Читать книгу La médium - F. J. Cepeda - Страница 10
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ОглавлениеNed Abbot tenía una rutina diaria: se levantaba a las seis de la mañana, hacía ejercicio en la caminadora que tenía en la recámara, tomaba la ducha y cantaba a todo pulmón Livin’ in a Prayer; tarareaba la canción y el apetito se abría cuando los olores de la cocina llagaban hasta el baño. Theresa tenía listo el desayuno a las siete en punto. Neddie detestaba los huevos estrellados, cocidos o fritos; aceptaba el tocino, pero el huevo, jamás. Adoraba los panqueques con jalea de fresa y, de entre todos los platillos grasosos para el desayuno, amaba el tocino envuelto en harina para hotcakes, idea que a su esposa en principio disgustaba, pero, al ver el rostro de satisfacción de su esposo, continuaba realizando lo que ella llamaba veneno culinario. Al llegar la hora de partir al trabajo, salía apresurado del comedor, no sin antes tomar a su esposa por la cintura y emular un baile tranquilo, como en la graduación del 78: ambos abrazados entre luces de colores, ella recargada en su hombro y él diciendo hermosas frases en su oído. Cada día antes de ir a trabajar, repetía la hazaña. Bailaban sin música mientras Theresa sonreía. Era una escena que terminaba con un tierno beso en los labios.
Ned era maestro de filosofía en la Universidad de Oakley. Alentaba a sus alumnos a no mantenerse satisfechos, alimentaba sus mentes con el hambre del conocimiento, con el amor por la sabiduría. “Prefiero tener una vida buena a una buena vida”, esa era la frase con la que empezaba todas las clases, una frase que pocos alcanzaron a interpretar de la manera correcta y cuyo verdadero significado, a propósito, nunca explicaba.
—Descúbranlo por ustedes mismos. Tienen una vida para hacerlo.
Llegaba a casa después del trabajo, justo a la hora de comida. Theresa hablaba sobre Louis y Janny, hacía comentarios sobre lo bien que a sus hijos les estaba yendo: a Louis, como columnista en un prestigiado periódico en Nueva York, y a Janny, como bióloga marina en el sur de México. Los Abbot vivían solos, pero no necesitaban nada más; al menos, esa era una idea que tenían antes del 21 de abril de 2012.
Ned Abbot, como cada día, se duchaba y cantaba tan fuerte que su garganta terminaba inflamada. A veces reía sin parar cuando se daba cuenta de que no estaba cantando, sino gritando. Ese día, el jabón decidió escapar de sus manos y al intentar recogerlo sufrió un pequeño accidente, resbaló y el agua de la bañera terminó por todos lados. La caída no fue grave; había ocurrido otras veces; sin embargo, de alguna forma, sabía que algo no andaba del todo bien. Desechó la idea, bajó las escaleras, desayunó y bailó con Theresa. Ese día se quejó de la posible calvicie; su cabello estaba blanco en su totalidad. Los más de sesenta años estaban rindiendo frutos: “La vida te cobra por aquello que hiciste y por aquello que no hiciste, sin duda alguna”.
Cuando se acercó a la puerta, Ned Abbot no pudo llegar al pomo; las señales del cerebro a sus piernas habían fallado, se perdieron entre axones y neurotransmisores. La indicación era concreta: “Diríjanme hacia allá chicas, vamos, como cada día; caminemos juntos”. Ned no encontró explicación; las piernas no obedecieron; hubo un extraño hormigueo; estaban cansadas, débiles. Tuvo una casi imperceptible sensación de que su mano izquierda podría estar sufriendo lo mismo, pero la idea cambió cuando dejó de percibirlo. Se sintió un poco mareado y la respiración comenzaba a dificultarse. El baile había terminado en tragedia aquel 21 de abril de 2012, pero la noticia más desesperanzadora llegó poco después, cuando Ned Abbot fue diagnosticado con atrofia muscular progresiva.
Theresa cambió los desayunos de tocino forrado de harina por un respirador artificial, y los bailes matutinos por pañales para adulto y sábanas manchadas de mierda. Cambió las canciones que Ned cantaba en la bañera por golpes en la espalda cuando la flema se acumulaba en los pulmones y no lo dejaba respirar. Ned moriría. La cita con la muerte estaba por ahí perdida entre pañales, sábanas, tanques de oxígeno y cajas vacías de Mitrotek.
Theresa escuchaba llorar a Ned en las madrugadas, presenciaba los momentos de flaqueza de aquel hombre sabio y entusiasta; se limitaba a abrazarlo y a besarle la mejilla. Ella hacía esfuerzos sobrehumanos para no terminar en llanto, maldiciendo y reclamándole a Dios lo sucedido. En ocasiones, no sabía si reclamarle a Dios, a Neddie o al médico que les dio la noticia de su enfermedad. Debía mostrarse fuerte, tenía la sensación de que, si se dejaba vencer por las emociones, terminaría perjudicando el estado de ánimo de Neddie. Theresa lloraba en el baño, en silencio, sin testigos. Suspiraba y después del desahogo, estaba lista para la siguiente batalla, un ataque de tos, una crisis respiratoria, diarrea o cualquier eventualidad.
Si alguien se hubiese atrevido a preguntarle sobre su estado de ánimo, la respuesta habría salido desde la sinceridad de su conciencia (pero nadie lo hacía): “Dios, estoy cabreada, cansada, triste… pero Ned me necesita, ¡caray! Ned se ha vuelto como mi hijo: le limpio la mierda del culo, le doy de comer papilla en la boca porque no puede hacerlo por sí mismo, reviso su respiración cada veinte minutos y no he dormido bien en lo que va del año, maldito año… Extraño nuestros bailes, extraño nuestros desayunos, extraño escuchar sus pasos en las escaleras y extraño escucharlo cantar a las seis de la mañana. Si el muere, yo descanso, y eso me cabrea, porque una esposa no debe pensar en eso, no debe, pero lo hago y entonces me siento culpable; por Dios que me siento como una escoria”.
Frank había tenido la intención de preguntarle cómo soportaba todo eso, pero en el último momento decidió no hacerlo. Si llegaba a mencionarlo, derrumbaría el sistema de defensas que ella había estructurado tiempo atrás. “¿Cómo se siente, señora Abbot?” No, en realidad Frank deseaba preguntar otra cosa: “¿Cómo demonios soporta tanto dolor? ¿Cómo lo hace? ¿Cómo se siente cada día teniendo ese peso en la espalda, en la cabeza y en el corazón?”. No… Preguntar eso daría pie a una respuesta que quizá no deseaba escuchar, así que el cúmulo de sentimientos en el interior de Theresa era una cosa que no quería despertar; al menos, no por el momento.