz respingona hacia mí. “Inglés”, preguntó, todo sonrisas. “¿Y usted?”, grité desde el timón. La sonrisa desapareció y sacudió la cabeza como apenado por mi contrariedad. Después se le iluminó el rostro de nuevo. “¡No importa!”, gritó alentadoramente. “¿Llegamos a tiempo?”, pregunté. “Está allí arriba”, respondió, levantando la cabeza hacia la cima de la colina y adoptando de repente una expresión sombría. Su cara era como el cielo en el otoño, encapotado un momento y despejado el siguiente.

»Cuando el director, escoltado por los peregrinos, todos ellos armados hasta los dientes, hubo partido hacia la casa, aquel individuo subió a bordo. “Se lo digo, no me gusta esto. Esos indígenas están en la maleza”, le dije. Me aseguró vehementemente que todo estaba en orden. “Son gente simple —añadió—; bueno, me alegro de que haya venido. He tenido que emplear todo mi tiempo tratando de mantenerlos alejados”. “Pero usted ha dicho que no pasaba nada”, grité. “¡Oh! No se proponían hacer ningún daño”, dijo; y como le miré con estupor se corrigió: “No exactamente”. Después, con vivacidad, añadió: “¡A fe mía que su garita está pidiendo una buena limpieza!”. Acto seguido me aconsejó que mantuviera suficiente vapor en la caldera para poder accionar el silbato en caso de presentarse dificultades. “Un buen pitido puede serle de más utilidad que todos los rifles juntos. Son gente simple”, repitió. Parloteaba a tal velocidad que casi me abrumaba. Parecía estar tratando de compensar largos silencios, y, de hecho, insinuó riendo que tal era el caso. “¿No habla usted con el señor Kurtz?”, le dije. “A ese hombre no se le habla, se le escucha”, exclamó con severa exaltación. “Pero ahora… —agitó un brazo, y en un abrir y cerrar de ojos se sumió en las profundidades del desaliento. En un momento resurgió dando un salto, se apoderó de ambas manos y empezó a sacudirlas sin interrupción, mientras decía atropelladamente—: Hermano marinero… honor… placer…, deleite…, me presento…, ruso…, hijo de un arcipreste… Gobierno de Tambor… ¿Qué? ¡Tabaco! ¡Tabaco inglés! ¡El excelente tabaco inglés! Vamos, esto sí que es fraternidad. ¿Fumar? ¿Dónde hay un marinero que no fume?”.

»La pipa le serenó y, poco a poco, fui sabiendo que se había escapado del colegio, que se había hecho a la mar en un barco ruso; que volvió a huir; que sirvió durante algún tiempo en barcos ingleses; que ahora estaba reconciliado con el arcipreste. Insistió en ese punto. “Pero cuando se es joven hay que ver cosas, acumular experiencias, ideas; hay que ensanchar el espíritu”. “¿Aquí?”, le interrumpí. “¡Nunca se sabe! Aquí conocí al señor Kurtz”, dijo jovialmente, solemne y lleno de reproche. Después de aquello me mantuve callado. Parece ser que había convencido a una casa comercial holandesa de la costa para que le abasteciera de provisiones y mercancías y había emprendido el camino hacia el interior con el corazón alegre, y sin más idea de lo que pudiera ocurrirle que la que tendría un bebé. Había estado vagando solo por los alrededores de aquel río durante casi dos años, aislado de todos y de todo. “No soy tan joven como aparento. Tengo veinticinco años —me dijo—. Al principio el viejo Van Shuyten me decía que me fuera al diablo —relató con intenso placer—, pero me pegué a él y hablé y hablé hasta que temió que seguiría hablando hasta el fin del mundo, me dio algunas baratijas y unos cuantos fusiles y dijo que esperaba no volverme a ver nunca más. Van Shuyten, el buen viejo holandés. Hace un año le mandé un pequeño lote de marfil para que no pueda llamarme ladronzuelo cuando vuelva. Espero que lo recibiera. Y del resto no me preocupo. Tenía alguna madera amontonada para usted. Ésa era mi antigua casa. ¿La vio usted?”.

»Le di el libro de Towson. Hizo como si fuera a besarme, pero se contuvo. “El único libro que me quedaba, y creía que lo había perdido —dijo, mirándolo extasiado—. Le ocurren tantos accidentes a un hombre que va solo por ahí, sabe. A veces las canoas vuelcan, y otras veces tienes que largarte aprisa cuando la gente se pone furiosa”. Pasó las hojas con los dedos. “¿Hizo usted anotaciones en ruso?”, le pregunté. Asintió. “Pensé que estaban escritas en clave”, dije. Se rio y después adoptó una expresión seria. “Tuve muchas dificultades para mantener a aquella gente alejada”, dijo. “¿Quisieron matarle?”, pregunté. “¡Oh, no!”, gritó, y se detuvo. “¿Por qué nos atacaron a nosotros?”, proseguí. Dudó un momento y después dijo avergonzado: “No quieren que él se vaya”. “¿Ah, no?”, dije con curiosidad. Asintió con un gesto lleno de misterio y sabiduría. “Se lo aseguro —gritó—, ese hombre ha ensanchado mi espíritu”. Abrió los brazos, mirándome fijamente con sus pequeños ojos azules, que eran perfectamente redondos.

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad

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