Читать книгу Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад - Страница 8

Capítulo III

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»Le miré, perdido en el asombro. Allí estaba, ante mí, con su traje de colorines, como si hubiera escapado de una troupe de mimos, entusiasta, fabuloso. El hecho mismo de su existencia era improbable, inexplicable y completamente desconcertante. Él era un problema insoluble. Era inconcebible cómo había existido, cómo había conseguido llegar tan lejos, cómo se las había ingeniado para subsistir; por qué no desapareció inmediatamente. “Fui un poco más lejos —dijo él—, después un poco más…, hasta que he ido tan lejos que no sé si regresaré jamás. No tiene importancia. Hay mucho tiempo. Lo podré arreglar. Ustedes llévense a Kurtz rápidamente, rápidamente les digo”. El encanto de la juventud envolvía sus harapos multicolores, su indigencia, su soledad, la desolación esencial de sus vanas andanzas. Durante meses, durante años, su vida no había valido la compra de un día; y allí estaba, valiente y despreocupadamente vivo, aparentemente indestructible en virtud únicamente de sus pocos años y de su irreflexiva audacia. Me sedujo hasta hacerme sentir algo parecido a la admiración, a la envidia. La fascinación le impulsaba, la fascinación le mantenía ileso. Seguramente lo único que buscaba en la selva era espacio en el que respirar y por donde proseguir su camino. Su necesidad era existir y seguir avanzando lo más arriesgadamente posible y con las máximas privaciones posibles. Si alguna vez el espíritu de aventura absolutamente puro, no calculador e idealista, ha dominado a un hombre, ese hombre era este joven remendado. Casi le envidiaba por poseer esta modesta y clara llama. Parecía haber agotado todo pensamiento sobre sí mismo hasta tal punto, que incluso cuando te estaba hablando olvidabas que era él, el hombre que tenías delante, el que había vivido esas experiencias. Pero no le envidiaba su devoción hacia Kurtz. No había meditado sobre ella. Le había sobrevenido y él la había aceptado con una especie de vehemente fatalismo. Debo decir que a mí me parecía lo más peligroso, en todos los sentidos, que le había sucedido hasta entonces.

»Se habían unido inevitablemente, como dos barcos ensalmados el uno junto al otro, que descansan al fin rozando sus costados. Supongo que Kurtz necesitaba auditorio, porque en cierta ocasión, cuando estaban acampados en la selva, habían estado hablando toda la noche, o más probablemente Kurtz había estado hablando. “Hablamos acerca de todo —dijo él, traspuesto por el recuerdo—. Olvidé que existía algo llamado sueño. La noche pareció no durar ni una hora. ¡De todo! ¡De todo!… También del amor”. “¡Ah, le habló a usted del amor!”, dije yo, bastante divertido. “No es lo que usted piensa —gritó, casi con pasión—. Fue en general. Me hizo ver cosas, cosas”.

»Levantó los brazos. Estábamos en ese momento en la cubierta, y el capataz de mis leñadores, que descansaba por allí cerca, volvió hacia él sus pesados y relucientes ojos. Miré a mi alrededor y, no sé por qué, pero os aseguro que nunca, nunca aquella tierra, aquel río, aquella jungla, la bóveda de aquel cielo en llamas, me habían parecido tan oscuros, tan impenetrables para el pensamiento humano, tan despiadados para con la debilidad humana. “¿Y naturalmente usted ha seguido con él desde entonces?”, dije yo.

»Al contrario. Parece que su relación se había roto en varias ocasiones por diversas causas. Según me informó orgullosamente, se las había ingeniado para cuidar de Kurtz a lo largo de dos enfermedades (aludía a ello como se haría alusión a una arriesgada proeza), pero por regla general Kurtz vagaba solitario en la lejanía de las profundidades de la selva. “Muy a menudo, al llegar a esta estación tuve que esperar días y días antes de que apareciera —dijo—. Ah, merecía la pena esperar…, a veces”. “¿Qué hacía él?, ¿exploraba o qué?”, pregunté. “Oh, sí, desde luego”; había descubierto montones de poblados; también un lago. No sabía exactamente en qué dirección; era peligroso investigar demasiado, pero fundamentalmente sus expediciones habían tenido por objeto el marfil. “Pero en aquella época no tenía mercancías con las que comerciar”, objeté. “Quedan montones de cartuchos incluso ahora”, respondió, mirando en otra dirección. “Hablando llanamente, saqueó el país”, dije yo. Asintió. “No iba solo, por supuesto”. Murmuró algo acerca de los poblados de los alrededores de aquel lago. “Kurtz hizo que la tribu le siguiera, ¿verdad?”, sugerí. Se puso un poco nervioso. “Le adoraban”, dijo. El tono de aquellas palabras fue tan extraordinario que le dirigí una mirada profunda. Era curioso ver la mezcla de ansia y desgana que mostraba al hablar de Kurtz. Aquel hombre llenaba su vida, ocupaba sus pensamientos, controlaba sus emociones. “¿Qué se puede esperar? —exclamó—; llegó a ellos con truenos y relámpagos, ya sabe, y ellos nunca habían visto nada igual… y muy terrible. Podía ser muy terrible. No se puede juzgar a Kurtz como se juzgaría a un hombre vulgar. ¡No, no, no! Fíjese, sólo para que se haga una idea: a mí también me quiso disparar un día, no me importa decírselo; pero yo no le juzgo”. “¡Dispararle! —grité—. ¿Para qué?”. “Bueno, yo tenía un montoncito de marfil que el jefe de aquel poblado cercano a mi casa me había dado. Verá usted, yo acostumbraba a cazar para ellos. Pues bien, él lo quería y no atendía a razones. Aseguró que me dispararía a menos que le diera el marfil y desapareciera después del país, porque él podía hacer eso, se le había antojado y no había nada sobre la tierra capaz de impedirle matar a quien le viniera en gana. Y además era verdad. Le di el marfil. ¡Qué me importaba! Pero no desaparecí. No, no. No podía dejarle. Tuve que tener cuidado, desde luego, hasta que de nuevo reanudamos nuestra amistad durante algún tiempo. Entonces tuvo su segunda enfermedad. Después tuve que mantenerme fuera de su alcance, pero no me importó. La mayor parte del tiempo vivía en aquellos poblados junto al lago. Cuando bajaba al río, unas veces me trataba con afecto y otras más me valía tener cuidado. Aquel hombre sufría demasiado. Odiaba todo esto, pero por alguna razón no podía irse. Cuando tuve una ocasión le rogué que intentara marcharse mientras aún estuviera a tiempo; me ofrecí a volver con él. Decía que sí y luego se quedaba; se iba de nuevo a buscar marfil; desaparecía durante semanas; se olvidaba de sí mismo en medio de aquella gente; se olvidaba de sí mismo, ¿sabe?”. “Ese hombre está loco”, dije. Protestó con indignación. El señor Kurtz no podía estar loco. Si le hubiera oído hablar sólo dos días antes no me atrevería a insinuar semejante cosa… Yo había cogido los gemelos mientras hablábamos y estaba mirando la orilla, recorriendo el limite de la selva a ambos lados y por detrás de la casa. El saber que había gente en aquella maleza, tan silenciosa, tan tranquila, tan silenciosa y tranquila como la casa en ruinas de la colina, me hacía sentirme incómodo. No había en la faz de la naturaleza señal alguna de este asombroso relato, que más que contado me era sugerido en exclamaciones de desolación, completadas con encogimientos de hombros, en frases entrecortadas, en insinuaciones que terminaban en profundos suspiros. Los bosques estaban inmóviles, como una máscara… pesados como la puerta cerrada de una prisión… miraban con su aire de conocimiento oculto, de paciente expectación, de silencio inabordable. El ruso me estaba explicando que no hacía mucho que el señor Kurtz había bajado al río por primera vez, trayendo consigo a todos los guerreros de la tribu del lago. Había estado ausente durante varios meses (haciéndose adorar, supongo), y había bajado inesperadamente con la intención, por lo visto, de hacer una incursión al otro lado del río o corriente abajo. Evidentemente, la avidez de marfil había prevalecido sobre las, ¿cómo decirlo?, aspiraciones menos materiales. No obstante, se había puesto mucho peor de repente. “Oí que yacía desamparado, así que subí, aproveché mi oportunidad —dijo el ruso—. ¡Oh, está mal, muy mal!”. Dirigí mis gemelos hacia la casa. No había ningún signo de vida, pero estaba el tejado en ruinas, la larga pared de barro asomando por encima de la hierba, con tres pequeños huecos de ventana cuadrados, cada uno de un tamaño, todo como si pudiera tocarlo con la mano. Y entonces hice un movimiento brusco y uno de los postes que quedaban de aquella valla desaparecida irrumpió en mi campo de visión. Recordáis que os dije que me habían sorprendido mucho, desde lejos, ciertos intentos de ornamentación bastante singular en el aspecto ruinoso de aquel lugar. Ahora de repente lo vi más cerca, y mi primera reacción fue echar hacia atrás la cabeza como si hubiera recibido un golpe. Entonces recorrí cuidadosamente los postes uno a uno con mis gemelos y comprendí mi error. Aquellos pomos redondos no eran ornamentales, sino simbólicos; eran expresivos y enigmáticos, chocantes e inquietantes; pasto para el pensamiento y también para los buitres, si hubiera habido alguno mirando desde el cielo; pero en cualquier caso pasto para aquellas hormigas que fueran lo bastante laboriosas como para escalar el palo. Aquellas cabezas que había sobre las estacas habrían sido aún más impresionantes si sus caras no hubieran estado vueltas hacia la casa. Sólo una, la primera que descubrí, estaba vuelta hacia mí. No me causó tanta impresión como podríais pensar. El salto hacia atrás que había dado no era, en realidad, sino un movimiento de sorpresa. Había esperado ver un pomo de madera, ya sabéis. Volví deliberadamente a la primera que había visto, y allí estaba, negra, seca, hundida, con los párpados cerrados: una cabeza que parecía dormir encima de aquel poste y que, mostrando la línea blanca y estrecha de los dientes, entre los labios secos y contraídos, sonreía también, sonreía continuamente a algún sueño interminable y jocoso de aquella eterna somnolencia.

»No estoy revelando ningún secreto comercial. De hecho, el director dijo después que los métodos del señor Kurtz habían arruinado el distrito. Yo no tengo opinión sobre ese punto, pero quiero que entendáis claramente que no reportaba beneficio alguno el que esas cabezas estuvieran allí. Sólo demostraba que el señor Kurtz perdía el control de sí mismo a la hora de satisfacer sus diversos apetitos; que le faltaba algo, algo insignificante, pero que, en el momento crítico, se echaba de menos debajo de su magnífica elocuencia. No sé si él era consciente de esta deficiencia. Creo que sólo al final, en el último momento. Pero la selva lo había descubierto pronto y se había tomado en él una venganza terrible por la fantástica invasión. Creo que le había susurrado cosas acerca de sí mismo que desconocía, cosas de las que no tenía idea hasta que no oyó el consejo de esa enorme soledad; y el susurro había resultado irresistiblemente fascinante. Resonó fuertemente dentro de él porque su corazón estaba hueco. Dejé los gemelos, y la cabeza, que había parecido estar lo bastante cerca como para poder hablarme, pareció súbitamente alejarse de mí de un salto a una distancia inaccesible.

»El admirador del señor Kurtz estaba un poco cabizbajo. Con voz apresurada y confusa comenzó a asegurarme que no se había atrevido a quitar aquellos, digamos, símbolos. No tenía miedo de los indígenas; ellos no se moverían hasta que el señor Kurtz no diera la orden. Su influencia era extraordinaria. Los campamentos de aquella gente rodeaban el lugar, y los jefes venían a verle a diario. Se arrastraban… “No quiero saber nada acerca de las ceremonias que se usan para acercarse al señor Kurtz”, grité yo. Curiosa, aquella sensación que me sobrevino de que semejantes detalles iban a ser más intolerables que aquellas cabezas puestas a secar sobre los postes bajo las ventanas del señor Kurtz. Después de todo, aquello era sólo una visión salvaje, mientras que yo parecía haber sido transportado, de un salto, a alguna tenebrosa región de sutiles horrores, donde el salvajismo puro y simple era un verdadero alivio, como algo que tenía derecho a existir, obviamente, bajo la luz del sol. El joven me miró sorprendido. Supongo que no se le ocurrió pensar que el señor Kurtz no era uno de mis ídolos. Olvidaba que yo no había oído ninguno de sus espléndidos monólogos sobre…, ¿qué era?, sobre el amor, la justicia, el modo de conducirse o cualquier otra cosa. Si había tenido que arrastrarse ante el señor Kurtz, se había arrastrado tanto como el más auténtico salvaje de todos. Dijo que yo no tenía idea de las circunstancias: aquellas cabezas eran cabezas de rebeldes. Se sintió muy ofendido cuando me reí. ¡Rebeldes! ¿Cuál sería la próxima definición que tendría que oír? Había habido enemigos, criminales, trabajadores; y éstos eran rebeldes. Aquellas rebeldes cabezas me parecían muy sumisas sobre sus postes. “No sabe usted de qué manera pone a prueba semejante vida a un hombre como Kurtz”, gritó el último discípulo de Kurtz. “Bueno, ¿y usted?”, dije yo. “¡Yo! ¡Yo! Yo soy un hombre sencillo. Yo no tengo grandes ideas. No espero nada de nadie. ¿Cómo puede usted compararme a…?”. Sus sentimientos ahogaban sus palabras, y de repente se desmoronó. “No entiendo —gimió—. He estado haciendo todo lo que he podido para conservarle con vida, y eso es suficiente. No he tomado parte en todo esto. No tengo talento. Aquí no ha habido una sola gota de medicina o un solo bocado de comida para enfermos desde hace meses. Él fue abandonado de manera vergonzosa. Un hombre como éste, con semejantes ideas. ¡Vergonzoso! ¡Vergonzoso! Yo…, yo…, llevo diez noches sin dormir…”.

»Su voz se perdió en la calma del atardecer. Las sombras alargadas de la selva se habían deslizado colina abajo mientras nosotros hablábamos, habían llegado mucho más allá del ruinoso cobertizo, más allá de la simbólica fila de postes. Todo aquello estaba en penumbra, mientras allí abajo nosotros estábamos todavía bajo la luz del sol, y el tramo del río que se veía delante del claro relucía con un esplendor sereno y deslumbrante, entre un lóbrego y sombrío recodo arriba y otro abajo. No se veía ni un alma en la orilla. En los matorrales no crujía ni una sola hoja.

»De repente apareció un grupo de hombres de detrás de una esquina de la casa, como si hubieran brotado de la tierra. Avanzaban a través de la hierba, que les cubría hasta la cintura, en un grupo compacto, llevando en medio de ellos unas parihuelas improvisadas. Súbitamente, en medio de la desolación del paisaje, se elevó un grito cuya estridencia atravesó el aire inmóvil como una afilada flecha volando derecha hacia el mismísimo corazón de la tierra; y, como por encanto, riadas de seres humanos, de seres humanos desnudos, con lanzas en la mano, con arcos y escudos, de mirada feroz y movimientos salvajes, fueron arrojadas en aquel claro por la selva sombría y meditabunda. Los matorrales se agitaron, la hierba se meció durante un rato y después todo se quedó en una atenta inmovilidad.

»“Ahora, si él no les dice la palabra adecuada, estamos todos perdidos”, dijo el ruso a mi lado. El puñado de hombres que llevaba las parihuelas se había detenido también a mitad de camino del vapor, como petrificado. Vi cómo el hombre de la camilla, flaco y con un brazo levantado, se incorporaba por encima de las espaldas de los camilleros. “Esperemos que el hombre que puede hablar tan bien sobre el amor en general encuentre alguna razón particular esta vez para perdonarnos la vida”, dije yo. Me indignaba amargamente el absurdo peligro de nuestra situación, como si estar a merced de aquel fantasma atroz hubiera sido una deshonrosa necesidad. No podía oír un solo ruido, pero a través de los gemelos vi el delgado brazo extendido imperativamente, la mandíbula inferior moviéndose, los ojos de aquella aparición brillando oscuramente hundidos en su cabeza huesuda, que se movía con grotescas sacudidas. Kurtz, Kurtz, eso significa corto en alemán ¿no? Pues bien, el nombre era tan verdadero como todo lo demás en su vida… Su cobertor se había caído y su cuerpo emergía de él, lastimoso y aterrador, como de una mortaja. Pude ver cómo se movía su caja torácica, cómo se agitaban los huesos de su brazo. Era como si una imagen animada de la muerte, esculpida en marfil viejo, hubiera estado sacudiendo la mano amenazadoramente hacia una inmóvil congregación de hombres hechos de oscuro y reluciente bronce. Le vi abrir la boca desmesuradamente; le daba un aspecto misteriosamente voraz, como si hubiera querido tragarse todo el aire, toda la tierra, a todos los hombres que tenía ante sí. Una voz profunda llegó hasta mí débilmente. Debía estar gritando. De repente cayó de espaldas. La camilla dio una fuerte sacudida al tambalearse los camilleros de nuevo hacia adelante, y casi simultáneamente observé que la muchedumbre de salvajes estaba desapareciendo sin ningún movimiento perceptible de retirada, como si la selva que había arrojado a estos seres tan repentinamente los hubiera absorbido, de nuevo como se inhala el aliento en una larga aspiración.

»Algunos de los peregrinos que seguían a la camilla llevaban sus armas: dos pistolas, un rifle pesado y una ligera carabina de repetición: los rayos de aquel lastimoso Júpiter. El director se inclinó hacia él murmurando, mientras caminaba al lado de su cabeza. Lo depositaron en una de las pequeñas cabinas, simplemente una habitación con sitio para una cama y una o dos banquetas de campaña. Habíamos traído su correspondencia atrasada, y por su cama estaban esparcidos un montón de sobres desgarrados y cartas abiertas. Su mano erraba débilmente entre estos papeles. Me chocó el fuego de sus ojos y la tranquila languidez de su expresión. No era tanto por el agotamiento de la enfermedad. No parecía sufrir. Esta sombra parecía saciada y tranquila, como si por el momento estuviera ahíta de todas las emociones.

»Agitó una de las cartas y, mirándome a los ojos, dijo: “Cuánto me alegra”. Alguien le había estado escribiendo acerca de mí. Aquellas recomendaciones especiales estaban apareciendo de nuevo. El volumen de tono de voz que emitió sin esfuerzo, casi sin tomarse la molestia de mover los labios, me asombró. ¡Qué voz! ¡Qué voz! Era grave, profunda, vibrante, mientras que su dueño no parecía capaz de un suspiro. Sin embargo, tenía fuerza suficiente (ficticia, sin duda) para casi acabar con nosotros, como oiréis enseguida.

»El director apareció silenciosamente en la puerta; yo salí en el acto y él corrió la cortina detrás de mí. El ruso, a quien los peregrinos observaban con curiosidad, estaba mirando fijamente hacia la orilla. Seguí la dirección de su mirada.

»A lo lejos podían distinguirse oscuras formas humanas, revoloteando confusamente contra el tenebroso borde de la selva, y, cerca del río, dos figuras de bronce, apoyadas sobre largas lanzas, estaban de pie a la luz del sol bajo fantásticos tocados de pieles moteadas, con aspecto guerrero y, sin embargo, en un reposo escultural. Y de derecha a izquierda, a lo largo de la orilla iluminada, se movía la salvaje y espléndida aparición de una mujer.

»Caminaba con pasos mesurados, envuelta en telas a rayas con flecos, pisando la tierra con orgullo, con un ligero tintineo y relampagueo de bárbaros ornamentos. Mantenía la cabeza erguida; su pelo estaba peinado en forma de yelmo; llevaba polainas de latón hasta la rodilla, guanteles de alambre de latón hasta el codo y un lunar carmesí en su morena mejilla; innumerables collares de abalorios en el cuello; los extraños objetos, amuletos y regalos de hechiceros que colgaban sobre ella refulgían y temblaban a cada paso. Debía llevar encima el valor de varios colmillos de elefantes. Era salvaje y soberbia, magnífica y de mirada feroz; había algo ominoso y majestuoso en su lento caminar. Y el silencio que había caído súbitamente sobre toda aquella tierra afligida, la inmensa selva, el cuerpo colosal de la vida fecunda y misteriosa, parecía mirarla, pensativo, como si estuviera mirando la imagen de su propia alma tenebrosa y apasionada.

»Llegó frente al vapor, permaneció de pie, inmóvil, y dirigió su mirada hacia nosotros. Su alargada sombra se proyectaba sobre el borde del agua. Su rostro tenía el aspecto trágico y feroz de un salvaje pesar y de un mudo dolor mezclados con el miedo de una decisión a medio formular, con la que se debatía. Permaneció de pie, mirándonos inmóvil, y como la selva misma, con aspecto de estar madurando algún designio inescrutable. Transcurrió un minuto entero y entonces dio un paso adelante. Se produjo un débil sonido metálico, un destello de metal amarillo, un bamboleo de atuendos orlados, y se detuvo como si el corazón le hubiera fallado. El joven muchacho que se encontraba a mi lado gruñó algo. Los peregrinos murmuraron a mi espalda. Ella nos miró a todos como si su vida dependiera de la inquebrantable firmeza de su mirada. De repente abrió sus brazos desnudos y los levantó rígidos sobre su cabeza, como presa de un incontrolable deseo de tocar el cielo; y al mismo tiempo las rápidas sombras se precipitaron sobre la tierra, pasaron velozmente sobre el río, rodeando al vapor en un abrazo sombrío. Un terrible silencio envolvió la escena.

»Se dio la vuelta lentamente, comenzó a caminar por la orilla y desapareció detrás de los matorrales a nuestra izquierda. Sólo una vez antes de desaparecer brillaron sus ojos, vueltos hacia nosotros, desde la penumbra de la espesura.

»“Si hubiera pretendido subir a bordo creo realmente que hubiera intentado matarla —dijo con nerviosismo el hombre de los remiendos—. He estado arriesgando mi vida a diario durante los últimos quince días para mantenerla apartada de la casa. Entró un día y organizó un escándalo a causa de estos miserables harapos que cogí en el almacén para remendar mi ropa. No le parecía honrado. Debió de ser eso al menos, porque habló enfurecida con Kurtz durante una hora, señalándome de vez en cuando. No entiendo el dialecto de esta tribu. Por suerte para mí creo que Kurtz se sentía demasiado enfermo aquel día para preocuparse; si no, habría habido problemas. No lo entiendo… No, es demasiado para mí. Ah, bueno, ya ha pasado todo”.

»En ese momento oí la voz profunda de Kurtz desde detrás de la cortina: “¡Salvarme!… querrás decir salvar el marfil. No me digas. ¡Salvarme a mí! Si yo he tenido que salvarte a ti. Ahora estás interrumpiendo mis planes. ¡Enfermo! ¡Enfermo! No tan enfermo como te gustaría creer. No te preocupes. Todavía puedo llevar a cabo mis proyectos: regresaré. Te demostraré lo que se puede hacer. Tú con tus mezquinas ideas de vendedor ambulante. Te estás interponiendo en mi camino. Pero regresaré. Yo…”.

»El director salió. Me hizo el honor de cogerme por el brazo y conducirme a un lado. “Está muy mal, muy mal”, dijo. Consideró necesario suspirar, pero omitió mostrar su aflicción de una manera coherente. “Hemos hecho por él todo lo que hemos podido, ¿no es así? Pero no hay que disfrazar los hechos, el señor Kurtz ha hecho más mal que bien a la compañía. No veía que el momento no era propicio para actuar enérgicamente. Con cautela, con cautela; ése es mi principio. Todavía tenemos que ser prudentes. El distrito nos está vedado durante algún tiempo. ¡Es lamentable! En conjunto, el comercio se va a resentir. No niego que hay una considerable cantidad de marfil, fósil en su mayor parte. Tenemos que salvarlo a cualquier precio; pero dése cuenta de la situación tan precaria en que nos encontramos; ¿y por qué? Porque el método es erróneo”. “¿Le llama usted a esto método erróneo?”, dije yo, mirando en dirección a la costa. “Indudablemente —exclamó acalorado—. ¿Usted no?…”.

»“No hay método alguno”, murmuré al cabo de un rato. “Exactamente —dijo triunfante—. Yo ya preveía esto. Demuestra una absoluta carencia de juicio. Es mi obligación hacerlo saber en el lugar adecuado”. “Oh —dije yo—, ese muchacho, ¿cómo se llama?, el fabricante de ladrillos, le preparará un informe legible”. Se mostró turbado por un momento. Tuve la sensación de no haber respirado nunca una atmósfera tan despreciable y, mentalmente, recurrí a Kurtz en busca de alivio, realmente en busca de alivio. “No obstante, creo que el señor Kurtz es un hombre extraordinario”, dije con énfasis. Se sobresaltó, dejó caer sobre mí una mirada fría y pesada, y dijo con suma tranquilidad: “Lo era”, y me dio la espalda. Acababa de caer en desgracia. Me encontré formando, junto con Kurtz, el grupo de los partidarios de los métodos para los que el momento no era oportuno: ¡yo estaba en un error! ¡Ah! Pero algo era poder al menos elegir las propias pesadillas.

»En realidad yo había ido buscando la selva, no al señor Kurtz, que era como si ya estuviera enterrado, estaba dispuesto a admitirlo. Y por un momento me pareció que también yo estaba enterrado en una gran tumba llena de secretos inconfesables. Sentí un peso intolerable que oprimía mi pecho, el olor de la tierra húmeda, la presencia invisible de la corrupción triunfante, la oscuridad de una noche impenetrable… El ruso me dio un golpecito en el hombro. Le oí murmurar y balbucir algo acerca de “Hermano marinero…, no podía ocultar… conocimiento de asuntos que podrían afectar a la reputación del señor Kurtz”. Esperé. Para él, evidentemente, el señor Kurtz no estaba en la tumba. Sospecho que para él el señor Kurtz era uno de los inmortales. “¡Y bien! —dije yo por fin—. Hable. Sucede que yo soy amigo del señor Kurtz…, en cierto modo”.

»Manifestó con cierta ceremoniosidad que, si no hubiéramos sido “de la misma profesión”, él habría guardado en secreto el asunto, sin preocuparse de las consecuencias. “Sospechaba que había una positiva mala disposición hacia él por parte de aquellos hombres blancos, que…”. “Está usted en lo cierto —dije yo, recordando cierta conversación que había escuchado por casualidad—. El director piensa que a usted deberían colgarle”. Mostró una preocupación al oír semejante información, que al principio me divirtió. “Más vale que desaparezca discretamente —dijo con sinceridad—. Ya no puedo hacer nada más por Kurtz, y ellos en seguida encontrarían una excusa. ¿Qué les puede detener? Hay un campamento militar a trescientas millas de aquí”. “Bien, a mi juicio —dije yo—, haría bien en marcharse si tiene amigos entre los salvajes de los alrededores”. “Muchos —dijo él—. Son gente simple… y no necesito nada, sabe usted”. Permaneció de pie, mordiéndose el labio, después dijo: “No quiero que nada malo les ocurra aquí a esos blancos, pero, naturalmente, estaba pensando en la reputación del señor Kurtz…, pero usted es un marinero hermano y…”. “Está bien —dije yo después de un rato—. La reputación del señor Kurtz está a salvo en mis manos”. Yo mismo no sabía con cuánta sinceridad hablaba.

»Me informó, bajando la voz, de que fue Kurtz quien ordenó que se llevara a cabo el ataque contra el vapor. “A veces odiaba la idea de que le llevaran a otra parte; y además… Pero yo no entiendo esos asuntos. Soy un hombre sencillo. Él pensó que eso les ahuyentaría a ustedes, que renunciarían a la empresa, creyéndole muerto. No pude detenerle. ¡Oh! Lo he pasado muy mal durante este último mes”. “Muy bien —dije—. Ahora ya está bien”. “Sí-í-í-í”, musitó, al parecer, no muy convencido. “Gracias —dije yo—; mantendré los ojos bien abiertos”. “Pero con calma, ¿eh? —imploró con ansiedad—. Sería terrible para su reputación si alguien aquí…”. Prometí completa discreción con gran seriedad. “Tengo una canoa y tres muchachos negros esperando no muy lejos. Me voy. ¿Me podría dar algunos cartuchos Martini-Henry?”. Podía y se los di, con la debida reserva. Guiñándome un ojo se sirvió él mismo un puñado de mi tabaco. “Entre marinos, ya sabe, buen tabaco inglés”. Cuando estaba en la puerta de la garita del timonel dio media vuelta. “Digo que, ¿no tendrá usted un par de zapatos de sobra?”. Levantó una pierna. “Mire”. Las suelas estaban atadas con cuerdas anudadas bajo sus desnudos pies a modo de sandalias. Desenterré un viejo par, que miró con admiración antes de metérselo bajo el brazo izquierdo. Uno de sus bolsillos (rojo brillante) estaba repleto de cartuchos, del otro (azul oscuro) asomaba la Investigación de Towson, etc. Parecía creerse excelentemente bien equipado para un nuevo encuentro con la selva. “¡Ah! Nunca, nunca volveré a encontrar a un hombre semejante. Tendría que haberle oído recitar poesía; era suya además; él me lo dijo. ¡Poesía!”. Hizo girar sus ojos ante el recuerdo de esas delicias. “Ah, él ensanchó mi espíritu”. “Adiós”, dije yo. Me estrechó la mano y desapareció en la noche. A veces me pregunto si realmente le llegué a ver alguna vez, si era posible encontrarse con semejante fenómeno…

»Cuando poco después de medianoche me desperté, su advertencia me vino a la mente, con su insinuación de peligro que parecía, en la estrellada oscuridad, lo bastante real como para hacerme levantar con el propósito de echar una ojeada a mi alrededor. En la colina ardía un gran fuego que iluminaba intermitentemente una esquina deformada de la casa de la estación. Uno de los agentes, con un piquete de unos cuantos negros de los nuestros, armados al efecto, montaba guardia junto al marfil; pero en la profundidad del bosque, destellos rojos que fluctuaban, que parecían hundirse y surgir de la tierra en medio de confusas sombras con forma de columnas de intensa negrura, mostraban la posición exacta del campamento en que los adoradores del señor Kurtz mantenían su inquieta vigilia. El monótono son de un gran tambor llenaba el aire de apagadas sacudidas y de una prolongada vibración. El continuo zumbido de muchos hombres, cantando cada uno para sí algún misterioso conjuro, salía del liso y negro muro del bosque, como sale el zumbido de las abejas de una colmena, y actuaba como un extraño narcótico sobre mis sentidos adormecidos. Creo que me quedé traspuesto apoyado sobre la barandilla, hasta que un abrupto estallido de alaridos, una erupción sobrecogedora de un frenesí reprimido y misterioso me despertó llenándome de un desconcertante asombro. Se cortó de repente, y el débil zumbido continuó con un efecto de silencio audible y tranquilizador. Lancé una mirada casual al interior de la pequeña cabina. Dentro de ella ardía una luz, pero el señor Kurtz no estaba allí.

»Creo que habría armado un estrépito si hubiera dado crédito a mis ojos. Pero al principio no se lo di, tan imposible parecía todo aquello. El hecho es que yo estaba completamente acobardado, presa de terror puro y ciego, de horror puramente abstracto, sin conexión con ninguna forma clara de peligro físico. Lo que hacía esa emoción tan abrumadora era, ¿cómo lo definiría?, la conmoción moral que recibí, como si algo absolutamente monstruoso, intolerable para el pensamiento y odioso para el alma, se me hubiera venido encima inesperadamente. Naturalmente, esto duró una pequeñísima fracción de segundo, y después la sensación moral de peligro mortal, corriente, la posibilidad de un repentino ataque y de una matanza, o de algo por el estilo, que yo veía inminente, fue tranquilizadora y favorablemente acogida. En efecto, me calmó tanto, que no di la alarma.

»Había un agente vestido con un levitón abrochado hasta arriba que dormía en una silla sobre la cubierta a tres pies de mí. Los alaridos no le habían despertado; roncaba muy ligeramente; le dejé entregado a sus sueños y salté a tierra. No traicioné al señor Kurtz: estaba dispuesto que nunca le traicionaría; estaba escrito que guardaría lealtad a la pesadilla que había elegido. Estaba impaciente por habérmelas con aquella sombra por mí mismo, a solas, y aún hoy ignoro por qué no quería compartir con nadie la peculiar negrura de aquella experiencia.

»Tan pronto como salté a la orilla vi un rastro, un ancho rastro a través de la hierba. Recuerdo la exultación con que me dije a mí mismo: “No puede andar, va a cuatro patas: ya le tengo”. La hierba estaba húmeda de rocío. Caminé a zancadas con rapidez y con los puños cerrados. Imagino que tenía la vaga idea de caer sobre él y darle una paliza. No sé. Tuve algunos pensamientos imbéciles. La vieja mujer que hacía punto con el gato se entrometía en mi memoria como una persona de lo más impropia para estar sentada al otro extremo de un asunto como éste. Vi una hilera de peregrinos arrojando plomo a chorros al aire, con los Winchesters apoyados en la cadera. Pensé que nunca volvería al vapor, y me imaginaba a mí mismo viviendo solo e inerme en los bosques hasta una edad avanzada. Cosas así de estúpidas, ya sabéis. Y recuerdo que confundía el son del tambor con el latido de mi corazón, y me agradaba su tranquila regularidad.

»Sin embargo, no me aparté del rastro; luego me detuve a escuchar. La noche estaba muy despejada; un espacio azul oscuro, con destellos de rocío y la luz de las estrellas, en el que las cosas negras permanecían muy quietas. Creía poder distinguir una especie de movimiento delante de mí. Estaba extrañamente seguro de todo aquella noche. Incluso abandoné el rastro y corrí en un amplio semicírculo (creo realmente que riéndome para mis adentros) para ir a salir delante de aquella agitación, de aquel movimiento que había visto (si realmente había visto algo). Estaba rodeando a Kurtz como si se tratara de un juego infantil.

»Me topé con él y, si no me hubiera oído llegar, habría además caído sobre él, pero se levantó a tiempo. Se puso en pie, inseguro, alto, pálido, confuso, como un vapor exhalado por la tierra, y se tambaleó ligeramente delante de mí, nebuloso y callado, mientras a mi espalda los fuegos asomaban por entre los árboles y del bosque brotaba el murmullo de muchas voces. Le había cortado el camino hábilmente; pero al hacerle verdaderamente frente parecí recobrar mis sentidos, vi el peligro en su justa dimensión. Aún no había pasado, ni mucho menos. ¿Supón que empiece a gritar? Aunque apenas si podía mantenerse en pie, su voz estaba llena de vigor. “Váyase, escóndase”, dijo en aquel tono profundo. Aquello era tremendo. Miré de reojo hacia atrás. Estábamos a unas treinta yardas del fuego más próximo. Una figura negra se levantó y dio unas zancadas con sus largas piernas negras a través del resplandor, al tiempo que agitaba unos largos brazos negros. Tenía cuernos —cuernos de antílope, creo— en la cabeza. Sin duda se trataba de algún brujo, de algún hechicero: tenía un aspecto totalmente diabólico. “¿Sabe usted lo que está haciendo?”, susurré. “Perfectamente”, respondió, alzando la voz para pronunciar esa única palabra. Me sonó lejana y a la vez fuerte, como una llamada a través de un megáfono. Si arma un escándalo estamos perdidos, pensé para mis adentros. Claramente, éste no era un caso para resolverlo a puñetazos, aparte, incluso, de la natural aversión que yo sentía por golpear a aquella sombra, a aquella cosa errante y atormentada. “Estará usted perdido, absolutamente perdido”, dije. De vez en cuando uno recibe esas ráfagas de inspiración, ya sabéis. Dije la cosa adecuada porque, a decir verdad, no podría haber estado más irremisiblemente perdido de lo que estaba en aquel preciso momento, mientras se iban poniendo los cimientos de nuestra intimidad: para resistir, para resistir incluso hasta el final, incluso hasta más allá del final.

»“Tenía planes inmensos”, murmuró con indecisión. “Sí —dije yo—; pero si trata de gritar le aplastaré la cabeza con…”. No había ni un palo ni una piedra cerca. “Le estrangularé”, me corregí. “Estaba en el umbral de grandes cosas”, suplicó con voz de ansiedad, en un tono tan anhelante que hizo que se me helara la sangre. “Y ahora, por ese estúpido canalla…”. “En cualquier caso su éxito en Europa está asegurado”, dije con resolución. No quería verme obligado a ahogarle, ¿comprendéis?, y realmente habría sido de muy poca utilidad para, ningún fin práctico. Traté de romper el hechizo, el pesado y mudo hechizo de la selva, que parecía atraerle hacia su despiadado seno despertando en él instintos brutales y olvidados, trayéndole a la memoria pasiones monstruosas y satisfechas. Sólo esto, estaba convencido, le había llevado al borde del bosque, a la maleza, hacia el resplandor de fuegos, el latido de tambores, el zumbido de conjuros extraños; sólo esto había conducido a su alma inmortal más allá de los confines de las aspiraciones permitidas. Y, ¿no os dais cuenta?, lo terrible de la situación no era ser golpeado en la cabeza (aunque también tenía una sensación muy viva de ese peligro), sino que tenía que enfrentarme a un ser al que no podía apelar en nombre de nada noble o bajo. Tenía incluso, igual que los negros, que invocarle a él mismo, a su propia degradación increíble y exaltada. No había nada ni sobre él ni debajo de él, y yo lo sabía. Se había desprendido de la tierra a puntapiés. ¡Maldito sea! Había hecho añicos la tierra misma a puntapiés. Estaba solo, y yo, ante él, no sabía si tenía los pies en el suelo o si flotaba en el aire. Os he ido contando lo que dijimos, repitiéndoos las frases que pronunciamos, pero ¿de qué sirve eso? Eran palabras corrientes de todos los días, los sonidos familiares, vagos, que se intercambian cada día de vida que amanece. Pero ¿y qué? Para mí, tenían tras de sí el terrible poder de sugestión de palabras oídas en sueños, de frases dichas en pesadillas. ¡Alma! Si alguien ha luchado jamás con un alma, ése soy yo. Y tampoco es que estuviera discutiendo con un lunático. Me creáis o no, su inteligencia era perfectamente clara; concentrada sobre sí mismo con horrible intensidad, es cierto, pero clara de todos modos; y en ella residía mi única oportunidad, exceptuando, claro está, el matarle allí y en aquel instante, lo cual no era muy conveniente, habida cuenta del inevitable ruido. Pero su alma estaba loca. Al encontrarse sola en la selva había mirado dentro de sí misma y, ¡santo cielo!, os lo aseguro, se había vuelto loca. Yo mismo tuve que pasar, supongo que a causa de mis pecados, por la dura prueba de mirar en su interior. Ninguna elocuencia hubiera sido capaz de marchitar la propia fe en la humanidad como lo hizo su explosión final de sinceridad. Luchaba también consigo mismo. Lo vi; lo oí. Vi el inconcebible misterio de un alma que no conocía el freno, ni fe, ni miedo, y que, no obstante, luchaba ciegamente consigo misma. Conseguí bastante bien no perder la cabeza; pero cuando finalmente le tuve tendido sobre el lecho, me enjugué la frente, mientras mis piernas temblaban bajo mi peso como si hubiera transportado media tonelada sobre mis espaldas desde lo alto de aquella colina. Y, sin embargo, sólo le había sostenido, con su huesudo brazo apretado alrededor de mi cuello… y no era mucho más pesado que un niño.

»Cuando al día siguiente partimos a mediodía, la multitud, de cuya presencia detrás de la cortina de árboles yo había sido vivamente consciente durante todo el tiempo, volvió a salir de la selva, llenó el claro y cubrió la pendiente de una masa de cuerpos de bronce desnudos que respiraban y temblaban. Aumenté algo la presión, después viré río abajo, y dos mil ojos siguieron las evoluciones del fiero demonio del río, chapoteante y aporreante, que golpeaba el agua con su rabo terrible y exhalaba al aire un negro humo. Delante de la primera fila, en la orilla del río, tres hombres, embadurnados con tierra roja de pies a cabeza, se contoneaban nerviosamente de un lado para otro. Cuando llegamos de nuevo frente a ellos, miraban en dirección al río, pateaban el suelo, meneaban sus cabezas decoradas con cuernos y balanceaban sus cuerpos color escarlata; agitaban un manojo de plumas negras y una piel sarnosa con un rabo colgante (algo que parecía una calabaza seca) hacia el fiero demonio del río; periódicamente, gritaban todos juntos sartas de palabras asombrosas que no tenían ningún parecido con sonidos de un lenguaje humano; y los profundos murmullos de la multitud, que repentinamente se interrumpían, eran como las respuestas del coro de alguna letanía satánica.

»Habíamos llevado a Kurtz a la garita del timonel: había más aire allí. Él miraba fijamente a través del postigo abierto mientras yacía sobre el lecho. Se produjo un remolino en la masa de cuerpos humanos, y la mujer con la cabeza en forma de yelmo y curtidas mejillas se precipitó hasta el mismo borde del agua. Extendió sus manos hacia fuera, gritó algo, y toda aquella multitud salvaje continuó el grito en un coro rugiente de lenguaje articulado, rápido y sofocado.

»“¿Entiende usted esto?”, pregunté.

»Él continuó mirando fuera, por encima de mí, con ojos ardientes y añorantes, con una expresión que mostraba una mezcla de anhelo y de odio. No dio ninguna respuesta, pero vi aparecer una sonrisa de significado indefinible en sus labios descoloridos, que un momento más tarde se crisparon convulsivamente. “Cómo no”, dijo lentamente, jadeante, como si las palabras le hubieran sido arrancadas por un poder sobrenatural.

»Tiré del cordón de la sirena, y lo hice porque vi que los peregrinos en la cubierta sacaban sus rifles como si esperaran una bonita diversión. Ante el súbito silbido se produjo un movimiento de abyecto terror a través de aquella apretada masa de cuerpos. “¡No! No les ahuyente”, gritó alguien en la cubierta desconsoladamente. Tiré del cordón una y otra vez. Se separaban y corrían, saltaban, se agachaban, hurtaban el cuerpo, esquivaban el terror volador del sonido. Los tres hombres rojos habían caído de bruces y yacían boca abajo en la orilla, como si les hubieran matado. Sólo la bárbara y soberbia mujer no retrocedió ni un milímetro y extendió trágicamente sus brazos desnudos hacia nosotros sobre el sombrío y reluciente río.

»Y entonces aquella imbécil muchedumbre de la cubierta comenzó su pequeña diversión, y yo no pude ver nada más a causa del humo.

—La parda corriente fluía con rapidez del corazón de la oscuridad, transportándonos río abajo hacia el mar al doble de la velocidad de nuestro ascenso; y también la vida de Kurtz fluía con rapidez, escapando, escapándose de su corazón hacia el mar del tiempo inexorable. El director estaba muy sosegado, ya no tenía preocupaciones vitales, nos abrazó a los dos en una mirada comprensiva y satisfecha; el “asunto” había resultado tan bien como cabía desear. Yo veía acercarse el momento en que quedaría como único partidario del “método erróneo”. Los peregrinos nos miraban con desaprobación. Se me contaba entre los muertos, por así decirlo. Es extraño cómo aceptaba yo esta asociación imprevista, esta selección de pesadillas que me había sido impuesta en la tierra tenebrosa invadida por aquellos mezquinos y codiciosos fantasmas.

»Kurtz peroraba. ¡Qué voz! ¡Qué voz! Resonó profunda hasta el final. Sobrevivió a sus fuerzas para ocultar en los espléndidos pliegues de la elocuencia la estéril oscuridad de su corazón. ¡Oh, cómo luchó! ¡Luchó! Los despojos de su fatigado cerebro se veían ahora perseguidos obsesivamente por imágenes difuminadas; imágenes de riquezas y de fama dando vueltas obsequiosamente alrededor de su inextinguible don de la expresión noble y majestuosa. Mi prometida, mi estación, mi profesión, mis ideas: aquéllos eran los temas de las ocasionales manifestaciones de sentimientos elevados. La sombra del Kurtz original frecuentaba la cabecera de aquella hueca imitación, cuyo destino era ser enterrado al poco tiempo en el moho de la tierra primigenia. Pero tanto el amor diabólico como el odio sobrenatural de los misterios en que había penetrado luchaban por la posesión de aquella alma saciada de emociones primitivas, ávida de falsa fama; de distinción fingida, de todas las apariencias del éxito y del poder.

»A veces era despreciablemente infantil. Soñaba con que le salieran al encuentro reyes en las estaciones de ferrocarril, a su regreso de algún lúgubre Ningún Lugar donde pretendía llevar a cabo grandes cosas. “Usted demuéstreles que posee algo que es realmente beneficioso, y entonces el reconocimiento de su talento no tendrá límites —solía decir—. Por supuesto, debe usted tener cuidado al escoger los motivos, siempre motivos justos”. Los largos tramos, que parecían todos el mismo, las curvas monótonas, que eran todas exactamente iguales, se deslizaban al lado del vapor con su multitud de árboles seculares que observaban pacientemente el paso de este mugriento fragmento de otro mundo, el precursor del cambio, de la conquista, del comercio, de masacres, de bendiciones. Yo miraba hacia adelante mientras llevaba el timón. “Cierre el postigo —dijo Kurtz un día de repente—; no puedo soportar ver todo esto”. Así lo hice. Hubo un silencio. “¡Oh, pero todavía pienso retorcerte el corazón!”, gritó hacia la selva invisible.

»Tuvimos una avería, tal como yo había supuesto, y nos vimos obligados a detenernos, para reparar el barco, en la punta de una isla. Esta demora fue lo primero que conmovió la confianza de Kurtz. Una mañana me entregó un paquete de papeles y una fotografía; todo ello atado con un cordón de zapato. “Guárdeme esto —dijo—. Ese loco pernicioso —refiriéndose al director— es capaz de husmear en mis cajas cuando yo no le vea”. Le vi por la tarde. Estaba tumbado boca arriba con los ojos cerrados, y yo me retiré silenciosamente, pero le oí murmurar: “Vivir rectamente, morir, morir…”, escuché. No se oyó nada más. ¿Estaba ensayando algún discurso en sueños o se trataba de un fragmento de una frase de algún artículo de periódico? Él había escrito para periódicos y tenía la intención de volverlo a hacer “para la difusión de mis ideas. Es un deber”.

»La suya era una oscuridad impenetrable. Le miré como uno observa a un hombre que yace en el fondo de un precipicio donde el sol no brilla nunca. Pero no tenía mucho tiempo que dedicarle, porque estaba ayudando al maquinista a desmontar los cilindros averiados, a enderezar una biela torcida y otras cosas por el estilo. Vivía en medio de una confusión infernal de herrumbre, limaduras, tuercas, pernos, llaves, martillos, trinquetes, cosas que detesto porque no me entiendo bien con ellas. Yo me ocupaba de una pequeña forja que afortunadamente teníamos a bordo; trabajaba fatigosamente en un maldito cúmulo de desperdicios, a menos que tuviera escalofríos demasiado fuertes para poder permanecer de pie.

»Al entrar una noche con una vela, me quedé maravillado cuando le oí decir, con voz algo temblorosa: “Yazgo aquí, en la oscuridad, esperando a la muerte”. La luz estaba a menos de un pie de sus ojos. Me forcé a mí mismo a murmurar: “¡Oh tonterías!”, y permanecí de pie a su lado como transido.

»No había yo visto nunca nada parecido al cambio que sobrevino en sus facciones, y espero no volverlo a ver. Oh, no me conmovió. Me fascinó. Fue como si se hubiera desgarrado un velo. En aquella cara de marfil vi la expresión del orgullo sombrío, del poder despiadado, del terror pavoroso; de una desesperación intensa y desesperanzada. ¿Estaba acaso viviendo de nuevo su vida en cada detalle de deseo, tentación y renuncia durante aquel momento supremo de total conocimiento? Gritó en susurros a alguna imagen, a alguna visión; gritó dos veces, un grito no más fuerte que una exhalación:

“¡El horror! ¡El horror!”.

»Apagué la vela de un soplido, abandoné la cabina. Los peregrinos estaban cenando en el comedor, y yo tomé asiento frente al director, quien levantó los ojos para dirigirme una mirada inquisitiva que conseguí ignorar. Él se echó hacia atrás, sereno, con aquella peculiar sonrisa suya que sellaba las profundidades inexpresadas de su mezquindad. Una continua lluvia de pequeñas moscas se movía con rapidez por encima de la lámpara, sobre el mantel, sobre nuestras caras y nuestras manos. De pronto el muchacho del director asomó su insolente cabeza negra por la puerta, y dijo en un tono de áspero desdén:

»“Señor Kurtz. Él muerto”.

»Todos los peregrinos se precipitaron fuera para verlo. Yo permanecí allí y continué con mi cena. Creo saber que se me consideró brutalmente insensible por aquello. No obstante, no comí mucho. Allí había una lámpara, luz, ¿sabéis?, y fuera todo estaba tan oscuro, tan bestialmente oscuro. No me volví a acercar al hombre extraordinario que había emitido juicio sobre las aventuras de su alma en esta tierra. La voz se había ido. ¿Qué más había habido allí? Pero naturalmente estoy enterado de que al día siguiente los peregrinos enterraron algo en un agujero enfangado.

»Y después estuvieron a punto de enterrarme a mí.

»No obstante, como veis, yo no fui a unirme con Kurtz allí y entonces. No lo hice. Me quedé para soñar la pesadilla hasta el final y para demostrar mi lealtad hacia Kurtz una vez más. El destino. ¡Mi destino! La vida es una bufonada: esa disposición misteriosa de implacable lógica para un objetivo vano. Lo más que se puede esperar de ella es un cierto conocimiento de uno mismo, que llega demasiado tarde, y una cosecha de remordimientos inextinguibles. Yo he luchado a brazo partido con la muerte. Es la disputa menos emocionante que podáis imaginar. Tiene lugar en una indiferencia impalpable, sin nada bajo los pies, sin nada alrededor, sin espectadores, sin clamor, sin gloria, sin el gran deseo de la victoria, sin el gran miedo de la derrota, en una atmósfera enfermiza de tibio escepticismo, sin demasiada fe en tu propio derecho, y todavía menos en el del adversario. Si tal es la forma de la sabiduría última, entonces la vida es un enigma mayor de lo que la mayoría de nosotros cree. Estuve a menos de un paso de la última oportunidad de pronunciarme, y descubrí con humillación que probablemente no tendría nada que decir. Ésta es la razón por la que afirmo que Kurtz era un hombre fuera de lo normal. Él tenía algo que decir. Lo dijo. Como yo me había asomado al borde, comprendo mejor el significado de su mirada fija, que no podía ver la llama de la vela, pero era lo bastante amplia como para abarcar a todo el universo, lo bastante penetrante como para introducirse en todos los corazones que laten en la oscuridad. Él había recapitulado; había juzgado. “¡El horror!”. Era un hombre extraordinario. Después de todo, aquélla era la expresión de algún tipo de creencia; tenía candor, tenía convicción, había en su susurro una nota vibrante de rebeldía; tenía el espantoso rostro de una verdad entrevista, la extraña mezcla de deseo y odio. Y no es mi propia situación extrema lo que mejor recuerdo: una visión de indiferencia sin forma, llena de dolor físico, y un desprecio despreocupado por lo efímero de todas las cosas, incluso de mi mismo dolor. ¡No! Es su situación extrema la que me parece haber vivido. Es cierto, él había dado aquel último paso, había traspasado el borde, mientras a mí se me había permitido retirar mi vacilante pie. Y tal vez en eso resida toda la diferencia; tal vez toda la sabiduría, toda la verdad y toda la sinceridad están comprimidas en ese inapreciable momento del tiempo en que traspasamos el umbral de lo invisible. ¡Tal vez! Me hago la ilusión de que mi recapitulación no habría sido una palabra de indiferente desprecio. Mejor su grito, mucho mejor. Fue una afirmación, una victoria moral, lograda a costa de innumerables derrotas, de terrores abominables, de satisfacciones abominables. ¡Pero era una victoria! Por eso es por lo que he permanecido fiel a Kurtz hasta el final, e incluso hasta más allá, cuando mucho tiempo después oí de nuevo, no su propia voz, sino el eco de su magnífica elocuencia que me era devuelto por un alma tan translúcidamente pura como un risco de cristal.

»No, no me enterraron, aunque hay un período de tiempo que recuerdo borrosamente, con un asombro estremecedor, como un viaje a través de algún mundo inconcebible en el que no hubiera ni esperanza ni deseo. Me encontré de regreso en la ciudad sepulcral donde me molestaba la vista de la gente apresurándose por las calles para sacarse un poco de dinero unos a otros, para devorar sus infames alientos, para tragar su insalubre cerveza, para soñar sus insignificantes y estúpidos sueños. Se entrometían en mis pensamientos. Eran intrusos cuyo conocimiento de la vida era para mí una irritante pretensión, porque yo estaba seguro de que era imposible que supieran las cosas que yo sabía. Su conducta, que era simplemente la conducta de individuos vulgares ocupándose de sus negocios con la certeza de una perfecta seguridad, era ofensiva para mí, como ultrajantes ostentaciones de insensatez ante un peligro que es incapaz de comprender. No tenía ningún deseo especial de ilustrarles, pero me resultaba bastante difícil contenerme y no reírme en sus caras, tan llenas de estúpida importancia. Tal vez yo no estuviera muy bien en aquella época. Iba tambaleándome por las calles (había varios asuntos que resolver), haciendo muecas amargas a personas perfectamente respetables. Admito que mi comportamiento era inexcusable, pero ocurría que mi temperatura en aquellos días rara vez era normal. Los esfuerzos de mi querida tía por “restablecer mis fuerzas” parecían absolutamente fallidos. No eran mis fuerzas las que requerían cuidados, sino mi imaginación la que necesitaba consuelo. Conservaba el manojo de papeles que Kurtz me había dado, sin saber exactamente qué hacer con él. Su madre había muerto recientemente, asistida, según me contaron, por la prometida de Kurtz. Un hombre pulcramente afeitado, de porte oficial y que llevaba gafas con montura de oro, vino a verme un día y me hizo preguntas, al principio tortuosas, más tarde cortésmente apremiantes, acerca de lo que él gustaba de denominar ciertos “documentos”. No me sorprendió, porque había tenido ya dos altercados con el director a ese respecto cuando estaba allí lejos. Me había negado a entregar ni un solo papel de aquel paquete y adopté la misma actitud con el hombre de las lentes. Al final adoptó una expresión sombríamente amenazadora, y con mucho acaloramiento arguyó que la compañía tenía derecho a conocer hasta la más nimia información acerca de sus “territorios”. Y dijo: “Los conocimientos del señor Kurtz sobre regiones inexploradas deben de haber sido necesariamente extensos y peculiares, gracias a su enorme capacidad y a las deplorables circunstancias en las que se había visto situado; por lo tanto…”. Le aseguré que los conocimientos del señor Kurtz, si bien eran extensos no versaban sobre los problemas del comercio o de la administración. Invocó entonces el nombre de la ciencia. “Sería una incalculable pérdida si…”, etc. Le ofrecí el informe sobre la “Supresión de las Costumbres Salvajes”, con la posdata arrancada. Lo cogió ávidamente, pero acabó por dejarlo con un aire de desprecio. “Esto no es lo que teníamos derecho a esperar”, observó. “No espere nada más —dije—. Sólo hay correspondencia privada”. Se retiró amenazando con iniciar un proceso judicial y no le volví a ver; pero otro individuo, que dijo ser primo de Kurtz, se presentó dos días más tarde, ansioso por oír todos los detalles sobre los últimos momentos de su querido pariente. De un modo accidental me dio a entender que Kurtz había sido esencialmente un gran músico. “Tenía madera de triunfador”, dijo el hombre, que era organista, creo, y cuyo pelo gris caía sobre el grasiento cuello de su chaqueta. No tenía ningún motivo para dudar de su afirmación; y aún hoy soy incapaz de decir cuál era la profesión de Kurtz, si alguna vez tuvo alguna, y cuál era el mayor de sus talentos. Yo le había tomado por un pintor que escribía para los periódicos o por un periodista que sabía pintar, pero ni siquiera el primo (que tomaba rapé durante la entrevista) pudo decirme qué había sido exactamente. Era un genio universal; en ese punto yo estaba de acuerdo con aquel anciano personaje, que acto seguido se sonó ruidosamente la nariz con un gran pañuelo de algodón y se retiró en agitación senil, llevándose algunas cartas de familia y notas sin importancia. Por último, apareció un periodista, ansioso por saber algo del destino de su “querido colega”. Este visitante me informó que la esfera propia de Kurtz debería haber sido la política “en su dimensión popular”. Tenía unas cejas peludas y rectas, pelo hirsuto y muy corto, un monóculo colgado de una cinta ancha, y, adoptando un tono campechano, confesó que, en su opinión, Kurtz realmente no sabía escribir; “pero ¡cielos!, ¡cómo hablaba! Electrizaba a las masas. Tenía fe, ¿ve usted?, tenía fe. Podía hacerse creer a sí mismo cualquier cosa, cualquier cosa. Habría sido un espléndido líder de un partido extremista”. “¿De qué partido?”, pregunté. “De cualquier partido”, respondió el otro. “Era un… un extremista”. ¿No pensaba yo lo mismo? Asentí. ¿Sabía yo, me preguntó con una repentina muestra de curiosidad, “qué fue lo que le indujo a irse allí”? “Sí”, dije, y en el acto le entregué el famoso Informe para que fuera publicado, si lo consideraba adecuado. Lo hojeó apresuradamente, hablando entre dientes todo el tiempo, le pareció que “podría servir” y se marchó con el botín.

»Así que me quedé al fin con un delgado paquete de cartas y el retrato de la muchacha. Me impresionó por su belleza; quiero decir que tenía una bella expresión. Ya sé que también se puede hacer que la luz del sol mienta. Sin embargo, uno tenía la sensación de que ninguna manipulación de la luz o de la pose podría haber transmitido ese delicado matiz de veracidad sobre aquellos rasgos. Parecía dispuesta a escuchar sin reserva mental, sin recelo, sin un solo pensamiento para sí misma. Decidí que iría y le devolvería su retrato y esas cartas personalmente. ¿Curiosidad? Sí, y también algunos otros sentimientos; quizá. Todo lo que había sido de Kurtz se había ido de mis manos: su alma, su cuerpo, su estación, sus planes, su marfil, su carrera. Sólo quedaba su memoria y su prometida, y yo quería entregar eso también, de algún modo, al pasado, entregar personalmente todo lo que en mí quedaba de él a ese olvido que es la última palabra de nuestro común destino. No me estoy defendiendo. No tenía una idea clara de qué era lo que yo quería realmente. Tal vez fuera un impulso de lealtad inconsciente o el cumplimiento de una de esas necesidades irónicas que acechan en los lechos de la existencia humana. No sé. No podría decirlo. Pero fui.

»Yo pensaba que su recuerdo era como los recuerdos de otros muertos que se acumulan en la vida de todos los hombres: una vaga impronta en el cerebro de sombras que han caído en él en su paso veloz y final; pero delante de la alta y pesada puerta, entre las elevadas casas de una calle tan tranquila y decorosa como el vial bien cuidado de un cementerio, de repente le vi sobre la camilla, abriendo la boca vorazmente, como para devorar la tierra entera con toda la humanidad. En aquel momento estuvo vivo ante mí; estuvo tan vivo como nunca lo habla estado: una sombra, insaciable de espléndidas apariencias, de espantosas realidades; una sombra más oscura que la sombra de la noche y noblemente envuelta en el manto de una espléndida elocuencia. La visión pareció entrar en la casa conmigo. La camilla, los porteadores del fantasma, la salvaje muchedumbre de obedientes adoradores, la tenebrosidad de los bosques, el relucir del tramo entre los lóbregos recodos, el son del tambor, regular y apagado como el latido de un corazón…, el corazón de una oscuridad victoriosa. Era un momento de triunfo para la selva, un ataque invasor y vengativo que, me pareció, yo debería repeler sólo para la salvación de otra alma. Y el recuerdo de lo que le había oído decir allá lejos, con las formas cornudas agitándose a mis espaldas, en el resplandor de las hogueras, dentro de los pacientes bosques, aquellas frases entrecortadas volvieron a mí, se oyeron de nuevo en su ominosa y aterradora simplicidad. Recordé su abyecta súplica, sus abyectas amenazas, la colosal magnitud de sus viles deseos, la mezquindad, el tormento, la tempestuosa angustia de su alma. Y más tarde me pareció ver su aire lánguido y recoleto, cuando dijo un día: “Este lote de marfil ahora es realmente mío. La compañía no lo ha pagado. Lo reuní yo mismo con gran riesgo personal. Aunque me temo que tratarán de reclamarlo como suyo. ¡Hum! Es un caso difícil. ¿Qué cree usted que debería hacer? ¿Resistirme? ¿Eh? Sólo quiero justicia…”. Sólo quería justicia, sólo justicia. Llamé al timbre ante una puerta de caoba del primer piso, y, mientras esperaba, él parecía mirarme fijamente desde el entrepaño de cristal; mirarme con aquella amplia e inmensa mirada fija que abrazaba, condenaba, abominaba todo el universo. Me pareció oír el grito susurrado: “¡El horror! ¡El horror!”.

»El crepúsculo estaba cayendo. Tuve que esperar en un majestuoso salón con tres altas ventanas que desde el suelo llegaban hasta el techo y que parecían tres columnas luminosas y acortinadas. Las curvas indistintas de los retorcidos y dorados respaldos y patas de los muebles brillaban. La alta chimenea de mármol era de una blancura fría y monumental. Un piano de cola se levantaba imponente en un rincón, con oscuros destellos sobre las superficies planas, como un sarcófago sombrío y lustroso. Una puerta alta se abrió…, se cerró. Yo me levanté.

»Ella se adelantó hacia mí toda de negro, con la cabeza pálida, flotando en el crepúsculo. Estaba de luto. Había transcurrido más de un año desde su muerte, más de un año desde que llegó la noticia; parecía como si ella le fuera a recordar y llorar para siempre. Tomó mis dos manos entre las suyas y murmuró: “Me habían dicho que vendría usted”. Observé que no era demasiado joven, quiero decir que no era una chiquilla. Tenía una capacidad madura para la lealtad, para la fe, para el sufrimiento. La habitación parecía haberse ensombrecido aún más, como si toda la triste luz del nublado atardecer se hubiera refugiado en su frente. Aquellos cabellos rubios, aquel pálido rostro, aquella frente pura, parecían rodeados de un halo ceniciento desde el cual los oscuros ojos me miraban. Su mirada era franca, profunda, segura y confiada. Llevaba su cabeza afligida como si estuviera orgullosa de aquella aflicción, como si fuera a decir: “Yo, yo soy la única que sabe llorarle como merece”. Pero, mientras estábamos todavía estrechándonos la mano, vino a su rostro tal expresión de espantosa desolación, que comprendí que ella era una de esas criaturas que no son juguetes del Tiempo. Para ella, él había muerto sólo ayer. Y, ¡por Júpiter!, la impresión era tan fuerte que a mí también me parecía que él había muerto sólo ayer…, y aún más, en aquel mismo minuto. Les vi a ella y a él en el mismo instante del tiempo: la muerte de él y el dolor de ella; vi el dolor de ella en el mismo momento de la muerte de él. ¿Entendéis? Les vi juntos, les oí juntos. Ella había dicho con la respiración contenida: “He sobrevivido”, mientras mis oídos tensos parecieron oír con nitidez el susurro recapitulador de la condenación eterna de él, mezclado con el tono de remordimiento desesperado de ella. Me preguntaba a mí mismo qué hacía allí, con una sensación de pánico en el corazón, como si hubiera caído en un lugar de crueles y absurdos misterios, que un ser humano no puede tolerar. Me indicó una silla. Nos sentamos. Yo coloqué el paquete con cuidado sobre la pequeña mesa y ella posó su mano sobre él… “Usted le conocía bien”, murmuró, después de un momento de silencio de duelo.

»—La intimidad crece de prisa allí lejos —dije yo—. Le conocía todo lo bien que puede un hombre conocer a otro.

»—Y usted le admiraba —dijo ella—. Era imposible conocerle y no admirarle ¿no?”.

»—Era un hombre extraordinario —dije yo vacilante. Entonces, ante la incitante firmeza de su mirada, que parecía estar a la espera de oír más palabras de mis labios, continué—: Era imposible no…

»—Amarle —concluyó ella con vehemencia, reduciéndome a un estado de estupefacta mudez—. ¡Qué cierto es! ¡Qué cierto es! ¡Pero piense usted que nadie le conocía tan bien como yo! Yo era la depositaria de toda su noble confianza. Le conocía mejor que nadie.

»—Usted le conocía mejor que nadie —repetí. Quizá fuera cierto. Pero la habitación se iba ensombreciendo con cada palabra que se pronunciaba, y solamente su frente, tersa y blanca, permanecía iluminada por la inextinguible luz de la fe y el amor.

»—Usted era su amigo —continuó—. Su amigo —repitió un poco más alto—. Debió usted de serlo, cuando él le confió esto y le mandó aquí. Siento que puedo hablar con usted… y, ¡oh!, tengo que hacerlo. Quiero que sepa usted —usted que ha oído sus últimas palabras— que he sido digna de él… No es orgullo… ¡Sí! Me siento orgullosa de saber que yo le comprendí mejor que nadie en el mundo…, él mismo me lo dijo. Y desde que su madre murió no tengo a nadie…, a nadie…, para…, para…

»Yo escuchaba. La oscuridad se hizo más profunda. No estaba siquiera seguro de que él me hubiera dado el envoltorio correcto. Más bien sospecho que quería que me ocupara de otro manojo de papeles suyos que, después de su muerte, vi examinar al director bajo una lámpara. Y la muchacha hablaba, aliviando su dolor en la certeza de obtener mi compasión; hablaba de la misma forma que beben los sedientos. Yo había oído que su compromiso con Kurtz no había sido aprobado por sus familiares. No era lo bastante rico, o algo así. Y realmente no sé si no habría sido un pobre indigente toda su vida. Él me había dado razones para inferir que había sido la impaciencia por su pobreza relativa lo que le había impulsado a marcharse allí.

»—… ¿Quién, habiéndole oído hablar una vez, no era amigo suyo? —estaba diciendo ella—. Él atraía a los hombres por lo que en ellos había de más valioso. —Me miró con intensidad—. Es el don de los grandes —continuó, y el sonido de su voz baja parecía ir acompañado de todos los otros sonidos, llenos de misterio, desolación y aflicción que yo había oído en mi vida: el murmullo del río, el suspirar de los árboles mecidos por el viento, el zumbido de las multitudes, el débil rumor de palabras incomprensibles gritadas desde lejos, el susurro de una voz hablando desde más allá del umbral de una oscuridad eterna—. ¡Pero usted le ha oído! ¡Usted lo sabe!

»—Sí, lo sé —dije yo, con algo como desesperación en el corazón, si bien me inclinaba ante aquella fe que había en ella, ante aquella ilusión grande y redentora que brillaba con un resplandor sobrenatural en la oscuridad, en la oscuridad triunfante de la que yo no la podría haber defendido; de la que no podía siquiera defenderme a mí mismo.

»—¡Qué pérdida para mí…, para nosotros! —se corrigió con hermosa generosidad; después añadió en murmullos—: Para el mundo. —Podía ver el brillo de sus ojos bajo el último centelleo del crepúsculo, estaban llenos de lágrimas, de lágrimas que no caerían.

»“He sido muy feliz, muy afortunada, me he sentido muy orgullosa —continuó—. Demasiado afortunada. Demasiado feliz durante algún tiempo. Y ahora voy a ser desdichada para…, para toda la vida.

»Se levantó; sus rubios cabellos parecían recoger toda la luz que aún quedaba en un resplandor de oro. Yo también me levanté.

»—Y de todo esto —continuó con melancolía—, de todas sus promesas, y de toda su grandeza, de su espíritu generoso, de su noble corazón, no queda nada…, nada excepto el recuerdo. Usted y yo…

»—Nosotros siempre le recordaremos —me apresuré a decir.

»—¡No! —exclamó—. Es imposible que todo esto se pierda, que semejante vida fuera sacrificada para no dejar nada… excepto aflicción. Usted conoce los grandes planes que tenía. Yo también los conocía, yo quizá no podía entenderlos, pero otros los conocían. Algo tiene que quedar. Sus palabras, por lo menos, no han muerto.

»—Sus palabras quedarán —dije yo.

»—Y su ejemplo —susurró para sus adentros—. Los hombres tenían esperanzas puestas en él…, su bondad brillaba en cada acto. Su ejemplo…

»—Cierto —dije yo—; su ejemplo también. Sí, su ejemplo. Lo olvidaba.

»—Pero yo no. No puedo… no puedo creer… todavía no. No puedo creer que nunca le volveré a ver, que nadie le volverá a ver nunca, nunca, nunca.

»Extendió los brazos como si fuera tras una figura que retrocede; los extendió, negros y con las pálidas manos cerradas, a través del desvaneciente y estrecho resplandor de la ventana. ¡No verle nunca! En aquel momento yo le veía con toda claridad. Veré a aquel elocuente fantasma mientras viva, y también la veré a ella, una sombra trágica y familiar, parecida en sus gestos a otra, también trágica y adornada con amuletos impotentes, extendiendo sus desnudos brazos morenos por encima del relampagueo de la corriente infernal, la corriente de las tinieblas. De repente dijo en voz baja: “Murió como había vivido”.

»—Su fin —dije yo, mientras bullía en mí una rabia sorda— fue digno de su vida en todos los aspectos.

»—Y yo no estaba con él —murmuró ella. Mi enojo cedió ante un sentimiento de infinita piedad.

»—Todo lo que fue posible hacer… —musité yo.

»—Ah, pero yo tenía más fe en él que nadie en el mundo, más que su propia madre, más que… él mismo. ¡Él me necesitaba! ¡A mí! Yo hubiera atesorado cada suspiro, cada palabra, cada señal, cada mirada.

»Sentí como una gélida opresión en el pecho. “No lo haga”, dije con voz ensordecida.

»—Perdóneme. Yo…, yo… le he llorado en silencio durante tanto tiempo…, en silencio… ¿Estuvo usted con él… hasta el final? Pienso en su soledad. Nadie a su lado que le comprendiera como yo le hubiera comprendido. Tal vez nadie que oyera…

»—Hasta el final —dije yo temblorosamente—, yo oí sus últimas palabras… —me detuve asustado.

»—Repítalas —murmuró en un tono acongojado—. Quiero…, quiero… algo…, algo… con… con lo que vivir.

»Estuve a punto de gritarle: “¿No las oye?”. El crepúsculo las estaba repitiendo en un persistente susurro a nuestro alrededor, en un susurro que parecía hincharse amenazadoramente, como el primer susurro de un viento que se levanta. “¡El horror! ¡El horror!”.

»—Su última palabra… con la que vivir —insistió—. ¿No comprende usted que yo le amaba?… Le amaba. ¡Le amaba!

»Reuní todas mis fuerzas y hablé despacio.

»—La última palabra que pronunció fue… su nombre.

»Oí un débil suspiro y después mi corazón permaneció inmóvil, se detuvo como si le hubiera dado muerte un grito exultante y terrible, el grito del triunfo inconcebible y del dolor indescriptible. “Lo sabía…, ¡estaba segura!…”. Ella lo sabía. Estaba segura. La oí llorar; había ocultado su rostro entre las manos. Me parecía que la casa se iba a desplomar antes de que yo pudiera escapar, que el firmamento caería sobre mi cabeza. Pero no ocurrió nada. El firmamento no se viene abajo por semejante pequeñez. Me pregunto si se habría venido abajo si yo hubiera hecho a Kurtz la justicia que le era debida. ¿No había dicho él que únicamente quería justicia? Pero no pude. No pude decírselo. Hubiera sido demasiado oscuro…, todo demasiado oscuro…

Marlow cesó de hablar y se sentó aparte, confuso y se movió silencioso, en la postura de un Buda meditando. Nadie se movió durante algún tiempo. Hemos perdido el comienza de “la marea”, dijo el director súbitamente. Levanté la cabeza. La desembocadura estaba bloqueada por un negro cúmulo de nubes, el apacible canalizo que conducía a los más remotos rincones de la tierra fluía sombrío bajo un cielo cubierto, parecía conducir hacia el corazón de una inmensa oscuridad.

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad

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